Los primeros sábados de mes, a las seis y media, milagro en El Escorial
Nada había en la vida de Amparo Cuevas que la predispusiera para ser la elegida. No era la más culta de entre las vecinas de El Escorial, ni era la más virtuosa, ni tan siquiera se distinguía por esa asiduidad a los oficios religiosos que se asocia habitualmente a la beatería. Llevaba una existencia normal y corriente. Cerca ya de los cincuenta años, soportaba con resignación la carga de una familia numerosa y aportaba su grano de arena a la maltrecha economía familiar realizando faenas fuera de casa. La enfermedad de corazón que la aquejó años atrás no le impedía enfilar las pronunciadas cuestas del pueblo, tan pronto como concluía sus labores domésticas, para preparar la comida a los suyos.Hubo, eso sí, un episodio extraordinario cuando, echando mano de unos ahorros, acudió a Lourdes con la esperanza de sanar de su mal, Superstición o milagro, el mal cesó y los facultativos dieron fe de su curación. Años después, fue una peritonitis la que postró por segunda vez a Amparo, que salió milagrosamente bien, de la operación en un hospital madrileño. Algo raro empezó, a suceder en aquel momento, porque una noche se empeñó en afirmar que "un bondadoso médico de pelo largo permaneció toda la noche a los pies de su cama, acompañándola en sus plegarias".
Amparo prefirió callar cuando, a la mañana siguiente, las enfermeras desmintieron la existencia del médico y atribuyeron su versión a las alucinaciones de una noche febril y a los efectos de la anestesia. Ella supo ya entonces que ese misterioso médico existía y que pasó la noche en vela en su compañía. Pero, ¿qué interés podía tener en porfiar en su versión de lo ocurrido, si sólo iba a conseguir que la tomarán por visionaria?.
Un dia "empezó a salirle sangre de la frente"
Los trastornos desaparecieron por un tiempo para reaparecer más tarde con más y más insistencia, hasta revestir caracteres preocupantes. "Un buen día había acudido Amparo a mi establecimiento, a por el pan", relata, su vecina y amiga Paca, propietaria de una panadería contigua a la casa de la visionaria, "cuando empezó a salirle sangre de la frente. Ella quería evi tar a toda costa que yo me diera cuenta y se tapaba la cabeza con las manos. De pronto se derrumbó en el suelo y entre los que estába mos allí pudimos incorporarla mientras seguía sin sentido. Ella gemía y pudimos ver cómo aparecían en sus manos unas llagas redondas. Al momento las heridas aparecieron en las rodillas y después en los pies, que se contraían hasta ponerse uno sobre otro".
Paca y los parroquianos de su panadería quedaron atónitos, y su asombro, fue aún mayor cuando le levantaron la camisa al oírla quejarse del costado y comprobaron que "tenía una grieta de dos centímetros". A falta de agua oxigenada, optaron por empaparla con agua milagrosa de Lourdes, hasta que Amparo volvió en sí y empezó a recuperarse.
Más tarde, una vez que los prodigios se multiplicaron, sus vecinos pudieron saber que a Amparo se le había dirigido en el hospital Jesucristo y le había confiado: "Soy tu padre celestial. ¿Estás dispuesta para pasar la Pasión?". Amparo no dudó en responder que se hallaba presta a vivir en su carne los suplicios del Calvario, y, ya en confianza, Nuestro Señor le presentó a su madre, la Virgen María. Desde entonces, rara es la semana en que Amparo no sufre, de uno u otro modo, las demostraciones de su intimidad con el Altísirno. "Cuando llega el día de la Pasión", prosigue Paca, "los dolores se hacen más intensos que nunca y Amparo Hora lágrimas de sangre y, a la hora en que azotaron al Señor, sangra por la boca".
Amparo, "la mujer que ve a la Virgen"
Hoy, a muchos meses de distancia de aquellos primeros portentos, Amparo Cuevas es conocida en todo el pueblo como "la mujer que ve a la Virgen". El tiempo no ha corrido en vano y la vidente ha hecho de todo, al decir de sus vecinos, hasta el punto de Regar a "escribir un libro en hebreo durante una visita al cielo, invitada por Nuestro Señor". Como la cosa se prolongaba, Amparo recibió la indicación de procurarse un director espiritual al que someter todos sus movimientos. "La Virgen le dio los nombres de tres sacerdotes y de sus respectivas parroquias para que ella eligiera uno", comenta uno de los allegados a la vidente. Amparo escogió de entre la terna y se inclinó por un sacerdote madrileño que la asiste en la actualidad, fiel al mandato divino de "no hacer nada sin contar con su padre espiritual". Los presbíteros de El Escorial han preferido no inmiscuirse en el asunto.
El azar de los primeros tiempos ha dejado paso a ese mínimo de organización indispensable cada vez que la afluencia de multitudes se produce, y en el presente, cada prodigio tiene una hora y un lugar: los lunes y los jueves, Amparo conduce el rezo del rosario junto a la panadería de Paca, en las proximidades de su vivienda; los martes, miércoles y viernes se desplaza para el mismo menester hasta una pradera contigua a la carretera que une El Escorial y Valdemorillo,y, en fin, los sábados y domingos, las preces se elevan al cielo desde el mismo lugar, pero a distinta hora, en atención a quienes se desplazan desde lejanas localidades para asistir al acto.
Aunque la jerarquía eclesiástica no ha tomado una posición tajante en tomo al fenómeno, los creyentes que acuden a orar en tomo a Amparo Cuevas son cada vez más numerosos, y los primeros sábados de mes, días en los que sobrevienen los sucesos más singulares y se produce la comunicación con la Virgen María, la aglomeración alcanza niveles extremos.
El pasado sábado, 7 de agosto, se daban todas estas condiciones, y ni las vacaciones debilitaron la devoción de los seguidores de la vidente ni disminuyó la concurrencia a la cita mensual con las autoridades celestes. Aunque el inicio del rosario está programado para las 6.30 de la tarde, desde varias horas se agolpaban decenas de vehículos en las inmediaciones de la carretera. Sus ocupantes recorrían a pie los doscientos metros que separan los accesos rodados de la pradera milagrosa provistos de síllas de camping y de neveras portátiles y toda suerte de utensilios para aliviar la prolongada espera.
El sendero comienza en las inmediaciones de un bloque de chalets adosados y la caminata se inicia con el sonido de fondo del chapoteo de los chavales en la piscina y con el griterío de sus juegos. Los coches han ido ganando terreno a los barbechos y las matrículas madrileñas alternan con las procedentes de provincias más remotas y hasta con una unidad móvil de una radio de Ciudad Real desplazada para el evento. Los comentarios de los devotos tempranos son unánimes: todos quieren hacerse con un hueco que les permita acceder a la visión de Amparo durante las plegarias.
El sendero serpentea por entre unos riscos y los muros que deslindan las parcelas de pastos, y, tras cruzar un improvisado puente confeccionado con tablas, se accede a la pradera que sirve de escenario a las apariciones. Unas lanchas de piedra rodeadas por varios chopos hacen las veces de altar y púlpito.en el que se aposta Amparo durante sus rezos. Dos horas antes de dar comienzo el ritual de los primeros sábados de mes, varias decenas de personas pululan entre las rocas y se abastecen del agua que surge de un caño contiguo al escenario de las apariciones, pese a, que no le son atribuidas oficialmente, al menos de momento, poderes taumatúrgicos. Los frecuentadores de la pradera han enlazado los cuatro chopos vecinos con cinta de lona sustraída, posiblemente, de unas persianas inservibles, y han trazado de este modo un minúsculo recinto que la vidente y aus allegados ocuparán minutos más tarde.
El árbol milagroso
De entre los árboles próximos al lugar, uno, orientado justamente en dirección a la posición del sol poniente, ha sido el elegido por las apariciones y ha sido revestido con mil y un abalorios y objetos apiñados en la concavidad formada por el final de su tronco y el arranque de los ramajes. Varias reproducciones de la Inmaculada de Murillo y otras imágenes sagradas forman la primera orla omamental, que culmina en dos coronas, blanca y encarnada, que rematan la parca escenografía.
Los recién llegados contribuyen en la medida de sus. posibilidades al adorno del tronco con estampas alusivas al arcángel san Gabriel extendiendo su brazo protector sobre dos mozalbetes rubicundos, rosarios tallados en maderas blancas y otros objetos rescatados de la imaginería preconciliar con olor a sacristía añeja. A las 5.15, los concentrados acometen el Flor de las flores con un tono entre lánguido y esperanzado que va cobrando bríos a medida que transcurren los minutos y se aproxima la hora del ceremonial.
Otros racimos de personas desperdigados por el soto cambian argumentos y rivalizan en el relato de los prodigios sobrevenidos. Una confusa doctrina teológica incrustada de resignación y conformismo justifica las esperanzas defraudadas y las ilusiones torcidas. "El señor nos da siempre lo que nos merecemos o lo que más nos conviene", comenta una mujer enlutada que no desfallece en su ánimo ante las adversidades. ."A mi hijo me lo tocó Amparo y me lo besó, pero todo ha sido inútil porque estaba escrito y el Señor lo quería para sí". Los lisiados, que, sin ser los personajes centrales de la ceremonia, ocupan en ella un puesto destacado, arriban con dificultad, apoyados en sus muletas o traídos medio en volandas por sus familiares. Un par de religiosos veteranos asienten silenciosamente con el resuello agitado por la caminata.
Una joven con un severo corte de pelo pueblerino distribuye estampas sagradas entre quienes van llegando, mientras les recomienda perseverar en la práctica de la virtud "para ejemplo de los niños". "A ver si así ganamos a la juventud, que anda tan perdidita por ahí". Otros devotos ponen en circulación entre la gente, que se transforma por momentos en gentío, unas oraciones ciclostiladas rudimentariamente.
"En El Escorial vive", dice una de ellas, "una mujer humilde llamada Amparo. Es madre de una familia numerosa y persona de trato amable y cordial. En su vida ha tenido pocas oportunidades de adquirir una formación religiosa y cultural elevada. A pesar de ello, no deja de tener un gran amor al Señor y a la Virgen. Un día la Santa Virgen se le apareció llorando y la dijo la amargura y el sufrimiento que padecía. Nuestro Señor, desde entonces, la transmite meñsajes.". Como poniendo en guardia ante los fáciles desengaños, la presentación advierte: "Hay que venir con gran confianza en la Santa Virgen. Si ella quiere manifestarse de alguna manera, como en ocasiones lo ha hecho, muy agraciados seremos. Si no sucedeasí, bienaventurados igualmente porque creemos sin ver".
El reverso de la hoja reproduce los mensajes del arcángel san Gabriel transmitidos por Amparo Cuevas el 29 de marzo y el 26 del mismo mes, en los que se predicen grandes manifestaciones que causarán terror a los habitantes de la tierra si los hombres no cambian y cejan en su carrera de pecados. El tiempo se aproxima", acaba el mensaje en tono apocalíptico, "confesad vuestras culpas".
Son las 6.30 y la vidente aún no ha llegado, para zozobra de sus seguidores, que se entretienen escrutando el sol en busca de una señal. Una señora mayor que dice ser de Huesca exhibe orgullosa una foto, enmarcada en la que aparecen dos, instantáneas superpuestas. La una muestra a Amparo ante el árbol de las apariciones, y la otra, a una mujer joven cruzada sobre la multitud en sentido inverso. No tiene dudas: "Las alas del arcángel se extendieron sobre mi hija, y así ha podido aparecer en la foto, que no está, ni muchísimo menos, trucada. La reveló un fotógrafo buenísimo", prosigue la mujer alborozada, "que tiene su laboratorio en la calle de Alcalá".
En vano se esmera un italiano en indicarle que las fotos están superpuestas en un solo cliché. La mujer lo niega ardorosamente: "Dígale a este extranjero que esto es un signo".
Un milagro de la era electrónica
El destacado papel de la tecnología es, en verdad, una de las características sobresalientes de este fenómeno, en el que los creyentes, sin dejar de serlo, acuden provistos de abundante maquinaria de sonido y fotografía como para asir en un soporte de materia los prodigios que se ofrecen a sus sentidos de meros mortales. Tomavistas, magnetófonos de todos los tamaños, cámaras fotográficas portátiles o sofisticadas apuntan en todas direcciones en busca de lo insólito y prodigioso. No es el milagro felliniano despojado de todo artificio científico, es el despliegue de la tecnología al servicio de las convicciones tozudas que se resisten a creer a pies juntillas en la era del espacio y la electrónica.
Las querellas doctrinales y los intercambios de señales cesan a la vez que los murmullos y los cánticos cuando Amparo enfila la recta final del sendero arropada por el muro formado por sus allegados, que rechazan a quienes tratan de rozarla o besarle las manos, en las que aflorarán los estigmas de la pasión. La joven de las estampas se enfunda el paquete en un bolso descomunal y extrae de él una cámara, al tiempo que comenta: "En cuanto la huela, le saco una foto"
Amparo, mofletuda y rechoncha, ha llegado ya al recinto abriéndose paso entre el tumulto de devotos, saludando a unos y otros con unas manos codiciadas que no presentan ni rastro de estigma. Una señora mayor revestida con un hábito de penitente ceñido por un cíngulo se precipita fuera del círculo: "Le he tocado las manos". Alguien escudriña en dirección a lo alto, protegiéndose los ojos con las manos*, y exclama:
-¡Mirad el sol!
Todas las miradas confluyen en el mismo punto y cada cual ve su señal. Quién se estremece al contemplar al sol de color azul, quién le atribuye un tono rojo, quién se le muestra simplemente amarillo pero puede mirarlo de frente "aunque soy rubia".
Alguien instala ante los labios de la vidente un micrófono conectado a un altavoz rudimentario pero suficiente para resonar en medio del silencio de la pradera. Con el acompañamiento tenue del Como ramos de olivo, Amparo se lamenta del calor y de los apretujones de quienes pugnan por acceder a la primera línea del espectáculo. Se duele también del exceso de estampas que recubren el tronco del árbol elegido, y cuando advierte: "Los últimos serán los primero?, la muchedumbre retrocede por temor a quedar relegados en la fila de espera celestial.
"Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor", musita Amparo, y su voz resuena amplificada por todos los extremos de la pradera. Un torrente de voces enardecidas se alza y las manos se elevan con escapularios, medallas, rosarios, hasta fotografías de seres queridos aquejados de enfermedades o amenazados de desgracias, que esperan la bendición mariana. Las preces no cesan, y cuando la voz de la vidente titubea, los ánimos penden de un hilo, en espera de la revelación, reducida en este caso a una recomendación ritual de "seguir mis avisos y edificarme una capilla en esta pradera".
-¡El olor!, exclama alguien de las primeras hileras, y un aroma a rosas se expande a borbotones por el llano.
-Es la señal, comentan a nuestro lado-. Cuando la Virgen se aparece, se manifiesta con este olor de pétalos de rosa.
No es un olor fragante, pero sí penetrante. Un chiquillo se acerca al oído de su madre, postrada de rodillas y con los brazos en cruz, y le confía:
- Mamá, huele como en el cine.
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