Sólo agravia quien puede
Nunca he gustado de entrar en polémicas de Prensa. Y, sin embargo, es la segunda vez que me veo precisado a salir al paso de los desafueros de Emilio Romero. La primera fue para rectificarle cuando se empeñó en demostrar que la democracia había venido siempre a España mediante golpes militares, afirmación, por cierto, muy significativa para captar el trasfondo de las tortuosidades políticas en que este hombre se mueve. (Por cierto, que sus argumentaciones históricas de entonces se parecían como una gota de agua a otra a las que utilizó el defensor de Tejero durante el juicio por los sucesos del 23-F. Me limito a consignarlo.)Y ahora me encuentro inopinadamente con un artículo que Romero publica en Ya (6 de agosto) bajo el siguiente título: "Un historiador erotizado". Ese historiador erotizado (?) soy yo.
Vaya por delante que no estoy dispuesto a reconocer a mi atacante la más mínima autoridad para enjuiciarme en el terreno académico, y creo tener derecho a exigirle que se atenga a la misma discreción con que, hasta hoy, me abstuve de discutirle como profesional del periodismo. Porque Emilio Romero mezcla dos cosas: mi dimensión de historiador y la que, acertada o no, pero honrada, puede ser mi legítima actuación en cuanto comentarista de la política actual. Y me suelta esta amable andanada: ",Carlos Seco Serrano ha producido en EL PAIS una semblanza política e histórica de Adolfo Suárez absolutamente falsa desde el principio al fin. Se trata, indefectiblemente, de un apasionamiento erotizante". (Alude a mi artículo, aparecido el 5 de este mes, "Suárez y el centro".) No puedo guardar silencio ante esa agresión, aunque no acabe de entender lo que quiere decir con eso de erotizante, salvo el claro designio de insultarme, o de descalificarme, llamándome apasionado. Reafirmo, desde luego, mi derecho a opinar sobre lo que ocurre en mi entorno, le guste o no le guste mi opinión a Emilio Romero; porque en el artículo que así le ha hecho desbarrar me limité a decir que me ofrece más garantías el señor Suárez como valedor de la idea del centro político que lo que hoy es UCD. Ahora bien, Romero no puede soportar el más mínimo pronunciamiento a favor de su mortal enemigo Adolfo Suárez. He de advertir que jamás he hablado con éste, que no le conozco más que a través de Televisión Española. Mi independencia de criterio es absoluta, lo estime o no lo estime así mi atacante. Pero el odio mortal que esta apergaminada eminencia de la Prensa franquista profesa al ex presidente es de tal entidad que estremece tan sólo cualquier intento de asomarse a sus turbias profundidades. Ignoro las razones,y no me interesan; pero que no hable de apasionamiento.
En cuanto a la tajante afirmación sobre la falsedad de mi semblanza, es completamente gratuita y formulada con la ceguedad que le produce ese odio africano a que acabo de referirme. Jamás negué yo el palpel primordial desempeñado por la Corona como motor del cambio (¿para qué aludir a cuanto he escrito sobre el tema?) ni pretendo regatear méritos a los señores Fernández Miranda, Suárez Fernández y Martínez Esteruelas en la operación de propiciar el visto bueno de las últimas Cortes franquistas a la reforma que desarrolló Adolfo Suárez (de ello me he ocupado suficientemente en los libros en que tuve que tocar la historia más próxima). Pero en el artículo que tan mal le ha sentado a Emilio Romero no se trataba de eso, sino de reconocer la obra realizada bajo el riesgo y la responsabilidad personal del presidente, y cuyo mérito no le han negado ni sus peores enemigos (salvo, claro es, Emilio Romero): la obra de desguace del barco franquista -en el que tan amplias singladuras cubrió mi enemigo con una auténtica patente de corso de que nadie disfrutaba en el amordazado periodismo de entonces-. Todo lo demás en el alegato de Romero viene a darme la razón. "A partir de 1980, el cerco al presidente del Gobierno fue total". Por supuesto. Y yo he dicho: "1980 fue el año de la gran prueba". Queda en pie siempre, como realidad fundamental, la animosidad con que muchos distinguen a Suárez, precisamente porque cargó sobre sus hombros las pruebas más diriciles del cambio. Pero queda en pie tarilbién su actitud en las Cortes durante el fatídico 23-F, actitud que reflejaba la sinceridad de su compromiso con la democracia, mucho más auténtico que el de los que se empeñan en recomponer en la Prensa el golpe acudiendo al modelo gaullista. (¡Dios mío, qué tendrá que ver la mentalidad de Armada con la de De Gaulle!)
Emilio Romero concluye su insultante filípica con un desplante más: "Lo grandioso de la democracia, como única expresión de la soberanía nacional, es que hay que seguir creyendo en ella a pesar de los políticos que enredan y de los historiadores que deforman". Yo le diré a este incansable y cada vez menos leído plumífero que le agradezco, desde el fondo de mi corazón, el encono de su ofensiva. Porque las cosas hay que tomarlas como de quien vienen: sólo agravia quien puede. Un ataque de Emilio Romero es, indudablemente, un timbre de honor para el que lo recibe. También creo yo que lo grandioso de la democracia -en este caso, la española- es que pueda prevalecer pese a alguno de sus glosadores; de sus glosadores que nunca creyeron en ella... ni en nada.
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