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Tribuna
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Juan Pablo II y la dignidad del trabajo

Dar trabajo, crear empleo, es uno de los temas prioritarios en España. Ante la visita de Juan Pablo II, cuyo magisterio está siempre pegado a la realidad, cabe esperar que no falte una palabra suya sobre el modo de entender el trabajo. No en vano ha dedicado a este tema su encíclica Laborem exercens, con unos planteamientos que permitirían al hombre estar más cerca de Dios y de los demás a la hora del trabajo.Una parte de la cultura occidental se ha basado, recientemente, en la contraposición entre la fe en Dios y la fe en el hombre. De este modo, se han creado, por lo menos desde hace más de un siglo, amplios equívocos en el ámbito de la teoría y de la práctica. Una forma concreta de ese equívoco es la frase de Marx de que "cuanto más pone el hombre en Dios, menos pone en sí mismo". La esencia de la alienación se cumpliría, por tanto, y de forma especialmente aguda, en la alienación religiosa. Podría hacerse casi una enciclopedia con las ramificaciones de esa idea -que, por supuesto, es anterior a Marx-, en el campo de la literatura, de la política, de la sociología. Juan Pablo II, que, especialmente a través de su conocimiento de Max Scheler, está en contacto con el pensamiento filosófico contemporáneo, sabe todo eso. No tiene nada de extraño que en su primera encíclica, Redemptor hominis, tire por elevación, rebasando la estrechez del tópico.

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Escribe, en efecto, que "el hombre es el camino primero y fundamental de la Iglesia". No por táctica, no para compensar un supuesto período anterior en el que eso no habría sido tenido en cuenta. La clave está en las primeras palabras de la encíclica: "El Redentor del hombre". El Redentor del hombre -no mediante el dominio, sino mediante el sacrificio; no imponiéndose, sino ofreciendo, en libertad, su mensaje- se ha hecho hombre. Esa es la razón más profunda de que el hombre sea el camino fundamental de la Iglesia. "Hay que volver sin cesar a este camino... La Iglesia cree en el hombre; se dirige a él también y, sobre todo, con la luz de la palabra revelada". Según la revelación, el hombre es imagen de Dios.

Así se enmarca la Laborem exercens: "Deseo dedicar este documento al hombre, en el vasto contexto de esa realidad que es el trabajo". Trabajar, en su sentido más primario, es hacer cosas, entrar en relación con la naturaleza, dominándola -es decir, conociéndola-, transformándola. Esta actividad es la que Juan Pablo II entiende como trabajo en sentido objetivo, y sus resultados quedan englobados -con aguda visión antropológica- en el término de técnica (en efecto, el hombre es técnico desde el principio). Sin embargo, el resultado es eso, consecuencia. Lo primario es que el trabajo es acción de una persona, de un sujeto consciente y libre. Ahí hay que buscar el origen de la dignidad del trabajo. Los distintos trabajos se miden, por tanto, con el metro de la dignidad del hombre que los realiza. Este sentido subjetivo del trabajo es el esencial.

En la encíclica, Juan Pablo II no habla de soluciones técnicas. "La Iglesia considera deber suyo recordar siempre la dignidad y los derechos de los hombres del trabajo, denunciar las situaciones en que se violan dichos derechos y contribuir a orientar estos cambios (de los que ha hablado antes), para que se realice un auténtico progreso del hombre y de la sociedad". No son palabras tópicas. Y, de hecho, la insistencia en el sentido subjetivo del trabajo sigue siendo desoída a derecha y a izquierda. De ordinario, casi en todas partes se valora el trabajo por sus consecuencias cuantificables, dinerarias, por el status en que el hombre es colocado. Estas consecuencias son inevitables, pero no pueden ser el metro del trabajo. Según esa lógica, se valorará más que el ser, el tener.

¿Qué es tener? Es poseer. La posesión da la potencia. De ahí la lógica de las potencias, los progresos medidos por lo que puede hacerse y no por lo que el hombre se hace mediante el trabajo.

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Las consecuencias que Juan Pablo II extrae de estos principios son revolucionarias. No podemos detenernos más que en ésta: "Justo, es decir, intrínsecamente verdadero y a su vez moralmente legítimo, puede ser aquel sistema de trabajo que, en su raíz, supera la antinomia entre trabajo y capital, tratando de estructurarse según el principio expuesto más arriba de la sustancial y efectiva prioridad del trabajo humano y de su participación eficiente en todo el proceso de producción, y esto, independientemente de la naturaleza de las prestaciones realizadas por el trabajador".

No extrañará ahora por qué la encíclica ha pasado, en gran parte, en silencio. La profundización en las consecuencias de la prioridad del trabajo sobre el capital es una cuestión ética, no primariamente política o económica. Esa profundización es ofrecida y presentada por Juan Pablo II como una tarea -es decir, también como trabajo- y no como la simple adscripción a uno cualquiera de los sistemas económico-sociales existentes. Esos sistemas quedan englobados en el término genérico -pero intuitivamente claro- de economismo o primacía de la finalidad económica.

Es en este punto donde suele nacer el equívoco. Del hecho de que el trabajo del hombre tenga siempre un resultado -o una dimensión- económico no se sigue que la esencia del trabajo sea la finalidad económica. No se resuelve el equívoco socializando la producción, porque también en ese supuesto la producción es colocada por encima del hombre que produce, del trabajo en sentido subjetivo.

La tarea que queda por hacer es ética, o, mejor, hace falta una profunda inspiración ética para que se den "cambios adecuados, tanto en el campo de la teoría como en el de la práctica, cambios que van en la línea de la decisiva convicción de la primacía de la persona sobre las cosas, del trabajo del hombre sobre el capital como conjunto de los medios de producción".

En la Laborem exercens, Juan Pablo II no ha zanjado la vieja polémica capitalismo o comunismo; no ha querido establecer una vía media. Con más profundidad, ha escrito que es preciso pensar más, desear más, funcionar desde un auténtico sentido de lo que es el hombre. Sólo ese pensamiento, esa tarea de pensar, puede traer cambios tanto en la teoría como en la práctica.

Ante la visita de Juan Pablo II, quizá no es inoportuno -al recordar estos textos de la Laborem exercens- tener en cuenta que, en estos cuatro años de pontificado, ha propuesto a los católicos y a todos los que deseen oírle consideraciones que, tomadas en serio, podrían activar un nuevo modo de ser, personal y socialmente.

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