Austeridad, autoestimación, 'paideia'
Estamos a 1982, y todo hace pensar que el apetito de bienestar material seguirá siendo el empuje social más importante de los próximos años. Lo cual es comprensible. Nuestra configuración mental sigue siendo la misma que teníamos antes de la crisis. Este es un mundo de desfases, y sólo en rarísimas ocasiones se produce el milagro de dar en el clavo. Una esperanza está hoy en la tecnología avanzada. Leo en alguna parte que en 1990 se trabajarán 32 horas semanales, y que se llegará a veinticinco horas en el año 2000. Dícese que la informática va a revolucionar la vida cotidiana; que las compras, y su correspondiente pago, se realizarán por computadoras desde el propio domicilio de cada cual; que algún día apenas circularán ya los billetes de banco; que la televisión por cable permitirá a los estudiantes ahorrarse muchas horas de clases académicas; etcétera.No me río de estas previsiones. Creo que la preocupación por el abaratamiento de los costes será un factor decisivo, origen de muchos desplazamientos sociales. Y ya puestos en ello, me
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gustaría interpolar un tema: será preciso mantener la creatividad de los ancianos. Porque cada vez habrá más ancianos, y porque la vejez no debe ser decrepitud, sino acumulación de experiencias transferibles. Ahora bien, lo que hoy quería exponer es algo previo a todos estos análisis y predicciones. Se trata de que ninguna revolución tecnológica servirá para nada si no cambiamos en profundidad nuestra mente, es decir, nuestra cultura. Cambiar la cultura: se dice pronto. Y, también, se fracasa pronto. Pero precisamente se puede comenzar con esto: con la conciencia del acorralamiento. Ocho cientos millones de hambrientos en el Tercer Mundo y una inmensa cifra de personas angustiadas en el mundo desarrollado, éste es, aproximadamente, el panorama. Y cada uno de nosotros, controlando cada vez menos las variables que definen el juego; cada uno de nosotros, casi a la deriva.
Casi.
Porque todavía nos tiene en pie (a algunos) una cierta aspiración a reordenar el caos, a modular la antorcha que nos entregaron los ya muertos, a generar un nuevo estímulo antes de hacer mutis. Y lo primero a constatar, me parece, es lo siguiente: está en el aire la exigencia de una nueva austeridad. Algunos intentan regresar a los esquemas varoniles del sistema de libre mercado: la socialdemocracia centrada en la redistribución de la renta habría agotado ya su ciclo. La socialdemocracia sólo produce déficit en el sector público y desmoralización en el empresariado. Bien; toda crítica es saludable. Lo que está menos claro es la terapia. ¿Es que no acaban todos los sistemas actuales en el déficit público? ¿Es que las contradicciones de cualquier Estado no acaban financiándose con la inflación? Por otra parte, ¿qué hace el sistema de libre mercado con aquellos a quienes el dinero no estimula? ¿Qué hace con los débiles? ¿Con los enfermos? ¿Con los artistas? ¿Qué hace con los valores extramercantiles? ¿Qué hace, incluso, con las empresas malheridas? Un gigante de la industria alemana hizo reciente suspensión de pagos. ¿Habría que dejarla morir, o será mejor que se arbitren fórmulas no del todo ortodoxas?
El liberalismo económico alberga una excelente intuición: éste es un mundo de riesgo, y quienes no se adapten a la nueva situación de hipercomplejidad lo van a pasar mal. Muy cierto. Lo que ocurre es que la hipercomplejidad es mucho más que el sistema de mercado -aunque no elimine los mercados-. Y yo estimo que lo que procede es, ante todo, una nueva educación general, una nueva paideia, un cambio global de cultura y sociedad, que conduzca a tomarle un gusto nuevo a lo difícil, y a una nueva libertad que sea, simultánea mente, seguridad y aventura. Infraestructura social y,margen de maniobra. Un planteamiento que ha de ser a la vez planetario y local. Y aquí, un inciso: confío en que se inicie un proceso de hibridación y mestizaje universal en correspondencia con una nueva conciencia ecológica / planetaria.
Pero a lo que íbamos. Aquella vieja austeridad cristiana, y antes que cristiana estoica, convendría recuperarla. Desde otras cotas y bajo otro contexto, pero recuperarla. Aquel extraño ascetismo monástico convendría volver a él. Con diferentes reglas, o acaso sin reglas, pero volver a él. Pienso que ascetismo ecológico y despilfarro imaginativo pueden conciliarse. Podemos admitir que el ciclo de la socialdemocracia permisiva ha concluido. Pero no para volver a un brutal sistema mercantilista, sino para inaugurar otra cosa, otra cosa híbrida, más nueva y más compleja. Es una cuestión de autorregulación y de cultura. Es una cuestión, en primer lugar, de paideia, de educación y estímulo. Los años sesenta crearon el hábito de la facilidad y el mito del paraíso accesible. El contexto general era, efectivamente, el de la socialdenicoracia permisiva, que hizo que se bajaran las defensas y se subestimara la dificultad de existir. De pronto llega la crisis y los jóvenes no encuentran empleo. Y los viejos no encuentran teoría para encuadrar la crisis. Para ese choque brutal, unos buscan la evasión; Ptros, la regresión; en cualquier caso, la simplificación, la única actitud que no sirve.
Me preocupan particularmente los grandes perdedores de la crisis económica, la gente joven. Parecen muy poco preparados para un mundo donde la incertidumbre reaparece. Para ese choque brutal, algunos sucumben a una anestesia todavía más brutal: la droga. La evasión preedípica. En el fondo, se dirime una opción entre la vida y la muerte, entre la autorregulación creadora y una mística degradada de la nada. Se diría que la droga es una versión trastrocada del viejo tema de Aquiles: El héroe griego escogió una vida breve y gloriosa; los drogadictos escogen una vida breve y nirvánica. Pero que al final no siempre resulta ser breve, aunque sí infernal. Es sabido que nuestro cerebro segrega ya bastante morfina para neutralizar la herida peculiar de Sapiens: la autoconciencia. Pero los drogadictos piden la anestesia total: perder toda libertad real y convertirse en unos marginados absolutos, para quienes lo único real es, precisamente, la irrealidad del cuelgue. Por esto algunos yonquis son capaces de mentir, robar y delinquir tranquilamente, sin culpabilidad alguna, porque nada de eso (robar, delínquir, etcétera) es para ellos real. Sólo hay una realidad, que, paradójicamente, es la irrealidad.
Dejando aparte la enorme influencia de los mercaderes de la droga, que no vacilan en destruir a la juventud con tal de obtener beneficios, hay también latente un complejo factor cultural. Algunos jóvenes han comprendido que el mundo no tiene por qué ser un valle de lágrimas y que la solidaridad no tiene por qué basarse en los sentimientos de culpa. Pero ¿hemos sabido configurar el nuevo marco cultural correspondiente a tal planteamiento? ¿Hemos sabido ir más allá del judeocristianimo?
Nuestros hijos ya no quieren ser ingenieros, médicos o electricistas: lo que quieren es seguir en la infancia. Ha influido, efectivamente, una educación permisiva. Frente a lo cual, no pocos especialistas se inclinan hoy por la vuelta a un cierto rigor, control o autoridad.
El retorno del superego
Lo que ocurre es que habíamos iniciado el proceso hacia una cultura sin pecado original y, por el momento, seguimos tanteando. Porque el caso es que una sociedad pluralista no puede imponer códigos totalizadores. Una sociedad pluralista ha de encontrar su estímulo -su autoestimación, diría yo- en su mismo pluralismo. La vieja educación uniformizaba a todo el mundo. Hoy se trata de recuperar las diferencias; ensayar un nuevo gesto crítico. Procede movilizar recursos dormidos en la propia psique, en el sistema de la personalidad; actualizar lo que, en otro lugar, he propuestó denominar margen. A conciencia de que el margen (individual) se inscribe en el margen (ecológico). Hace falta un amplio repertorio de espacios sociales para que sea posible una multiplicidad de alternativas de realización. Es preciso superar la falsa dualidad entre trabajo. y ocio.
Naturalmente, la gran cuestión está en el cómo. ¿Cómo movílizar toda esta energía latente? La pregunta conduce directamente al corazón de la nueva paideia. Cavilo que estamos en un mundo al revés, educativamente hablando. La sociedad gratifica y honra a los profesores universitarios y deja a la buena de Dios la primera y la segunda enseñanza, que es cuando realmente se decide todo. ¿Nos hemos parado a pensar en las inmensas reservas de curiosidad que almacena todo niño y en el poder motivador de esta curiosidad? Si hemos de diseñar un nuevo espacio cultural y un nuevo empuje creador, habrá que comenzar desde muy pronto. El placer indagatorio es uña fuerza espontánea que está dentro de cada uno de nosotros. Lo que ya se advierte -y es el famoso tema del fracaso escolar- es que el rendimiento del sistema educativo es ridículo. También se advierte que ya no nos sirve una sociedad donde la innovación se convierte en mero flujo mercantil o en mero flujo burocrático. Se trata de otra cosa.
Enfrentarse con esa otpaposa es, ante todo, un problema interdisciplinario de diseño. Individual y colectivo. Y no está de más recordar la complejidad e inexistencia del modelo, incluso en épocas de agitación electoral. Yo sugiero, para terminar -y para comenzar- que cada cual trate de incrementar la cota de su
autoestimación. Entendiendo por autoestimación el ejercicio no disociado de existir, del otro lado de la culpa, de la angustia y de la droga.
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