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Banderas en el balcón

Consideraba que el hecho de compartir con un palacio perteneciente y habitado por una familia que ostenta uno de los títulos nobiliarios más antiguos de España daba distinción y singularidad a mi modesta calle. A los extranjeros que venían a visitarme -más sensibles a los títulos nobiliarios que nosotros- les explicaba con cierta jactancia que ese caserón que tenía enfrente era el palacio de una de las familias de nuestra más rancia aristocracia. Su título se remontaba a 1475; desde entonces habían recaído sobre ella nuevas e innumerables distinciones nobiliarias; eran grandes de España por los cuatro costados. También añadía que los avatares de la vida les habían llevado a abandonar palacios más suntuosos, en barrios distinguidos, para regresar a éste, más modesto, emplazado en pleno barrio de La Latina. Vecinos que habían vuelto al barrio, por lo que se les recibió con cordialidad, pasando a formar parte de él a través del sano cotilleo de tiendas y esquinas, que es como nos incorporamos a la vida cotidiana en La Latina. Se especulaba sobre su vida privada, para algunos no exenta de escándalo; otros hablaban de sus riquezas; aunque los más afirmaban que las cosas les iban mal, "por eso han vuelto al barrio".Por la mañana, como los demás, abrían sus balcones para que entrara el sol; algunos decían haber entrevisto en las paredes de sus salones lienzos de grandes firmas; más de un Goya, decían. Nos fuimos acostumbrando a ver entrar y salir de su gran portalón personalidades que lucían uniformes de alta graduación y coches con matrículas oficiales o más ostentosos que los que suelen agraciar esta calle. "En el garaje tienen un Rolls...". En fin, que daban que hablar, que es lo que gusta y se aprecia en este barrio.

Perduró este ambiente de simpática promiscuidad hasta el año pasado, llegado el Día de la Constitución. Los del barrio, como muchos otros madrileños, engalanamos nuestros balcones con la enseña nacional con el nuevo escudo, creyendo que así expresábamos apoyo a la nueva Constitución y, por ende, al Rey, que la acató y la defendió tan admirablemente la funesta noche del 23-F... Pero cuál fue nuestra sorpresa aquel día al ver ese palacio más gris, más necesitado que nunca de una capa de pintura. Ni de una sola de sus ventanas, ni de uno solo de sus múltiples y nobles balcones asomaba la bandera nacional. No comprendíamos cómo esta noble familia, para nosotros tan vinculada a través de los siglos a la Monarquía, no adornaba el palacio con esa bandera que, para muchos, era más de ellos que de nosotros.

Quisimos creer que la desnudez de su fachada se debía a la discreción y la mesura que deben ser ley de la aristocracia. Discreción y mesura que también caracterizaron más de una fachada, más de un mástil de otros palacios nobiliarios de la capital de la corte.

Eso creímos hasta esta mañana, 31 de octubre, en que la capital del reino se disponía a dar la bienvenida al que una parte de los españoles llaman el Santo Padre.

Al abrir mi portal, un sol brillante, reflejado en el gualda de nuestra bandera, me cegó momentáneamente. Del tejado hasta la acera, de todas las ventanas y balcones del palacio colgaban banderas nacionales y, en lugar del escudo, fotografías a cuatro colores del ilustre visitante. Nunca se había visto el palacio tan peripuesto, tan desafiante en su colorido.

Volví a refugiarme, aturdido, en la penumbra de mi portal y oí la voz de un paseante, de un vecino que por su temple estaba libre de cualquier sentimiento revanchista. "Pues el Día de la Constitución no pusieron ni una", dijo.

Su frase me hizo salir a la calle, confieso que con cierto sentimiento de irritación y amargura. Así era. Como él, yo me preguntaba: ¿por qué sí para el Papa y no para el Rey y la Constitución? Pero a medida que avanzaba hacia Bailén, fijando mi vista en otras fachadas, mi irritación y amargura fueron dando paso a un sentimiento de orgullo. Esas casas plebeyas, cuyo único blasón es el número de la calle, hoy, como el Día de la Constitución, estaban adornadas -no sé si más o menos- con la bandera nacional o la del Estado Vaticano. Orgullo porque una vez más era el pueblo plebeyo el que daba el ejemplo.

Y una vez más la rancia aristocracia española daba muestras de su incoherencia histórica y de su irresponsabilidad renuente en poner en práctica sus obligaciones cortesanas y ejemplaridad cívica. En La Latina -pero me temo que no sólo en ella- lo de noblesse obligue lo hemos entendido solamente los que sabemos agradecer al Rey su acatamiento y defensa de la Constitución.

Jaime Salinas es editor.

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