Cara y cruz de un viejo sistema judicial
Al largo silencio que, desde su suspensión en septiembre de 1936, recayó sobre la institución del jurado en España ha sucedido, desde su reconocimiento en la vigente Constitución, una campaña, aparentemente bien programada, de información periódica a la opinión pública, de presión sobre los poderes públicos, de captación de adeptos, todo ello con la común meta de promover la ley reguladora del juicio por jurados que el artículo 125 constitucional prevé. Sin duda ese plan divulgativo se ha beneficiado del efecto multiplicador que habrá producido un no lejano programa televisivo dedicado monográficamente a la participación popular en el desempeño de la justicia, En él tuve ocasión de intervenir, aunque no el tiempo suficiente para exponer algunas ideas que, tal vez, sólo superficialmente fueron apuntadas.Recapacitando sobre cuanto en torno al jurado allí se dijo y a la vista de los diversos artículos periodísticos que en los últimos meses se han ocupado de él, sospecho que el telespectador o el lector pueden sentirse inducidos a opinar, no sin cierto fundamento, que en los medios jurídicos existe un criterio homogéneo y favorable al inmediato restablecimiento del juicio por jurados, y que sólo razones políticas o intereses de partido retrasan ese acontecimiento, amparándose en que la Constitución no fija plazo para ello y en la acomodaticia interpretación de la ambigua terminología del precepto constitucional. Tal hipótesis no es totalmente acertada y puntualizar sobre este extremo es el objetivo de las presentes líneas.
El jurado, a pesar de que su nacimiento tuvo lugar hace más de 160 años, sigue siendo un desconocido, incluso para un amplio sector de la vida jurídica del país, y el recuerdo de los poco edificantes tribunales populares, fórmula desvirtuada y última manifestación juradista en la España de la guerra civil, hizo del jurado para muchos una reliquia histórica irrecuperable, lo que obliga ahora, una vez más, a sus defensores a partir de cero, a volver al punto de salida.
Mis abundantes conversaciones -por razón de mi circunstancial especialización investigadora -con profesionales del derecho y con personas muy ajenas a este campo, teniendo el jurado como telón de fondo, me permiten interpretar que no todos los que se proclaman a priori juradistas profesan un mismo grado deconfianza y afección hacia el sistema. No me incluyo, entre quienes lo esperan todo del jurado, aunque tampoco me considero enemigo de la institución. Creo hacerme eco de una opinión muy generalizada si digo que me preocupa no tanto el que llegue a haber o no un día tribunales de jurados como el que la justicia se cumpla mejor, que sea -valga la redundancia- más justa y eficaz.
Bienvenido sea el jurado, si es la fórmula garantizada para conseguir esa finalidad. Pero sea bienvenido no por ser expresión de libertad, ejercicio democrático o medio de llevar el principio de la soberanía popular a la esfera de la administración de justicia, que son fundamentos ideológicos no exentos de cierta carga de demagogia, sino porque sea cierto, como han reiterado los juradistas desde el siglo pasado, que el jurado es el correctivo de una justicia profesional "deshumanizada y rutinaria"; que es un sistema de aproximar la justicia al pueblo y hacer que la sociedad se sienta mejor comprendida cuando quien juzga es el hombre de la calle, de conciencia virgen, aunque inexperto; que, al tiempo que alivia de trabajo al juez, le aporta un mejor y- más directo conocimiento de los hechos y le permite compartir la responsabilidad de la función judicial; que imprime celeridad e inmediatez a los juicios; que potencia la oralidad; que economiza costes...
Razones
No discutiré aquí estas posibles ventajas del jurado ni referiré las réplicas que, desde la teoría o a la luz de la experiencia, han recibido estas afirmaciones. Pero desde una posición realista, me atrevo a manifestar que si los defectos de la Administración de justicia pudieran corregirse mediante la reforma de la legislación procesal y judicial vigente, sin recurrir a aventuras innovadoras de dudosa eficacia, acaso fuese innecesaria -no obstante, el inconcreto mandato constitucional- la introducción del jurado en nuestras leyes y en nuestras costumbres. He aquí algunas de las razones que me inducen a pensar así:
La experiencia histórica del jurado en España ha sido poco satisfactoria y nada propicia a despertar adhesiones masivas, acaso por los errores congénitos de las diferentes leyes reguladoras de aquél, tal vez porque, fácil presa de proclamas e intereses políticos, recayeron sobre él las consecuencias de los avatares y del apasionamiento políticos, o quizá porque nunca gozó de una acogida entusiasta ni encontró un ambiente social benigno. No sé si ese ambiente sería hoy más favorable. Tengo mis dudas, pues pienso que la sociedad sigue siendo refractaria a cuanto comporte nuevas responsabilidades, y el ser jurado supone una importante carga.
De otra parte, la inestabilidad social y política, la relajación de las costumbres y la idea, extendida y desgraciadamente confirmada en parte por las estadísticas, de que existe un no despreciable clima de impunismo, constituyen condiciones poco oportunas para el nacimiento del jurado. El elevado índice de la criminalidad y la lacra del terrorismo, especialmente preocupantes en determinadas regiones, exigirían de los jurados en su actuación un espíritu heroico en ocasiones (que el ciudadano medio está lejos de ofrecer, por lo general), a fin de que la justicia popular no se convierta en el más firme seguro de impunidad. Finalmente, dudo que la conciencia ciudadana, ya retraída ante el cómodo ejercicio del sufragio electoral, se transforme taumatúrgicamente cuando se trate de participar en una función de Estado no indirectamente, sino a través de la personal, ingrata y comprometida tarea de juzgar a un semejante, para lo que hay, por cierto, profesionales vocacionales, técnicos y experimentados.
Flaco servicio se le haría al jurado si su restablecimiento, reclamado con urgencia, se produjera en circunstancias tan adversas. "Se hace camino al andar", puede decir alguien, pero olvidaría que ese jurado inició su andadura en 1820 y en ninguna de sus etapas ha abierto aún un camino recto. Me consta que algunos juradistas convencidos creen honestamente y con envidiable optimismo en la virtual eficacia del jurado aquí y ahora, o piensan todavía que es inconcebible un régimen de libertades sin jurado, y que éste el la credencial de todo régimen democrático: es la justificación del jurado como fin en sí mismo. "Establézcase el jurado primero, después veremos si funciona o no", han dicho otros: loable defensa del derecho a la vida, que sólo tiene el inconveniente de que el experimento, otras veces fallido, se realizará no in vitro sino sobre el propio cuerpo social.
El jurado no debe ser un fin -para mí no lo es- sino un medio, la alternativa, tal vez inevitable, a la que pragmáticamente podría recurrirse si por otras vías previas no se logra la corrección de los males actuales de la justicia: ¿Podrían ser. éstas las proyectadas leyes nuevas de enjuiciamiento criminal y del poder judicial? Quizá en manos de sus artífices estén la tumba o la llave del jurado.
Juan Antonio Alejandre es catedrático de Derecho en la Universidad Complutense y autor del Ebro La justicia popular en España. Análisis de una experiencia histórica: los tribunales de jurados.
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