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'Kamikazes' de la democracia

Si la cosa no estuviera empezando a resultar trágica y de consecuencias imprevisibles para la trabajosa estabilidad democrática de este país habría que convenir que la crisis de UCD, de la que a estas alturas resulta aburrido y fatigoso hablar, está resultando en sus resultados uno de los espectáculos más grotescos, más apabullantemente irresponsables y más insólitos que se recuerdan. Políticamente, se entiende. Ni los seis millones de electores de UCD, que llevaron a este partido al poder en dos legislativas consecutivas, ni el país se lo merecerían. Oigo con estupor unas declaraciones por la radio de Agustín Rodríguez Sahagún y no salgo de mi asombro. Supongo que compartido por millones de oyentes. Rodríguez Sahagún dixit: algún día hablaré de lo que está pasando porque ya estoy harto de que se quiera hacer de esto (el desarrollo de la crisis) un retrato maniqueo de buenos y malos. ¡Cielos!, ¿pero a estas alturas alguien cree que puede haber buenos y malos en esta historia? ¿Algún político responsable de UCD todavía imagina que el país busca culpables en lo que sólo aparece, porque entre todos lo han querido, como un guirigay de personalismos, de mutuos recelos y complicidades, de mezquinos enfrentamientos y de incapacidades? Lo único que el país está recibiendo, y eso parece que los ucedeos no lo tienen en cuenta, es la resaca de un naufragio que empieza a tener mucho de kamikazismo o, si se quiere, de sansonismo: que el templo se derrumbe sobre las cabezas de propios y extraños, que es, no nos engañemos, lo que está a punto de pasar mientras el penelopismo centrista urde y desbarata trilaterales, acuerdos y desacuerdos, soterrados rencores e impúdicas fugas. Aunque sólo fuera por lo que antes se llamaba vergüenza torera, más de un trásfuga debería meditar sobre la imagen que trasciende de esos abandonos de última hora por mucho que se intenten arropar con el manto falsamente protector de la cobertura ideológica.El caso no tiene precedentes en la política occidental: un partido en el poder, ganador de dos elecciones generales, se autodestruye. Y por lo que parece, debido a estrictas cuestiones personales, ya que, como se ha visto esta semana, el acuerdo ideológico no ofreció mayores dificultades. No así las diferencias entre personas que, según todos los datos, se nutren de rencores y malquerencias irreconciliables. Nadie, absolutamente nadir, podrá explicar a la posteridad el encono entre suaristas y martinvillistas, al fin y al cabo lobos de la misma camada; el papel de Pío Cabanillas; las jugadas de Calvo Sotelo; los silencios y devaneos del duque de Suárez; la irresistible tendencia de Oscar Alzaga a disolver los grupos de los que forma parte; las relaciones entre Femando Abril y el despacho de Antonio Maura, y un largo etcétera de cuestiones que, si no fueran tan mortalmente aburridas, a lo mejor algún día merecía la pena desentrañar. Suponiendo, claro está, que algún despistado historiador del futuro tuviese la paciencia y el humor de sentir vocación investigadora de gallineros. El problema, sin embargo, no es ese. Allá cada cual con su responsabilidad, con sus incapacidades y con esa impúdica exhibición de mezquindades. En el voto, y en la memoria, de los españoles llevarán la penitencia. El problema está en cómo va a quedar el país después de ello y cómo le va a quedar al ganador de las próximas elecciones. Porque la crisis de UCD es algo más que la crisis de un partido político: es la crisis de la transición, de la reforma y de la responsabilidad de una clase política que supo destruir, mai non tropo, el edificio del antiguo régimen, pero se muestra absolutamente incapaz de organizarse en democracia. Suárez va y viene sin considerar oportuno dar explicaciones más allá de alguna entrevista esporádica a los lectores de Hola. Calvo Sotelo no sabe qué hacer con un partido que nunca se tomó en serio..., y así hasta el infinito. Lo único que queda claro es la común e intrasferible irresponsabilidad de unos políticos incapaces de llevar a buen puerto el legado electoral que recibieron. Lo demás son historias, más bien historietas, que a nadie interesan, y aunque interesasen no podrían disimular su carácter injustificable.

De los muchos rasgos a destacar de lo que está sucediendo en una UCD que ya no sabe ni tan siquiera si existe está la realidad de una crisis de pasillos fraguada y desarrollada al margen de los problemas reales de España y de los españoles, efectuada con nocturnidad y alevosía a espaldas de los votantes y por motivaciones estrictamente personales. Lo demás es paisaje. Lo malo es que la transición se hizo sobre un carruaje de dos ejes y no se puede garantizar que la ruptura de uno de ellos no haga saltar el vehículo por los aires. Que es lo que algunos parecen estar buscando, al menos por sus actos, ya que no -se supone la buena voluntad- por sus intenciones. El voto de la derecha en este país se va a quedar sin otra alternativa que la radicalización o la bisagra. Veremos dónde conduce el experimento con los poderes fácticos expecitantes y con el país estupefacto ante el espectáculo. Hay que ser ciego, o ser cabeza de Unión de Centro Democrático para no verlo.

Que un partido se desintegre podía no tener mayor relevancia. Pero si ese partido está en el poder, si además ha supuesto la introducción en el mapa político español de una derecha que procede en buena parte del autoritarismo franquista, pero que se modera y moderniza, su desaparición voluntaria, al margen de los intereses objetivos del país y de sus electores, y por oscuros personalismos, es un auténtico ejercicio de kamikazismo sobre toda la nave de la democracia. Los males de UCD no son, evidentemente, los males de un país que, por suerte, goza de bastante mejor salud que la clase política en el poder. Pero la autoinmolación ucedista es, en las circunstancias actuales, una provocación y un desafío a la estabilidad democrática. Y muy especialmente debido en las circunstancias en que se produce y que los dirigentes de UCD parecen no querer tener en cuenta. Consuela poco pensar que la historia les va a pasar la factura en las próximas elecciones, da igual en las siglas que algunos se escondan o trasvasen.

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El travestismo en política se paga siempre. Lo que importa es saber cómo va a quedar el edificio, en puertas de unas elecciones generales, sin una de sus columnas básicas. Una columna que, ahora lo sabemos, ha sido para algunos un juego y no un mandato imperativo de las urnas.

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