Economía y cambio político en la España contemporánea / 1
Hace cien años, Luis Adaro, uno de los industriales españoles más capaces de la Restauración, reclamaba, después de los sucesivos vaivenes económicos y políticos anteriores, un programa económico adecuado para España, donde "nuestros hombres públicos tendrían un gran papel que llenar si, prefiriendo a las cuestiones políticas -que pueden interesar a muchos- las económicas e industriales -que afectan a todos-, se dedicasen con criterio racional y práctico al estudio de todas aquellas reformas que, estando en armonía con la manera de ser y con las necesidades del país, significasen para éste un beneficio y un verdadero adelanto".La conocida fórmula menos política y más administración aparecía una vez restaurado el régimen monárquico constitucional y consolidado el sistema político canovista. Un siglo después, también el nuevo poder político que resulte de las próximas elecciones va a tener que abordar prioritariamente, con criterio racional y práctico, los problemas derivados de una administración absoluta y una economía en crisis.
Cambio político y economía
Cambio político y economía aparecen estrechamente unidos durante toda la historia contemporánea española. Durante la primera mitad del siglo XIX, en efecto, las anteriores dificultades económicas y los problemas de la hacienda se agudizaron gravemente con la guerra de la Independencia, la pérdida de las colonias continentales americanas y la primera guerra carlista, que fue sobre todo el resultado de la tenaz resistencia del absolutismo fernandino a la implantación del régimen constitucional.
El aplazamiento durante casi tres décadas del cambio institucional hizo más urgentes las soluciones; pero la crisis económica había devenido tan profunda que las medidas del nuevo sistema político se limitaron a recaudar fondos para hacer frente a las deudas: la desamortización de Mendizábal y la política tributaria de Alejandro Mon tenían, en realidad, como objetivo principal suministrar fondos a un tesoro exhausto.
Así que, mientras los principales países europeos estaban en plena revolución industrial, invirtiendo dinero público en construir ferrocarriles, levantando altos hornos e incorporando el vapor al proceso productivo, aquí buscábamos recursos para atender los más urgentes compromisos financieros, seguíamos utilizando la energía hidráulica en muchas industrias, el carbón vegetal en la elaboración del hierro y el carruaje en los transportes.
Hasta 1855-1856, después del cambio político que llevó a los progresistas al poder, no se adoptaron resueltamente las medidas económicas tendentes a incorporar a España a la era industrial en marcha: las leyes ferroviarias y bancarias abrían las puertas al capital y los hierros extranjeros para financiar y construir los ferrocarriles que la economía española necesitaba para poder desarrollarse.
Estas medidas contribuyeron a que en pocos años se instalasen muchos kilómetros de vías férreas. Pero una década después, la venida de los hierros libres de derechos arancelarios mantenía en la infancia a las modernas industrias metalúrgicas del norte (Asturias y Vizcaya), principales consumidores del carbón mineral. La agricultura seguía siendo autárquica o atendía una demanda generalmente local. Y la industria textil catalana empezaba a sufrir los efectos de la guerra civil americana. En 1865, la industria básica, las explotaciones hulleras, la agricultura y la industria textil o no habían despegado o estaban en retroceso. La oferta de transporte era ahora superior a la demanda. El crónico déficit de la hacienda consumía el exceso de capital circulante. En consecuencia, cuando ese año empezaron a retirarse los capitales extranjeros, sobrevino la crisis.
Teorías frente a la crisis
En 1866, en plena crisis económica, se realizó la encuesta industrial más interesante del siglo pasado, la Información sobre el Derecho Diferencial de Bandera, para consultar la política económica a seguir que proponían los empresarios hulleros, siderúrgicos, algodoneros y distintas asociaciones económicas. Dos posiciones se enfrentaron abiertamente: los librecambistas, que pedían el fin de las barreras arancelarias para favorecer la venida de productos extranjeros más baratos que fomentasen el consumo y la producción propia, y los proteccionistas, que consideraban que esta apertura del mercado arruinaría la débil economía industrial del país.
Las posturas encontradas retrasaron las soluciones. Pero la persistencia de la crisis económica propició, finalmente, el cambio político; esto es, la caída de Isabel II en 1868. "La industria ha saludado con alegría", escribe un texto económico de la época, "la nueva era en que ha entrado el país y el aura de la libertad que ha refrescado todas las frentes". Y como ni el proteccionismo económico tradicionalmente aplicado ni la venida de capital extranjero habían producido los resultados positivos esperados, se hacía necesario el cambio.
Sobre todo, el cambio económico: en 1868, el nuevo poder político reformó el viejo sistema de pesas y medidas, incorporando el sistema métrico, y alteró la base monetaria, imponiendo la peseta; en 1869 cambió radicalmente de política económica, aprobando el arancel de Figuerola, que introducía el librecambio. Por primera vez triunfaba en España la corriente económica de los que reclamaban la supresión de los aranceles de aduanas; y defendían el libre comercio.
Se intentaba de nuevo, por otro camino, la incorporación a Europa, a la industrialización, para lo que había que abrir nuestro país a los económicos productos extranjeros, que estimularían a medio plazo el ahorro social y la renovación de la producción nacional. Y también se facilitaba la libre salida de los recursos mineros españoles, que acrecentaría el dinero de todos. Con la aparición de la I República en 1873, España se disponía a iniciar una nueva etapa histórica.
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