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Cómo queremos ser gobernados

Hartos estamos los españoles de grandes frases y promesas. Y por eso querríamos todos decirle al Gobierno que se forme después de las próximas elecciones lo que piensa mucha gente. Y pedirles también a los políticos que aspiran a conquistar el poder que no nos quieran envolver ahora con palabras rimbombantes y afirmaciones desmedidas, que nunca van a cumplirse en nuestro actual contexto de crisis.Tenemos muchos problemas en nuestro país, y los padecemos en los más diversos niveles (político, económico, social, cultural y religioso). Pero el principal de todos es el desánimo que ha cundido por arte de lo ocurrido en estos últimos años. Una fuerte desesperanza nos invade, porque nos dijeron que las cosas iban a discurrir de otra manera; y no nos esperábamos el deterioro que estamos padeciendo, y cuya más visible expresión se centra en la extraña crisis económica que nos invade; porque aparentemente todo el mundo vive bien y, sin embargo, todos vivimos peor. Lo que estamos viendo de pronto es que no podemos vivir anhelando cada vez más y obteniendo cada vez menos. Ni tampoco podemos estar falsamente asentados en un suelo material movible que no sabemos cuánto tiempo podremos durar sobre él. Somos un falso coloso con pies de barro. Por eso, la inseguridad acerca del futuro nos empieza a preocupar seriamente; y esta inquietud se produce en todos los estamentos de nuestra sociedad.

Las declamaciones ideológicas no nos sirven en este momento, porque aquello en que se asientan las ideas está fallando.

Y por esta razón los ciudadanos hemos llegado a un consenso tácito al percatarnos de ello, pidiendo todos los hombres de la calle casi las mismas cosas.

Es un hecho que nadie nos gobierna ahora, porque no hay plan que inspire las actuaciones del poder público; desde hace demasiado tiempo nuestros líderes dejan correr las cosas. Cuando más, si es que se deciden por sacar a la luz pública algún decreto , -ahí está, por ejemplo, el del transporte escolar-, no se miden las consecuencias reales de cada nueva disposición legal. No se mira a la calle, sino que se está pacíficamente arrellanado en el sillón de su despacho, y el que manda, y a veces la propia oposición, le distraen en una nebulosa conversación entre ellos que no pone casi nunca los pies en la tierra.

Si en las alturas se pusiera un poco más de atención para saber lo que dice el hombre común -el especialista en las cosas generales que afectan a todos- escucharíamos el excelente plan de gobierno que necesitamos, y que deberíamos exigir -tanto a los que gobiernen como a los contrarios- cuando pasen las elecciones.

Este plan sencillo, que resume los deseos populares, trataría de conseguir con decisiones simples, pero firmes, un saneamiento de toda la actividad pública. Desde el ciudadano que se encierra en su casa sin mirar hacia fuera, para no complicarse la existencia, pasando por el profesional -profesor, médico, ingeniero, abogado, etcétera- que sólo mira hacia él, desentendiéndose de su responsabilidad cívica, y llegando hasta el político, que cree ser el propietario del poder que le concedió el pueblo, usándolo en demasiadas ocasiones para ventaja suya y de sus amigos.

En una palabra -y dejándonos de moralidades-, lo que necesita nuestro país es una mayor eficacia social por parte de todos. ¿Cómo? Evitando, en primer término, la complicación y confusión legal que hoy existe (todavía están en vigor muchas leyes que inspiró el régimen anterior y que son anticonstitucionales en la teoría y en la práctica). Exigiendo al que tienen un puesto social responsable que cumpla las reglas elementales de eficacia

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que requiere su actuación. Y evitando radicalmente los abusos a los que el país se está acostumbrando.

Ningún revolucionario radical es quien detectó entre nosotros estos males. Algunos de ellos son endémicos y vienen de antiguo. Los denunciaron personas moderadas, pero cívicamente honradas y sinceras, que no fueron escuchadas. ¿Y no podríamos hacer ahora un pacto tácito todos los españoles para presionar sobre los políticos y, forzarles a que realicen este saneamiento social en ellos mismos y en los demás? .

En el siglo pasado pedía Jovellanos "disminuir las leyes al mínimo", para lo cual habría que derogar las que están desfasadas respecto a nuestra Constitución y desarrollar las que sean acepta bl.es para que sepamos a qué ate nernos en la práctica. Y, sobre todo, hacer cumplir lo que es de cajón para sanear toda actividad que sea pública.

Por aquel tiempo pedía también Martínez Marina 'reducir al mínimo' aquellos empleados. públicos que no contribuyan con sus brazos y c6n su industria al multiplicar el bien y la riqueza nacional". Y para eso hay que racionalizar su trabajo, darle eficacia, evitar que en cualquier centro oficial o paraestatal sobren empleados y en otro falten; o que se tengan que hacer colas interminables por esta causa, teniendo que escuchar las contestaciones destempladas. que a veces ocurren.

Respecto a las cargas que sufre el ciudadano, exigía este último "la moderación y justa igualdad de los impuestos". Porque hoy, las pequeñas y medianas, empresas están injustamente discriminadas respecto a las grandes, concretamente, en el impuesto de radicación y en las cargas sociales que pesan sobre ellas; y los ciudadanos de alto poder económico pagan proporcionalmente menos que el pueblo que constituye la sufrida clase media española, la cual desconoce los trucos legales para pagar menos al Estado.

Los moralistas españoles de ayer cuando no caían en recetarios indigestos- ponían el dedo en la llaga, sin ocultar su fundada inquietud respecto a nuestra falta: de responsabilidad social, y decían que "se va contra la justicia distributiva cuando, tratándose de cargos públicos (médicos de la Seguridad Social, profesionales al servicio público, concejales y diputados provinciales, políticos del Gobierno o de la oposición), se ejercen éstos en provecho propio, o de tercero, o se confieren a personas ineptas". Allí donde el egoísmo maneja la cosa pública, por dejadez o para beneficio de uno mismo o de los correligionarios y amigos, tiene radicalmente que terminar,

Pero ¿por qué ocurre esto, y seguiría ocurriendo, si no porque no exigimos a nuestros líderes un radical cambio de perspectiva? La culpa está en "nuestras muchas pasividades, porque nos encogemos de hombros y no queremos metemos en nada para evitar complicaciones", o bien porque "d1nos. los votos á la ligera", o por aceptar «presiones sobre jefes y recomendaciones políticas", que parecen a veces ' el único camino eficaz para conseguir nuestros derechos. Y "esto da como resultado que los asuntos públicos vengan a caer -en estos casos- en manos inexpertas o indignas".

Entonces, ¿qué actitud hemos de adoptar? 'Dar la cara con valentía y exigir la rectificación total de estos procedimientos con miras al bien común".

Así se conseguirá menos gasto público inútil, menos agobio impositivo sobre los ciudadanos y Ias empresas, más eficacia social y, además, nuevos puestos de trabajo al impedir la proliferación de aquellos cargos de incidencia pública remunerados y concentrados en una sola persona. Nuestra regla tendría que serun hombre, un cargo". E inmediatamente se podrían cubrir miles de puestos, que están hoy acumulados en un solo individuo. todos los que ejercen, de un modo o de otro, una función pública, y caen en ese' defecto, tendrían que apretarse el cinturón, pero lo harían para bien de esa justicia distributiva, que es la que más se necesita en nuestro país.

El peligro está, sin embargo, en nuestra palabrería. Porque los españoles -como decía nuestro clásico fray Antonio de Guevara- "todos reniegan de la pereza, y a todos veo ociosos". Racionalizar y sanear toda actividad pública daría como resultado una. verdadera revolución, que tendría la ventaja de ser pacífica y verse pronto sus buenos resultados, sin esperar ¡grandes planes de laboratorio ni a grandes leyes o decretos.

Y no es lo que la gente pide a nuestros políticos para después de las elecciones.

Enrique Miret Magdalena es ensayista

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