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Tribuna
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Con el caballo ganador

Felipe González está haciendo una campaña de jefe de Estado bis. O, cuando menos, cabría aplicársele aquella observación del candidato recogida por las memorias de Galbraight: "Si para ser presidente tengo que estar todo el tiempo con los brazos por encima de la cabeza, no quiero el empleo". Así, nada de vallas de multitud, abrazos, estrechamiento de manos y otras concesiones alabadas por vana cordialidad electoral: diseño de campaña en tonos no excesivamente hirientes y con cuidado del desmelenamiento de las formas que puede esperarse de la tensión partidaria. Felipe acaba su arenga y, serio, se retira por detrás de los tinglados del escenario, un tanto impasible ante el griterío, como abrumado por una carga que ya siente sobre sus hombros, embutido entre gorilas físicamente pegados a él, y trepa rápidamente a su autobús electoral, que espera con las persianas de lona bajadas.Mítines sobrios, con escasa escenografia y aún menor profusión de banderas, eslóganes, focos, puños, cánticos y demás parafernalias mitinescas. Felipe llega, imparte su clase de magisterio de costumbres y al autobús, que abandona escopeteado la ciudad, como en un mensaje adicional y subliminal de que ya se ha perdido en este país demasiado tiempo y que el presente hay que administrarlo con criterios de usura.

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Ritmo infernal, que se traduce en los dos autobuses del Mundial (los de Perú y Austria), blancos con acribillamientos rojos, que ahora duermen bajo la ventana del hotel. Navega por las infames carreteras gallegas, haciendo suspirar a sus ocupantes por una cajita de Biodramina ante las excelencias de su suspensión. En ellas se trabaja, se lee, se discute, se dormita. En la noche, algunos autos que se cruzan con la caravana de autobuses (más tres coches con escoltas) hacen parpadear sus faros a modo de saludo. Vaguean las lunetas, empañadas por una calefacción excesiva; un periodista cabecea profundamente dormido, sujetando su boceto de crónica en la mano; el equipo de Televisión Española (que estrelló su auto hace unos días) revisa su vídeo a la luz espectral de la minipantalla de su cámara. Carretera, kilómetros, silencio, cansancio.

Felipe cuida su garganta: los gallos hacen terner por la suspensión de algún mitin. El martes suspendió una entrevista personal con un periodista que volaba con él a La Bacolla. Antes coincidió en Barajas con Adolfo Suárez, que tomaba el avión a Extremadura. En la primera fila de la clase turista, él -junto a la ventanilla-, Carmen -su mujer, cuya expresión y actitud son una suma de discreción por el elogiado papel decorativo que le toca desempeñar- y su jefe de seguridad. Toma tierra el avión entre bamboleos y maniobras inmisericordes, palpando el suelo entre una niebla reptante. Aplausos cerrados que se daban por perdidos. Comentarios a mi espalda: "Como la mayoría de los pilotos son de derechas, éste ha querido darle un susto a Felipe". El autobús surge por las tierras de Fraga.

Más gente mayor que joven. Una anciana espera dos horas en su aciago, mojándose, la llegada de Felipe. En Lugo, en fiestas, los jóvenes pasean y consumen la tarde en las cafeterías, a pocos metros del acto electoral, y otros siguen entusiasinados,bajo los paraguas. En Orense -dominio de UCD- es mayor el énfasis del público, y Felipe se crece y trepa por su afonía. Hace reír al auditorio ("Yo no sé si los socialistas sere mos capaces de Conseguir que Pío Cabanillas no esté en un Gobier no, aunque sea e4 nuestro". "Sólo catorce diputados de UCDse han quedado sin globito" -por las gabelas-). Y más cirio, un poco en la línea de aquel "anoche tuve un sueño" de Martín Lutero King: "Cuando venía aquí en mi coche pensaba en que si Fraga formara Gobierno, nos encontraríamos a Antonio Carro de ministro. Y yo no creo que el pueblo español quiera regresar a los Gobiernos franquistas" (entusiasmo generafl zado).

El mismo discurso

Obviamente, el candidato repite el mismo discurso, estructurado en segmentos móviles e intercambiables, automemorizados con el socorro de un magnetófono. Y su mensaje carece: de adherencias ideológicas e incluso partidarias; Felipe González, constante dos veces por día tres veces los festivos), da una lección de ética y de moral, y hay que trabajar y trabajar bien, y hay que cumplit los horarios; debemos ser solidarios; que se deben acabar los privilegios y los salarios multiplicados de los políticos en el poder; que este país yace, pero puede ser levantado por todos, y también a los empresarios deben exigirles rentabilidad y eficacia. . . Y alusiones explicativas y continuadas al apoyo que su partido continuará prestando a la escuela privada ("por más que yo me oponga a las escuelas privadas"). Apenas entra en la política diaria, excepción hecha de su condena encendida de golpistas y terroristas y de la lenidad del Gobierno para con los primeros.

Pero el grueso de su mensaje se reclama de la ética y la dignidad tradicional de la izquierda como un epígono de la sociedad fabiana. El cambio que vende el caballo ganador es la bisagra que gira desde el egoísmo hasta la generosidad, desde la indolencia hasta la actividad. No digo que el caballo ganador reúna tal repertorio de excelencias, pero sí que éste es el clarinetazo que significa la campaña que está haciendo. Su grito estentóreo: "¡Este país está lleno de agujeros!". O el ejemplo de Olof Palme, que gana menos que el jefe de Prensa de un organismo público español y abona al fisco sueco el 80% de su salario.

Lo dicho: ética y hasta estética del comportamiento público. Incluso sus contrarréplicas a Fraga siempre van teñidas de educación mordaza más de que el espeso acento sevillano acaba dejando romas muchas de las aristas. Es la llamada clásica de la izquierda, en un sentido amplísimo y poco conceptual, por la moralidad de la vida pública. Helga Soto, responsable de Prensa de este partido, pasaba hace unas horas por el legado de mamparas y pasillos del cuartel general electoral, a mis espaldas, en procura de la calle. "A la izquierda, a la izquierda". Me vuelvo, inquisitivo, y, sonriéndome con las cejas sobre sus ojos oxidados de azul, insistía suavemente: "Siempre a la izquierda".

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