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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La LOAPA de nunca acabar

EL SENADO ha aprobado, con la apisonadora de los votos conjuntos de UCD y PSOE, el proyecto de la LOAPA sin introducir una sola enmienda correctora, evitando así que el texto tenga que ser examinado, en una segunda lectura, por el Congreso. La disposición transitoria que aplaza durante cinco meses la entrada en vigor de la norma está destinada a permitir al Tribunal Constitucional el examen de los presumibles recursos de inconstitucionalidad que interpongan los Gobiernos y los Parlamentos de las comunidades autónomas. De esta forma, el Gobierno y los socialistas arrojan sobre el alto tribunal, una de las pocas instituciones de las que la democracia española puede sentirse plenamente orgullosa, la nada envidiable responsabilidad de pronunciarse, con la sola ayuda de la hermenéutica jurídica, sobre una ley cargada de connotaciones políticas e ideológicas y cuya lectura crítica resulta imposible de realizar sin tener en cuenta los compromisos y los acuerdos, no formalizados en documentos, que hicieron posible el nacimiento de los estatutos de Sau y de Guernica.Sin duda, los fabricantes de la LOAPA son sensibles a la acusación del carácter inconstitucional de su produc

to, cuya función no es otra que modificar el título VIII de nuestra norma fundamental sin proceder a su abierta reforma, que exigiría una mayoría de los tres quintos en el Congreso y un referéndum popular de ratificación. Cabe incluso sospechar que centristas y socialistas contemplan la LOAPA como una pesadilla, y que desearían despertarse para comprobar que este monstruo del Derecho Administrativo sólo era el fruto de un mal sueño. Pera la maniobra de endosar al Tribunal Constitucional la verificación de la realidad básica de esa norma, sobre la que existen dudas fundadas y razonables, muestra una asombrosa falta de sensibilidad de la clase política respecto a la conveniencia de no desgastar inútilmente una institución que, junto a la Corona, desempeña un papel esencial en el juego de equilibrios y arbitrajes de nuestro sistema parlamentario. El origen de esta triste historia arranca de la resaca del 23 de febrero, pero su prehistoria se remonta a la etapa de disparates e insensateces que protagonizaron UCD y PSOE en su rebusca de sufragios y zonas de poder mediante la manipulación de los agravios comparativos en las regiones que contemplaban con recelo el acceso a la autonomía, ponla vía del artículo 151, de Cataluña y el País Vasco. Al comienzo de la transición, los socialistas sabían que los problemas catalán y vasco eran singulares y que el intento de medir por el mismo rasero las reivindicaciones de autogobierno de todos los territorios españoles no era sino un legado ideológico de las mancomunidades de la dictadura de Primo de Rivera y de la miopía uniformista y centralista del franquismo. Cabe la mentarse que el curso de nuestra historia contemporánea dejara sin soldar plenamente la articulación de Cataluña y el País Vasco con el resto de la nación española, pero resulta un insensato ilusionismo negar la realidad de esos hechos. La experiencia republicana de los estatutos de autonomía abrió un interesante camino, no exento de peligros, para resolver ese conflicto histórico y para conseguir que la unidad nacional quedara a salvo mediante la voluntaria aceptación de las instituciones de autogobierno por los catalanes y los vascos. La Constitución de 1978 se propuso continuar aquella orientación, pero posibilitando todavía más claramente que la Constitución republicana- el acceso al autogobierno de otros territorios. Mientras las autonomías catalana y vasca eran reivindicaciones urgentes y conflictivas nacidas de la propia sociedad y potenciadas por problemas culturales y lingüísticos específicos, la difusión de exigencias se mejantes en otras regiones tuvo como motor el voluinta rismo de algunos grupos marginales o el oportunismo de los partidos de implantación estatal.

El Gobierno de Calvo Sotelo y el PSOE, con la entusiasta colaboración de un grupo de administrativistas deseosos de convertir en realidad el sueño académico de la expertocracia, resolvieron que el problema no era la fiebre imitadora de los estatutos de Sau y de Guernica, sino, las instituciones de autogobierno catalanas y vascas. Pensando: -con buen criterio- que era disfuncional y peligroso multiplicar parlamentos y Gobiernos con competencias políticas y no sólo administrativas, concluyeron -con absurda lógica- que lo oportuno era rebajar los techos vasco y catalán, a fin de homogeneizar, por abajo y según criterios de descentralización administrativa, las instituciones autonómicas.

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La LOAPA ha sido un remedio peor que la enferme dad que se proponía curar o, para ser más exactos, una medicina que no se aplica a quienes presentaban los síntomas de la epidemia del desmadre autonómico, sino a las instituciones de autogobierno que habían entrado en funcionamiento hace más de dos años. Por muchas vueltas que se dé al asunto de la reconducción autonómica, el artículo 152 de la Constitución siempre seguirá diciendo que "una vez sancionados y promulgados los respectivos estatutos, solamente podrán ser modificados mediante los procedimientos en ellos establecidos, y con referéndum entre los electores inscritos en los censos correspondientes". Por mucho que se interprete el artículo 150 de la Constitución sobre la capacidad del Estado para, "dictar leyes que establezcan los principios necesarios para armonizar las disposiciones normativas de las co munidades autónomas", es evidente que la norma fundamental no atribuye a esas hipotéticas leyes el carácter de organicas y que la armonización de disposiciones normativas ya promulgadas no puede extenderse ni a las disposiciones futuras ni a los poderes para dictarlas. Por mucho que se pretenda confundir a la opinión pública española presentando el conflicto de la LOAPA como el desigual combate entre una amplia mayoría representativa de los grandes intereses nacionales y unas minorías particularistas, insolidarias y egoístas, basta un poco de memoria para recordar que planteamientos muy semejantes fueron los que enconaron bajo el anterior régimen las heridas de los catalanes y los vascos hasta convertir, ambas cuestiones en uno de los más explosivos legados recibidos por la Monarquía parlamentaria. ¿Será posible que nuestra clase política no sepa leer el pasado y no entienda que los estatutos de Sau y de Guernica fueron, sin hipérbole, verdaderos compromisos históricos, que no pueden romperse, alegre e irreflexivamente, para satisfacer presiones extraparlamentarias, para rehuir las propias responsabilidades de centristas y socialistas en el desmadre autonómico y para seguir el consejo de unos expertos que se engañan a sí mismos al creer que la política y la ideología ni siquiera salpican la blanca túnica de sus conocimientos tecnocráticos?

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