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Reportaje:Los viejos pícaros nunca mueren (1)

Carteristas, tramposos y timadores actúan todavía en las esquinas más concurridas de las ciudades

Sucedió en Barcelona hace pocos meses. Baltasar S. R., más conocido como Gordito Gorrión, entró en una entidad bancaria con una gran jaula llena de periquitos en el momento de mayor volumen de operaciones. Instantes después, empleados y clientes participaban en una insólita caza de aves por encima de mesas, mostradores y armarios. Gordito Gorrión, interesado artífice de la libertad de los pájaros, tampoco se quedó cruzado de brazos. Aprovechando el revuelo organizado por cazadores y cazados, se acercó a una de las ventanillas de caja del antiguo modelo no hermético y, usando unas largas pinzas que a tal efecto tenía preparadas, se hizo con varios fajos de billetes. Cuando Baltasar abandonó con disimulo y rapidez el local aún continuaban aleteos, trinos, gritos histéricos y maldiciones.Gordito Gorrión, nacido en Madrid hace 48 años y residente habitual en Barcelona, no es un atracador común, de los de media al rostro y escopeta de cañones recortados en la mano, sino un fino carterista especializado en el trabajo a lo visto, esto es, la vigilancia de los clientes que sacan cantidades importantes de bancos y cajas de ahorro y la posterior sustracción de ese dinero en la calle sin fuerza ni violencia.

Los carteristas ya no ocupan lugares destacados en las informaciones de sucesos ni constituyen el principal de los problemas de seguridad ciudadana en la moderna sociedad española. No obstante, siguen operando a diario en las calles, estaciones y metros de Madrid y Barcelona, sus dos plazas favoritas. Las estimaciones de las respectivas brigadas de Policía Judicial cifran en cuatrocientos el número de carteristas que hoy en día desarollan su actividad en la capital de España, y en doscientos el de los que lo hacen en Barcelona. A lo largo de 1981 hubo tan sólo en Barcelona 377 detenciones por hurtar carteras.

"En los últimos años se está dando el fenómeno de que piqueros expertos, que se habían retirado para dedicarse a una actividad legal, han vuelto a practicar su viejo oficio delictivo", afirma Luis María Luengo, un recio y cordial policía de la brigada de Madrid que durante tres décadas se ha dedicado casi exclusivamente a la recuperación de carteras robadas. "Puede hablarse de un retorno de los carteristas", prosigue, "pero éste obedece más a la reaparición en escena de viejos maestros que a la incorporación de jóvenes". De la misma opinión es su compañero Medina, el especialista de la policía barcelonesa, que encuentra la explicación al hecho en el latigazo de la crisis económica, que alcanza a tirios y troyanos.

Los dedos mágicos

Un personaje cervantino, el ratero Cortadillo, bien podría ser el patrón de los carteristas españoles. De él decía su creador que no pendía relicario de toca ni había faldiquera tan escondida que sus dedos no visitaran ni sus tijeras cortaran. Y es que la técnica del carterista permanece prácticamente sin otras variaciones que las obligadas por los cambios en el vestir desde aquellos siglos XVI y XVII, que fueron tanto la edad de oro de los pícaros como de la literatura picaresca. Veámoslo a cámara lenta.

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El especialista ojea a la víctima potencial y efectúa una aproximación, e incluso un tanteo, a sus costados para localizar dónde y cómo lleva la cartera. Va vestido con extrema elegancia o al modo de un pueblerino perdido en la gran ciudad, y ni la indumentaria ni el rostro revelan malicia alguna. Pronto se lanza a tumba abierta, encubriendo su casi meteórica acción entre el gentío. Un jersei, chaqueta o periódico en la mano menos hábil le sirven como muleta que distrae la atención de los dedos de la otra, los bastes, que introduce en el bolsillo ajeno según el peculiar estilo del pico formado por el índice y el medio.

La cámara debe detenerse ahora en una importante figura secundaria: el compañero del carterista, el llamado consorte o tapia, que recibe inmediatamente la pieza hurtada para evitar la captura del artesano con las manos en la masa. Esta operación es conocida entre la gente del oficio como correr el burro. Siempre según esta lengua de germanía, la víctima es el primo o pringao; la cartera, la piel o saña; el billete de mil pesetas, el saco, y el de cien, la libra.

Amante de las aglomeraciones el carterista actúa en Madrid en las líneas 1 y 2 del metro, particularmente en las estaciones de Atocha, Sol y Banco de España; en la zona comercial de Preciados; en la estación de autobuses de la calle de Canarias, y, por supuesto, en fiestas, corridas de toros, y partidos de fútbol. Sólo se prohíbe, por razones de propia seguridad aquellos acontecimientos de masas a los que acude el Rey, como la corrida de la Beneficencia o la final de la Copa. Por su parte, la coca y el champaña de la noche de San Juan son los mejores aliados del piquero que actúa en la barcelonesa plaza de España el 24 de junio. Los pasillos y bares del Nou Camp en el descanso de los partidos de fútbol, las Ramblas y las estaciones de metro de Sans, Cataluña, Diagonal y Sagrería son también especialmente peligrosas para la cartera del ciudadano de Barcelona.

Pero como Monipodio, el gran maestre de la cofradía pícara sevillana que imaginara Cervantes, recomendó que "no tuviesen jamás posada cierta ni de asiento", el carterista afincado en Madrid o Barcelona suele ser muy viajero y se recorre España de fiesta en fiesta y de feria en feria, reforzando las plantillas locales. Ochenta o cien especialistas en llevarse con mano de prestidigitador carteras del prójimo trabajaron, por ejemplo, en Valencia durante las pasadas Fallas, según cálculos policiales. La mayoría procedía de otras ciudades, y 53 de ellos fueron detenidos. Francisco Saavedra, jefe de la Brigada Judicial de Valencia, señala que ese número de detenciones es superior a las 24 de 1980 y a las 43 de 1981.

Celoso de su oficio y hasta orgulloso de su condición artesanal, el carterista suele enfadarse terriblemente si alguien le atribuye otras infracciones de la ley que aquella que constituye su especialidad. Luis María Luengo, el policía que los conoce bien, les da en esto toda la razón y asegura que "es muy difícil que un carterista cambie de registro; al menos, mientras está en plena forma". Eso hace aún más insólita la peripecia de Antonio V. S., el Vilariño, madrileño, de 47 años, hijo de familia acomodada y de presencia distinguida. A mediados de la pasada década, el entonces carterista el Vilariño mató a su compañero de oficio, Pedro H. V., el Moñigo, en pleno metro de Sol y en plena Nochevieja, por considerarlo un chivato. Tras pasar una temporada en la cárcel, Antonio volvió a matar, esta vez a su novia y al que creía su amante, en un furibundo ataque de celos. Desde entonces abandonó la cofradía pícara y, al parecer, en la actualidad ejerce de atracador.

Si una regla interna de la hermandad prohíbe la violencia física contra las víctimas, otra recomienda camuflarse como honrados ciudadanos. Por eso se recuerda todavía en el ambiente a aquel Alfonsito de Sevilla, que acudía a faenar al Liceo de Barcelona luciendo con soltura un impecable esmoquin. El tercero de estos principios nunca escritos regula, en fin, el trato con los agentes de la justicia. Hay que mantenerse alejados de ellos, pero una vez en sus manos lo mejor es mostrarse respetuoso. Se dice incluso que entre los carteristas reclutaba antaño la policía a buena parte de sus informadores. Hoy no. La complejidad del hampa moderna se les escapa. Por cierto, muchos carteristas se retiran, pese a sus muchas detenciones, sin antecedentes penales, ya que en pocas ocasiones su actuación supera la calificación de falta de hurto.

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