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Enterados

Javier Marías

En Madrid, está visto, no nos enteramos nunca de nada y llegamos tarde siempre a todo. Pero por una vez estamos de enhorabuena, pues, en lo que se refiere a la última moda cultural; quizá logremos que el retraso no sea en esta ocasión demasiado escandaloso merced a las oportunas y generosas advertencias del conocido sociólogo catalán Xavier Rubert de Ventós, quien hace unos días, en estas mismas páginas, reflexionaba vagamente sobre el poder -como es el deber, en la actualidad, de todo escritor español, ya se dedique a la novela, el tratado filosófico o el verso- y sobre sus malévolas relaciones con la cultura. Y desinteresadamente aprovechaba la circunstancia para comunicarnos a los madrileños que en el resto del mundo (excepto tal vez Roma: en Milán, desde luego, están al tanto) la cultura ya casi no se lleva.Ante semejante descubrimiento no me cabe duda de que los madrileños deberíamos poner freno inmediato a la euforia que, según el señor Rubert, nos invade, y sobre todo abstenernos de juzgar y valorar las penurias y sinsabores de los demás. Deberíamos darnos cuenta de que esa depresión y esa atonía culturales que recorren el mundo civilizado no son, en realidad, sino la consecuencia del adelanto secular de otras ciudades respecto a Madrid, o, si aún somos lo bastante ciegos, intentar comprender que se trata de la última estrategema de la hostigada cultura para no caer en las redes de los políticos, los cuales, tras haberla zancadilleado y perseguido durante decenios, la cortejan ahora sin rubor a fin de utilizarla como coartada. Si no fuera porque no alcanzo a ver cómo puede la cultura servir de coartada para nada (y menos aún a los políticos españoles, que no se han visto nunca en un banquillo), no ten

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dría más remedio que ponerme en pie para aplaudir tan brillante diagnóstico y, demostrar, blandiéndolo en una mano, que cuanto se ha dicho últimamente sobre la decadencia de Barcelona es una falacia, puesto que de su seno siguen saliendo ideas tan iluminadas.

Sin embargo, hay un fallo en el análisis, quizá motivado por la comprensible falta de atención con que los forasteros miran a los madrileños. Pero lo cierto es que yo no he advertido en esta ciudad euforia de ninguna clase y, que yo sepa, nadie se ha dedicado a señalar las crisis de otros. Bien es verdad que ha habido una jugosa polémica sobre la línea de flotación de Barcelona en este mismo periódico, pero en ella no han intervenido más que catalanes. Y el madrileño, si por algo se distingue, es justamente por no sentir como propias, ni como sublime expresión de la madrieñidad ni como logro singular de un enclave privilegiado (que ni siquiera es milenario), las actividades e ideas más o menos dignas de elogio que brotan sobre el suelo en que casualmente habita. Madrid, como bien es sabido, es una ciudad aluvión y sin mucha personalidad. Lo ha sido desde el siglo XVI y aún lo sigue siendo, de tal manera que a la numerosa cantidad de habitantes no nacidos en la capital se añaden los todavía más numerosos que jamás podrían presumir de ninguna clase de abolengo local. Esto basta, por lo general, para desterrar cualquier mezquino orgullo patrio. Por lo demás, no hay más que asistir a un par de actos públicos y darse una vuelta por los lugares que frecuentan los cultos para comprobar que aquí, lejos de cualquier euforia, se rezuma insatisfacción. Y además de corta el humo.

He de decir, por otra parte, que siempre me han causado perplejidad (amén de cierto hastío) las reflexiones y lamentos sobre la falta de vitalidad cultural de tal o cual ciudad. No puedo por menos de preguntarme cómo esa situación se aparece tan clara a quienes la deploran cuando yo, por mucho que me esfuerce, no veo el modo de calcular esa vitalidad tan abstracta y delicuescente. Aunque, por lo que he leído últimamente, parece que para medirla no está de más recurrir a la suma: tantos conciertos, tantas exposiciones, tantas óperas, tantos museos... Total: 1.224. Pero, ¿es en la capital sólo, o también se cuenta la provincia? Y si en un determinado lugar abundan los espectáculos de mimo, ¿valen también a la hora del cómputo? ¿Y qué me dicen de los toros? ¿Y de las sardanas? ¿Y la zarzuela? ¿Y el excursionismo? ¿Y los organillos? ¿Y las corales, de las que tantas hay en Cataluña según la señora de Jordi Pujol? ¿Y los establecimientos de numismática? ¿Y Saporta? ¿Y Xirinachs? ¿Sería cultura aquel Xirinachs?

Una de las virtudes de la cultura es que incluso en las épocas más negadas ha seguido existiendo independientemente de la actitud que los políticos tuvieran hacia ella. A veces con el agua al cuello, pero ha seguido. Y sobre todo la literatura -sobre todo porque casi no se necesita más que pluma y papel- ha logrado desentenderse incontables veces del entorno hostil o grotesco en que se producía. Y si ello ha sido posible es precisamente porque a un buen número de artífices de lo que luego se llama cultura les ha traído sin cuidado lo que se estuviera haciendo en Madrid, París, Londres, Barcelona o Nueva York. La cultura, por fortuna, no se planifica, ni obedece a estrategias, ni es algo que lleva a cabo una comunidad de común acuerdo, como las investigaciones científicas o la protección social; no es algo que pueda concebirse con antelación y cuyos resultados se puedan prever. Se da o no se da, pero si lo hace se da por añadidura y, eso sí, pese a quien pese.

La cultura es siempre resultado, nunca proyecto ni tan siquiera proceso. Por tanto, no obedece a leyes ni tampoco a modas. Creer lo contrario es, en efecto, el error de muchos políticos, aunque me temo que también el de Rubert de Ventós. Lo único que ahora cabe esperar es que los primeros, una vez enterados por el segundo de lo que pasa en el mundo, supriman todas las exposiciones, conciertos, óperas y demás actividades susceptibles de ser consideradas como culturales que tuvieran pensado desarrollar en el futuro en Madrid. Es lo menos que pueden hacer para desagraviarnos por tanto atraso.

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