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Tribuna
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La estampa de los líderes

Se habla mucho de los altos dirigentes de RTVE que, tras imponer la realización de malos programas, malversan, al parecer, los fondos públicos. No se habla nada, en cambio, de esos llamados documentalistas que en la oscuridad hacen, las más de las veces muy bien, el trabajo efectivo. Quiero y debo empezar citando a dos jóvenes, no de la Televisión, sino de la Radio Nacional, Programa 3, Pilar Villar y María Rivera, porque a ellas se lo debo. Me hicieron hace pocos días una entrevista, precisamente acerca de los líderes, a partir de un excelente cuestionario elaborado por ellas mismas, y de la conversación han surgido estas líneas.Es significativo, por de pronto, que sólo a los deportistas, cuando van en cabeza de competición, y a los políticos que encabezan los partidos, les llamemos líderes: un aura, un glamour, una admiración colectiva han de envolver al líder para que éste sea considerado tal. El líder, en política, es una figura democrática. Mussolini, Hitler, Franco no fueron líderes, sino Duce, Führer y Caudillo, respectivamente. ¿Tienen algo en común con los líderes? Sí, el carisma. El carisma -en el caudillaje lo es en sentido fuerte, cuasi religioso, y hace aparecer a su poseedor ante la alienada masa como un iluminado, no se sabe por qué telúrica o divina deidad, para conducir a los suyos hacia el imperio del mundo.

Felizmente, en los tiempos de la mayoría de edad de los pueblos occidentales, y esto quiere decir democracia, ya no hay caudillos. Quedan, sí, sus anacrónicos sucedáneos entre nosotros: un Blas Piñar, repetición como farsa de José Antonio Primo de Rivera. Hay en Blas Piñar, además de su machuchez, una curiosa contradicción, llamémosla así, estilística: en las que él piensa sus mejores momentos, el intento de crear con su verbo un espacio sacro-político lleno de unción (dicho vulgarmente: de cursilería), mirífico efecto que él mismo destruye con su trasnochado fascismo vociferante y con sus ademanes y actitudes paramilitares. Contradicción que, en diferente registro, se da también en otro político que no tiene nada de líder ni, por supuesto, de caudillo, lo que no obsta a que pueda ser un buen gobernante: Landelino Lavilla. (El paréntesis que abro me va a servir para dos cosas: para hacer notar que estoy imitando a Umbral en el uso de las negritas y para preguntarme si, en el supuesto de que Landelino se hubiese propuesto ser un líder, en vez de ser compelido a ello, como yo creo, por una constelación de circunstancias, no habría tenido que empezar por cambiarse de nombre. ¿Se puede ser líder llamándose Landelino, palabra, por lo demás, de, al parecer, trabucada etimología?). La contradicción de Landelino Lavilla se halla entre su formalista y tecnicista comedimiento verbal y gestual y esa descompuesta exaltación que se ha apoderado de él al verse forzado a representar un papel que no le va.

Mas es hora ya de que hablemos de los líderes. Su carisma, ya lo hemos dado a entender, es, por decirlo así, mundano, una imagen suya que les convierte en estrellas (no del cielo, sino del espectáculo... político). Pero si distinguimos entre psicometría y sociometría (Moreno), debemos poner a un lado las estrelas que atraen y.hasta encandilan, estrellas de psicodrarna, estrellas del corazón, y poner al otro las estrellas de ese sociodrama que es la política y que se alzan para orientar y guiar. Es la diferencia entre Adolfo Suárez y Felipe González, los dos únicos españoles que, en principio, podrían opositar hoy al leadership. La transformación de Adolfo Suárez desde que cesó en el Gobierno ha sido extraordinaria, y yo diría que se ha reencontrado a sí mismo: ni presidente ni duque, sencillamente Adolfo Suárez, originariamente casi un underdog, un pillete de Cebreros que ha hecho carrera y que, superando envaradas timideces, ha dado con la imagen, con el papel que le corresponde y que, sin duda, le va a atraer muchos votos, especialmente femeninos.

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Tras lo cual, es forzoso con cluir que en la España actual no existe sino un auténtico líder político: Felipe González. ¿Lo es plenamente? Sí en cuanto poseedor de un carisma no duro, una aureola; sí en cuanto asistido de una autoridad espontáneamente reconocida; sí por la edad y por las experiencias generacionales que ha vivido. ¿También por su lenguaje? Felipe González es un líder que se siente ya gobernante y que por ello va dejando de ser juvenil (o guardando para la intimidad su juventud) y alejándose del lenguaje juvenil. No por su voluntad, sino por la fuerza de las circunstancias. Y son esa circunstancias las que decidirán la abstención del voto español más verdaderamente juvenil y también la votación, sí, pero sin entusiasmo, de otros que hace mucho tiempo que dejamos de serjóvenes.

Felipe González es, pues, el líder que, por anticipado, va cobrando figura de gobernante y jefe. La sociología política distingue claramente estas dos categorías, leadership y headship. El lector que me haya seguido hasta aquí estará extrañado tal vez de que aún no haya aparecido el nombre de Fraga. Y, sin embargo, no tenía por qué: no es un líder en el sentido estricto de la palabra. No tiene edad. para ello, no tiene aura, glamour ni lenguaje actual. Su tesitura le facilita comprender a los golpistas -de ninguna manera a la juventud y lo que en definitiva se propondría, de lograr la mayoría absoluta, sería dar legal, electoralmente, el golpe blando del regreso al franquismo tardío, su verdadera época.

Pero aun no teniendo Fraga leadership, ¿tendrá headship, será un jefe? Creo que no reúne las condiciones del jefe. Los dislates de palabra y obra en que ha incurrido cuando tenía poder, su irre frenable impulsividad, la garrulería incontrolable que le lleva a hablar por hablar y le arrastra hasta a faltar a la verdad, como en estos días, al intentar sacudirse la responsabilidad política de aquellos sucesos de Montejurra, que entonces, sin embargo, asumió, su histerismo en la madrugada del 24-F: todo ello muestra una falta de dominio de sí que, a mi parecer, le torna inseguro para la jefatura de un partido político, no digamos del Estado. Agréguese a ello el hecho de que la jefatura política se desdobla en nuestra época, y cada vez más, en, por un lado, la imagen del líder, que tiende a ser nada más -también nada menos- que imagen y, por otro, la ejecución efectiva a cargo de todo un staff tecno-burocrático. Ya hemos visto que Fraga carece de imagen de líder. Es menester hacer constar que ese fragor que, como su nombre, le acompaña siempre, no le deja oír a sus propios asesores. Por personas que han tenido que hacerlo se sabe lo difícil que es trabajar con él, en definitiva a causa de ese su fascismo visceral, que, según he contado en otra ocasión, un amigo mío francés percibió en él, tras un rato de escucharle y cuando no se conocía, menos aún fuera de España, su ideario político.

Y, no hace falta decirlo, también carece Fraga de las dotes de otro tipo de líder, el lider político intelectual, del cual, junto al liderazgo religioso-político, vamos a decir una palabra ahora. Fraga es catedrático y, como se sabe, gran opositor, pero no es, en sentido estricto, un intelectual, y no sólo por eso de que no sea de izquierda. Su aproblemático simplismo, su falta de rigor y precisión, su vulgaridad contractual, plagada siempre de lugares comunes, y también esas cualidades de las que parece sentirse orgulloso, la campechana gramática parda y el populismo, le sitúan en los antípodas del liderazgo intelectual. Y de que éste exista no hay duda: José Ortega y Gasset, Jean-Paul Sartre y Herbert Marcuse han sido claro ejemplo de líderes-maestros. Ellos son los sucesores de los líderes religioso-políticos propios de otros tiempos y que en éste, en muy diferente grado o intensidad de personificación, es verdad, no sólo en Oriente -Jomeini-, también en Occidente -Juan Pablo II- se busca, por algunos, actualizar.

La historia, en su transcurso, nos va presentando una sucesión de hombres-arquetipo, arquetipos cada uno de los cuales no lleva a cabo la abolición de los anteriores, sino solamente su progresiva y paulatina anacronización: Semidioses o Héroes, con mayúscula, héroes, con minúscula (en reciente coloquio televisado de La Clave se le puso, por un momento, en relación con los líderes políticos y, más detenidamente, con los campeones deportivos), mártires, guerreros, santos, militares, estrellas de toda clase y, entre ellas, preeminentemente, los líderes políticos. La época de los héroes solitarios no es la de la tecnología del heroísmo, convertido en profesión u oficio remunerado que entraña riesgo de la propia vida. Los mártires de hoy dan testimonio ante nadie en las cámaras de tortura, y los santos en la vida incógnita de cada día. El militar reemplazó al guerrero, y en las sociedades realmente democráticas el poder civil y el líder civil, al poder niilitar y al jefe militar. Las amigas al principio mencionadas me preguntaban por la radio si la figura del líder es plenamente, absolutamente democrática. Pienso, con ellas, que no: en una sociedad constituida como perfecta democracia, democracia no sólo en cuanto régimen político, sino también democracia como moral, en la cual, todos y cada uno de los ciudadanos asumieran, personal, participatoria y comunitariamente, su responsabilidad ético-política, no habría lugar para los líderes, no se sentiría su necesidad. Pero la perfecta sociedad democrática existe sólo como utopía y como vía o camino por el que, hacia una meta probablemente inalcanzable, debemos, sin embargo, avanzar.

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