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El jugador número doce de Italia

Los afortunados testigos presenciales del deslumbrante triunfo de los azzurri, victoria de la ciencia sobre la tecnología y de la razón sobre la fuerza, tuvimos luego ocasión de contemplar en el Telemundial las imágenes asombrosas y admirables del presidente Pertini estallando de júbilo con los goles de Rossi, Tardelli y Altobelli.Me malicio que, de no estar acompañado en el palco por el Rey, tronchado de cómplice risa ante el entusiasmo tifoso del Jefe de Estado italiano, Havelange y Pablo Porta hubieran exigido la inmediata intervención de las Fuerzas de Orden Público para desalojar de su sillón al jugador número doce de Italia, culpable de haber hecho trizas el protocolo de cartón-piedra del acontecimiento. Ahí es nada que alguien se atreva a conculcar las normas de artificiosa neutralidad y simulado sosiego con las que ese turbio tinglado de suculentos negocios que es la FIFA pretende remedar a las Naciones Unidas.

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Sandro Pertini ha enseñado a nuestra envarada, busterkeatoniana y lúgubre clase gobernante que la naturalidad de los gestos, la espontaneidad de las reacciones y la capacidad para la fiesta también tienen cabida en las alturas de la vida pública.

Si hace pocas semanas el encantador niño de Trudeau, fue solemnemente saludado en Barajas por nuestro presidente de Gobierno, como sí se tratase del emperador de los pigmeos, el Jefe del Estado italiano corrió el domingo el probable riesgo de ser importunado, mientras contemplaba apasionadamente el encuentro, con la sugerencia de alguna tabarra de salón sobre Dante o Croce. Pero Sandro Pertini, que sabe distinguir muy bien entre sus obligaciones como gobernante y sus devociones como aficionado, hubiera salido airosamente del compromiso invitando al pelmazo a comentar las analogías y diferencias entre dos futbolistas culibajos tan insignes como Gárate y Paolo Rossi.

En España acaba de relanzarse -¡si Max Weber levantara la cabeza!- la vieja polémica en tomo a la contraposición entre el intelectual y el político con el exclusivo objetivo de que algunos profesionales del poder puedan justificar su torpeza en el desempeño de su oficio, con la coartada de que las tareas de la gobernación dificultan su auténtica vocación de fenomenólogos domingueros. Ignoro si Pertini, veterano combatiente por las libertades, tiene colgados muchos diplomas en las paredes de su despacho, pero no me cabe duda de que la fracción bibliotecómana de nuestra clase gobernante tiende a confundir la cultura con la capacidad para memorizar citas muertas, para almacenar en los arcones los cadáveres de lecturas compulsivamente programadas y para creer que el derecho administrativo es una ciencia. Porque, como se decía en el anterior régimen, una cosa es el rigor y otra muy distinta el rigorizaje.

Pero volvamos a las cosas importantes. Los azzurri ganaron, en realidad la Copa del Mundo el pasado lunes al derrotar a Brasil, de forma tal que los siguientes encuentros contra Polonia y Alemania no fueron sino pruebas burocráticas, emocionantes pero de trámite, para que el destino se cumpliera.

En las gradas y en las calles cercanas al Bernabéu, repletas de banderas tricolores, se escuchaban abundantes gritos, con inequívoca fonética madrileña, de ¡Forcha achurris!. Los aficionados españoles, en verdad, hicieron suyos el domingo los colores de Italia, seguramente por su identificación emocional con la Europa meridional frente a las niebles germánicas y por la sensación de que la squadra vengaba en cierto modo nuestros fracasos, reparaba la injusticia cometida con Francia y rendía homenaje al recuerdo de los bravos argelinos inmolados en el altar del pangermanismo.

Nos enfrentamos, ahora, como heroinómanos sin caballo, con la dura realidad de las largas tardes vacías y con la atroz pesadilla de la próxima Liga española. Creo que la única medicina eficaz para combatir el síndrome de abstinencia y no hundirnos en la melancolía del cumplimiento será fantasear, acerca de la final Italia-Brasil que enfrentará en Colombia, con desgarro para los esquizoides, a los dos gloriosos tricampeones. Los españoles no tendremos más problemas de conciencia que elegir entre uno y otro. Porque, damas y caballeros, parece seguro que Pablo Porta, gorda cabeza de la voraz solitaria que devora las entrañas de nuestro fútbol profesional, seguirá siendo presidente de la Federación a fin de garantizar con todo éxito que nuestra selección ni siquiera pueda tomar el avión para Bogotá en el verano de 1986.

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