El aprendizaje de la democracia
Muchos se desalientan ante el hecho de que cinco años después de las primeras elecciones democráticas, se continúe hablando de transición, o de "tercera etapa de la transición". Son personas, sin duda, que pretenden que los contenidos avancen a la misma velocidad que las formas, como si las simples formas tuviesen un poder taumatúrgico sobre las raíces profundas de las actitudes y sobre los hábitos mentales. Si un hábito, si una costumbre es tal, lo es precisamente porque así se ha configurado en el transcurso de un tiempo que no puede ser corto. Lo consuetudinario es, por definición, lo contrario de lo improvisado, y la costumbre, el hábito, es lo que se adquiere por la repetición de actos de la misma naturaleza. ¿Y quién, en España, salvo en unos breves paréntesis que apenas han pasado de experimentales, ha repetido lo suficientemente actos de naturaleza democrática como para adquirir una costumbre que infunda un talante a su manera de actuar; unos modos de pensamiento y, añadiría yo, de comportarse ante las actuaciones o los pensamientos de otros? No es fácil vencer una inercia de siglos, aunque en ello se empeñe la mejor voluntad.La vivencia, todo lo crítica que se quiera, de un régimen paternalista trae como consecuencia inevitable la adopción de una mentalidad y una actitud paternalistas. Obsérvese el comportamiento de los españoles durante la anterior etapa histórica, hágase examen sincero de conciencia y se verá no sólo que es así, que ha sido así, sino también que, profundizando en el problema, se podrían llegar a descubrir razones psicológicas para explicarlo. Quien era víctima de una forma de gobierno dirigista y autoritaria, aunque, en cuanto le afectase personalmente, protestase por ello, a la hora de adoptar un comportamiento en su trabajo o en su casa, tendía a expulsar el autoritarismo que le atosigaba, descargando sobre los demás su deseo de imponer los propios criterios. Va, esto que digo, con la condición humana y, por supuesto, admito que si uno sustenta unos criterios es porque los considera los mejores. Y resulta, en cierto modo, natural que, si los considera los mejores, trate de imponerlos. La diferencia entre ser o no verdadero demócrata estriba en el hecho de asumir plenamente y con sinceridad, esa máxima que tanto se repite y tan poco se acepta en la práctica: que nadie está en posesión absoluta de la verdad y que la libertad de uno termina donde empieza la libertad de los demás. De lo que se deriva que, para el intento de convencer de la bondad de los propios criterios hay que admitir la existencia de unas "reglas del juego", las cuales, si se quiere tener derecho a exigir que las respeten los demás, tenemos que empezar por respetarlas nosotros mismos. En este orden de ideas, se trata de habituarnos a exponer mejor que tratar de imponer.
Las costumbres dictatoriales, las prácticas de imposición de uno solo a todos los demás, han alcanzado recovecos de la vida española que resultan incluso difíciles de detectar. Hechos que se han asumido con la mayor naturalidad -porque la manera en que se llevaban a cabo flotaba en el ambiente, constituían un estilo en nuestros modos de vivir- llevaban en sí el germen, y más que él germen, de la antidemocracia y del despotismo, y han pasado a ser un mal endémico, que no resulta nada fácil de erradicar.
Y así, han existido actitudes de resistencia al proceso democrático en sectores de la población que se consideran capacitados para dictar o imponer lo que debe ser la acción política en nuestra patria, por encima de los modos de sentir o de pensar de quienes detentan el poder legítimo de la nación, al haber sido elegidos por el pueblo soberano. A tal fin, utilizan toda suerte de pretextos e instrumentan símbolos, instituciones y valores que pertenecen a todos los españoles y que nadie puede hacer de su propiedad exclusiva. Y, a veces, todo esto ocurre ante la pasividad de los más, que todavía no se han percatado del cambio de su condición de súbditos por la de verdaderos ciudadanos.
No. Cinco años no son muchos si pensamos que han servido para intentar alcanzar unos niveles que, en la Europa de la que formamos parte, se lograron casi en plenitud hace ya dos centurias.
Siempre me llamó gratamentéla atención, en mi etapa de estudiante en París, ver cómo, cuando venía al caso, Gabriel Marcel citaba a Sartre, o Sartre a François Mauriac, o Mauriac a Merleau Ponty, etcétera. Por encima de toda diferencia ideológica estaba ese patrimonio común que es la cultura, y ese otro, más elevado aún: la France. ¿Que en ocasiones había que polemizar? Pues se polemizaba, pero -y esto también es un signo de madurez- acudiendo más a ese civilizado recurso que es la ironía que al ataque soez o al vituperio. Sartre sabía que, aunque no pensase como él, Marcel era una gloria de Francia. Y Marcel pensaba lo mismo respecto a Sartre. Aquí, los representantes de una de "las dos Españas", cuya existencia tanto mal ha hecho en orden a impedir nuestra incorporación al ámbito histórico-cultural al que geográficamente pertenecemos, siempre han, intentado borrar del mapa al adversario -que,se tomaba más bien como enemigo-, llegándose hasta esa necrofagia cultural que, en el fondo, constituye la encarnizada voluntad de matar por segunda vez a los muertos. Y de esto no se ha librado ni la derecha ni la izquierda, representantes de una y otra España, de una y otra cara de esa falsa dicotomía histórica, que no dejará de constituir una rémora hasta que no desaparezca.
De ahí la necesidad de enseñar la moderación a los españoles y de practicar la tolerancia. De ahí la exigencia de un centro político que, hay que advertirlo, nada tiene que ver con un sincretismo ni, muchísimo, menos, con la pusilánime ambigüedad del término medio. El centro no es un cocktail de la derecha y la izquierda. El centro es una actitud de perfiles perfectamente nítidos, una opción clara en todos los frentes -el político, el cultural, el económico, el social- que se intenta llevar seriamente hasta el límite de sus posibilidades, porque en ese cauce se entiende y se cree que está el instrumento más adecuado para las reformas necesarias. El centro, en definitiva, según yo lo veo, es una escuela de convivencia, de aprendizaje democrático, en un sentido moderno y europeo. Y es, sobre todo, vocación de entendimiento y de modernidad. Si, por una parte, llegar tarde a la democracia nos ha acarreado un retraso en el hallazgo de nuestra identidad, en comparación con los otros grandes pueblos de nuestro área, al menos nos ofrece la ventaja de aprender de su experiencia y no cometer los errores que ellos cometieron, quizá, en su andadura. Así podemos quemar etapas. Y, realmente, esto es lo que se ha hecho a través de las diversas fases de la transición, por mucho que les pese a los profesionales del desencanto. Y todo ello, aunque los que intentaron -sin conseguirlo- impedir el cambio político en defensa de sus privilegios, se empeñen ahora en dificultar y poner trabas al cambio sociológico, capaz de vertebrar, desde un entramado de solidaridad, los esfuerzos colectivos precisos para que se antepongan los intereses generales a los egoísmos particulares de cada uno.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.