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Tribuna
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Por qué soy anglófilo... y algo mas

He de empezar explicando, por lo que se verá, por qué no puedo menos que ser anglófilo.En 1970 tenía que ir a las universidades de Harvard y Berkeley, pero la policía me había quitado hacía tiempo el pasaporte. En el Consulado español en Londres tenía un amigo que estaba dispuesto a darme allí un pasa porte con número falso que no constara en la Dirección General de Seguridad. Para conseguirlo, sin embargo, debía llegar a Londres. Así que pasé como pude a Francia, volé desde Orly a Heathrow y me presenté al control de aduanas inglés con el pasaporte de un hermano mío. El azaroso paso de la frontera española y la noche en vela en el tren Perpiñán-París debían darme un aspecto de inmigrante ilegal, ya que el oficial inglés me pidió pruebas de que yo tenía trabajo en España. Ni el nombre, ni la firma, ni la foto en el carné de profesor que acabé presentando coincidían claro está, con los del pasaporte de mi hermano, de modo que me detuvieron y encerraron en la celda del aeropuerto. Y puesto que me avergonzaba recurrir a dar lástima por ser disidente de dictadura tercermundista, seguí insistiendo, en su interrogatorio, en que mi hermano y yo éramos uno: me llamaba Xavier-Guillermo, a veces firmaba así y a veces asá, era abogado e ingeniero agrícola, etcétera. Como es lógico, no me creyeron en absoluto y me comunicaron que por la noche sería trasladado a una prisión de Londres A las seis de la tarde llegó el policía jefe de la zona, le informaron del caso y pidió que le dejaran solo conmigo. Charlamos una media hora, en la que me preguntó dónde había aprendido inglés, qué deporte practicaba, cómo era Barcelona y cosas así. Al terminar, y sin haberme puesto una sola cuestión sobre por qué viajaba con un pasaporte que no era el mío, me dijo simplemente: "No sé por qué hace usted esto, no sé siquiera si es usted una de las dos personas que constan en estos documentos, pero confío en usted. Entre en Inglaterra y, por favor, salga tan pronto como termine lo que venga a hacer".

Contra todos los principios -y reflejos de su profesión, cuyo primer axioma es descubrir el who is who, el policía inglés decidió fiarse más de su olfato que de su código, antes de su sensación de que yo no era peligroso que del imperativo de la identificación. Gracias a aquel policía (y al amigo del consulado) pude viajar, estudiar y enseñar en el extranjero durante los cinco años siguientes.

Los prejuicios, decía Max Weber, no es fácil superarlos, por eso lo mejor es empezar por confesarlos. Y así he comenzado yo por hacerlo antes de afirmar ahora que, incluso en operaciones tan poco limpias como las Malvinas o el campeonato de fútbol, es mucho lo que podemos aún aprender del pluralismo y liberalismo británicos.

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Las Malvinas, primero. A lo largo del asalto a las islas, una cadena de televisión inglesa se negó a dar los partes de guerra hablando de nosotros y del enemigo. A pesar de la denuncia que se hizo en los Comunes, la televisión siguió refiriéndose impersonalmente a los éxitos, fracasos o bajas de los ingleses o de los argentinos, y el más extenso de sus reportajes fue una emotiva filmación del llanto de los familiares argentinos en el entierro de las primeras víctimas del asalto. Con ello, la televisión inglesa parecía reconocer el hecho (teorizado por Popper y Koestler, experimentado por Milgram y Tajfel) de que mucho más peligroso es para la humanidad el espíritu de pertenencia que el mismísimo instinto de agresión.

El campeonato de fútbol, ahora. Mario Vargas Llosa ha descrito como una mojiganga el partido entre Alemania y Austria, donde "la mentada rivalidad futbolística entre los dos equipos cedió el paso a un idilio ( ... ) hasta el punto de que los, asturiano s de las tribunas, con un sentido del humor que no les conocía, después de pitar un rato, empezaron a corear: "Que se besen, que se besen". Pues bien, en contraste con estos países distintos, que han actuado como si fueran uno, los británicos son un país que ha participado en. el Mundial como si fueran muchos: Escocia, Inglaterra, Gales, Irlanda del Norte... ".

Pangermanismo y pluribritanismo parecen dibujar así dos posiciones límite, dos actitudes de indudable valor simbólico y ejemplar. Pues la cuestión sigue sien do saber si la diversidad y el pluralismo son un freno o si son más bien una condición o expresión del progreso humano. Y la respuesta concluyente que nos dieron precisamente un filósofo alemán y otro inglés es que la justicia (según el germano) o la eficacia (según el británico) no se oponen, sino que más bien suponen esta diversidad y pluralismo. "Es deseo de todo Estado alcanzar la paz perpetua conquistan do el mundo entero", pero entonces -proseguía Kant-, y aun en el mejor de los casos, las diferencias o injusticias que este gran Estado homogéneo alcanzase eliminar en el exterior tenderían a reaparecer, e infinita mente reforzadas, en un intento jerárquico y burocratizado. No creo necesario insistir en que tanto la experiencia histórica como la investigación antropológica de nuestro siglo no han hecho sino confirmar la hipótesis kantiana. Pero lo que Kant defendía por razones morales, Stuart Mill lo sostenía por razones pragmáticas. En otra época, argumenta Mill, podían interesar sólo las peculiaridades o diferencias humanas, es decir, las que tenían un valor ejemplar y resultaban, como dirían los darwinianos, adaptativas. Pero en una época como la nuestra (y la suya), "donde todo, empezando por la generalización del comercio y de la información, tiende a favorecer la homogeneidad y el dominio de la medianía, en esta época es deseable y fructífero en sí mismo que los hombres y los grupos sean distintos, peculiares, excéntricos incluso".

Y esta es, ni más ni menos, la cuestión: ¿cuándo aprenderemos en España a reconocer en esa excentricidad un auténtico recurso natural, en lugar de entenderla como un mal, mal mayor para algunos que pretenden eliminarla o mal menor para otros que quieren armonizarla? Y no se diga que jugar nuestro futuro político como las elecciones británicas, en lugar de hacerlo como el bloque germánico, supone un peligro a la estabilidad y viabilidad de nuestras instituciones (un argumento parecido ha utilizado Mitterrand exigiendo loapizar el Mercado Común antes de que entremos nosotros en él).

No lo que ha desestabilizado desde siempre a este país ha sido la incapacidad de querer -y no sólo, mejor o peor, soportar- esta pluralidad. Y esto tanto entre quienes quisieran normalizar España como entre quienes desearían una Cataluña más homogénea y que aceptan, pero no quieren, la Cataluña real que tenemos: compleja, variopinta, también castellana o murciana, híbrida y miscelánea. Miscelánea, pero distinta y, sobre todo, distintamente distinta. Porque la respuesta a los últimos argumentos o intentos panespañolistas -sea cual fuere ahora su expansión retórica: "café para todos", "federalismo", etcétera- la dio ya Aristóteles hace algunos siglos: "Justicia es tratar igualmente lo igual y desigualmente lo desigual".

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