Cien años de enjuiciamiento criminal
Hace ya más de dos siglos que Cesare de Beccaria en De los delitos y de las penas, ese espléndido fruto del pensamiento jurídico ilustrado, se refería al modelo procesal-penal a la sazón vigente como aquel en que "el juez se hace enemigo del reo". Y así era, en efecto, en el proceso inquisitivo, dirigido contra un presunto culpable (con" un estatuto mixto de pecador-delincuente), sin más recursos defensivos que la propia capacidad de aguante en el tormento como forma de impresionar favorablemente acerca de su inocencia a los encargados de juzgarle.Fueron, como se sabe, necesarios largos años de esfuerzo teórico y, sobre todo, de lucha política para que junto al resto del aparato linstitucional del ancien regime cayera la bien llamada justicia de gabinete. Ese eficacísimo instrumento de control social, excrecencia inevitable y natural de todo poder concentrado e infiscalizable.
La Francia de la Revolución fue, en ésta cómo en tantas cosas, el punto de partida de una nueva experiencia. La asunción del principio de división de poderes, de la ley como expresión racional de una voluntad colectivamente formada por representantes electos, el reconocimiento en el individuo en cuanto tal de determinados derechos, tuvieron una inmediata repercusión procesal. Al comienzo, con la instauración de un proceso básicamente fundado en el principio acusatorio (caracterizado por la libertad de acusación y de defensa, la publicidad y oralidad del procedimiento, la intervención del elemento popular en el juicio y la libre apreciación de las pruebas). Más tarde, a partir del Code d' instructión criminelle, de 1808, expresivo en este ámbito de un cierto retroceso desde el inicial radicalismo democrático-popular, median te la consagración del que se ha conocido como sistema mixto, por que combinaba los antecedentes inquisitivo y acusatorio. Aquél como inspirador, desde este momento tan sólo de la fase de instrucción, que haría provisionalmente del reo objeto pasivo de investigación de un marco de secreto. El segundo, informador del plenario o juicio propiamente dicho, en el que a través de una contienda pública entre acusación y acusado, dotado éste ya de plenas posibilidades formales de defensa e igualdad de armas, tendrá que surgir la convicción racionalmente fundada en la conciencia de los jueces, en general ya magistrados profesionales.
Pues bien, después de algunos interesantes precedentes que aquí no cabe examinar, el esquema procedimental del Code fue francamente acogido por nuestra ley, ahora centenaria. A la que seguidamente se dotaría de la correspondiente infraestructura orgánica, en cuanto presuponía un nuevo orden de tribunales. Con ello, nuestro proceso criminal se despegaba del antiguo régimen. Algo, por otra parte, perfectamente claro a los autores de aquélla, entre cuyos propósitos confesados contaban que "la suerte del ciudadano no esté indefinidamente en lo incierto, ni se le causen más vejaciones que las absolutamente indispensables para.la averiguación del delito y el descubrimiento del verdadero delincuente", así como "que la pena siga de cerca a la culpa para su debida eficacia y ejemplaridad". (Expresiones de contenido aún claramente reivindicativo al cabo de cien años.)
Es muy probable que la Ley de Enjuiciamiento Criminal (ya sabemos lo que son las exposiciones de motivos) no fuera nunca el cauce realmente adecuado para ir directamente al encuentro de aquellos pbjetivos. (¿Sinceramente queridos desde el poder?) Por otra parte, el propio sistema mixto acogido como modelo, con su contradictonedad inmanente, no era la menor de las dificultades en el camino hacia los fines supuestamente perseguidos. Además, aquel, texto era parte, al fin y al cabo, de un ordenamiento caracterizado como derecho igual, pero paradójicamente preordenado al mantenimiento de la desigualdad social. Y serían también posibles muchas otras objeciones, tal vez ciertas...
Con todo, la verdad es que nunca el proceso penal español, considerado en su conjunto, ha estado más cerca (aun estando naturalmente bien lejos) de permitir que los juzgadores pudieran realmenie "ayudar a la libertad", como quería, o decía, el Rey Sabio. A tal extremo es así que,toda la obra legislativa posterior con incidencia virtualmente derogatoria sobre el texto inicial, con la disculpa de salir al paso de nuevas necesidades represivas, ha supuesto, en general; un franco retroceso frente a la línea de principios y al modelo implantado por nuestra vieja-nueva ley. A la que, al mismío tiempo, implícitamente se convertía en fácil chivo expiatorio de las insuficiencias de la,respuesta institucional a una criminalidad que se ha dicho siempre creciente.
Funciones de instruir y juzgar
Así, y por vía de ejemplo, las funciones de instruir y juzgar se han concentrado en el mismo órgano en un importante porcentaje de las actuaciones jurisdiccionales. Conductas conminadas con penas realmente graves (eventualmente, hasta de seis años de privación de libertad) pueden ser objeto de un tipo de procedimiento francamente insatisfactorio en cuanto a su eficacia garantista. Cabe juzgar al reo en su ausencia en ciertos casos. Se ha reforzado la función d el fiscal frente a las demás partes, en perjuicio del principio de igualdad. Existe un fuero especial para la policía. El tiempo de detención no-judicial se ha ampliado de 24 a 72 horas y, finalmente, hasta diez días en algunas leyes. Se ha endurecido notablemente la disciplina de la prisión provisional, al extremo de que el principio general de libertad del imputado antes vigente pudiera haber sido sustituido, por su contrario. Unajurisdicción especial monopoliza el conocimiento de un importantísimo conjunto de materias, hasta elpunto de hacer ilusorio el principio, del juez natural, y no digamos el de inmediación o de proximidad de la justicia a sus eventuales destinatarios. Y, sobre todo, al amparo de una legislación excepcional, tendencialmente expansiva, se ha reconocido,en términos de extraordinaria amplitud, a órganos dependientes del Ministerio del Interior, importantes atribuciones para la adopción de medidas de carácter irreversible de enorme incidencia sobre la libertad de las personas, al margen de cualquier real posibilidad de control judicial. Por no hablar, en fin, de lo que en materia puramente represiva ha cabido y cabe con base en ese código penal paralelo que es la Hamada Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social...
Situación caótica
Todo esto hace que llevados por la efemérides a discurrir en clave conmemorativa, se sienta la tentación de pensar que tal vez no quepa mayor justicia para con nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882, que la que implica reconocer que es preqisamente ella en su significación original la que menos tiene que ver con la caótica situación que constituye el presente estado de cosas. Porque se ha hecho en buena parte a sus espaldas, cuando no francamente contra la misma, sobre todo en las últimás décadas y por un orden político Sin la pasión de la libertad ciertamente. Mucho más empefiado en la fácil tarea de eliminar trámites, en ocasiones como quien poda, cual si en ello no le fuera nada al régimen de garantías que decía preocuparle, que en preguntarse desde el fondo por cuáles pudieran ser las condiciones para dar efectividad a un modelo de enjuiciamiento. No el mejor, ya lo hemos dicho, pero aquí ciertamente nunca mejorado. Más bien al contrario, empobrecido y degradado por obra y gracia de toda una serie de circunstancias entre las que la endémica falta de medios, aunque parezca mentira, tal vez no sea la más importante.
La historia ha querido que el centenario de la (tan escasamente vigente) Ley de Enjuiciamiento Criminal vaya a coincidir con el momento de elaboración de la Hamada,a sustituirla. Es la hora de afrontar desde la Constitución las exigencias que un Estado social y democrático de derecho plantea en el ámbito del proceso penal. Algo, por cierto, que en una ocasión cercana ha sabido hacerse y de forma que apunta hacia lo que podría ser vía adecuada: la iniciada por la ley de 4 de diciembre de 1978, al extender al sumario los principios de igualdad y contradicción, lo que constituye, con toda probabilidad, la única reforma decididamente progresiva de un Código procesal que, desde luego, había merecido mejor suerte, y en todo caso, es un luminosopunto referencia en el difícil camino hacia la democratización de ese área de nuestras instituciones.
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