Oscar Wilde, en el cine
Fuera de Inglaterra, el cine ha ignorado a Oscar Wilde. El que cuatro de las ocho películas rodadas a partir de su vida y su literatura sean norteamericanas no anula este hecho, porque fueron interpretadas casi totalmente por gentes del cine y el teatro inglés. No es fácil imaginar una representación wildeana capaz de conservar ecos del modelo literario original, fuera del idioma y de las pautas de comportamiento de la sociedad posvictoriana, de la que ese modelo literario es una radiografía irónica muy sutil, imposible de concebir encarnada por una fauna que no sea británica.Si no se me escapa alguna, sobre Oscar Wilde se han hecho en cine dos biografías -Oscar Wilde, de Gregory Ratoff, interpretada por Robert Morley, y Los procesos de Oscar Wilde, de Ken Hughes, interpretada por Peter Finch- y seis versiones fílmicas de varias obras suyas, a saber: Un marido ideal, de Alexander Korda, con Paulette Goddard y Michael Wilding; El abanico de lady Windermere, dirigida por Otto Preminger, con George Sanders, Madeleine Carrol y Jeanne Crain; El retrato de Dorian Gray, de Albert Lewin, con George Sanders, Hurt Hatfield y Angela Lansbury; El crimen de lord Arturo Saville, uno de los sketchs de Seis destinos, de Julien Duvivier; El fantasma de Canterville, de Jules Dassin, con Charles Laughton, y La importancia de llamarse Ernesto, que emite TVE.
La importancia de llamarse Ernesto pertenece a la mejor etapa de la obra de este director cinematográfico, considerado como uno de los cineastas británicos por excelencia. Miembro de una familia de la alta aristocracia inglesa, Asquith se dio a conocer en 1929 con Underground, filme que le situó dentro del cine inglés en una cotización similar a la que entonces tenía en su país Alfred Hitchcock. Obtuvo su primer éxito mundial con Pigmalión, interpretada por Leslie Howard y realizada en 1938. Durante la guerra mundial fue llamado, junto con Hitchcock, por Hollywood, pero Asquith renunció y se quedó en las islas, trabajando para filmes de servicio público, de movilización, de guerra y de exaltación de la resistencia.
Finalizada la guerra mundial, pletórico de moral, Asquith recorrió con firmeza el mejor tramo de su carrera cinematográfica, caracterizada por un gran sentido de la autoexigencia, una renuncia a la cantidad en favor de la calidad y una innegable elegancia en la puesta en escena y la dirección de actores. Así nacieron sus mejores películas: Pleito de honor, en 1948, con Robert Donat; Investigación sobre una mujer, en 1950, con Dirk Bogarde; La versión Browning, con Michael Redgrave, en 1951, y La importancia de llamarse Ernesto, en 1952, otra vez con Redgrave.
No es casual que el nombre de Asquith y el de Redgrave aparezcan con frecuencia unidos en películas de éxito. Este excepcional actor, uno de los más sobrios y profundos del teatro inglés, sólo esporádicamente alcanzó en el cine la talla a que habitualmente se elevaba cuando estaba encaramado en un escenario. Junto con Jack Clayton, Joseph L Mankiewicz y Alberto Cavalcanti -en Suspense, El americano tranquilo y Al morir la noche, respectivamente-, sólo Anthony Asquith le proporcionó las plataformas cinematográficas adecuadas para que su talento manara a borbotones. El trabajo de Redgrave en La versión Browning es antológico, insuperable. Y en La importancia de llamarse Ernesto, aun sin alcanzar aquella cima, tampoco tiene desperdicio, como no lo tiene la presencia de la inefable, gruñona y entrañable Margaret Rutherford, a la que el domingo pasado pudimos ver en Campanadas a medianoche, de Welles, y que da otro curso de talento y gracia.
La importancia de llamarse Ernesto se emite hoy, a las 21.30, por la segunda cadena.
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