A mamá también le gusta el 'rock'
Y bien, sí, vivimos en la más musical de las épocas. Allá donde nos encontremos, buceando en la noche, bajando en un ascensor, camino del trabajo odiado, incluso velando a un muerto, toda nuestra actividad se encuentra inmersa en trinos de variable atractivo que inundan sin remedio nuestros oídos inermes. Un imperio, este de la música, que no es de ahora, sino algo que ha venido gestándose a la vista de todo el mundo durante los últimos treinta años y que ahora, en pleno esplendor, muestra los primeros síntomas de una profunda crisis.En tiempos lejanos, allá por los años cincuenta, el disco, que apenas era una curiosidad de verbena, un soporte de comunicación destinado a reproducir arias, tonadillas de fin de fiesta o éxitos negros en voces blancas, fue rudamente usurpado por hordas de quinceañeros/as que ante la desesperación e impotencia paternas atronaban la casa con sus 45 R.P.M. llenos de canciones equívocas ejecutadas por adolescentes sospechosos que ¡fíjese usted! llegaban a vender más que Bing Crosby.
La combinación de la radio, el disco y el rock and roll, su coincidencia en el tiempo, procuraron una sólida y entretenida base sobre la que los jóvenes pudieron construir una identidad propia, específica y emocionalmente segregada del mundo escasamente promisorio de sus mayores.
Esta especificidad del rock and roll como música joven, y del disco, como soporte, tenían poco o nada que ver con el contenido de las canciones o las actitudes de los nuevos ídolos. Es cosa sabida que después de la primera explosión de rock salvaje, la de los Berry, Lewis, Presley o Richard el sistema impuso una forma castrada y segura de rock que adquirió el poco heróico nombre de high school (música de colegio). Bueno, pues incluso este bodrio lacrimógeno no por socialmente aceptado era menos exclusivo de los jóvenes. ¡Ningún padre disfrutaba realmente con Frankie Avalon! ¡Ninguna madre iba a entenderlo!
Feudo de menores
Súbitamente la música se había transformado en el feudo de los pequeños de la familia, que proyectaban en sus colecciones de singles una pasión, una entrega y un compromiso como sus padres jamás hubieran soñado. Y es muy aleccionador como, desde ese mismo principio, los perros guardianes del marxismo mecánico se unían a los del economicismo burgués para negar cualquier valor social a esa evidente conciencia de grupo. Pero es difícil imaginar Berkeley, París, Bolonia, Madrid o Berlín (año 68) sin que previamente existieran esos elementos definitorios del grupo; difícilmente se hubiera llegado a la gran contestación sin el hábito de la contestación familiar, cotidiana y compartida con los amigos.
Paradójicamente el poder del rock empezó a declinar en aquella misma época. Por una parte los jóvenes se habían mostrado ya como definitivamente peligrosos y fueron sometidos a una represión constante, por otra la industria discográfica disponía ¡al fin! de ideólogos-ejecutivos competentes cuya capacidad de control era tanto mayor por cuanto supieron tomar en serio las componentes sociales y psicológicas del invento. La música en vivo comenzó a producirse frente a congregaciones masivas, un montaje dinosaúrico en el cual y a pesar de una presunta solidaridad, el oficiante se encontraba tan lejos de los fieles que cualquier intento de comunicación vertical u horizontal devenía utópico. También ocurrió que con el paso de los años, tanto el rock como la misma gente fueron dispersándose en multitud de intereses, estilos, sub-estilos y fusiones que transformaron la música joven en un hecho no tanto específico sino genérico (específico: conjunto de varios individuos con una o más características comunes; genérico: conjunto de especies que tienen una o más características comunes).
A mamá le gusta el 'rock'
Hoy en día las fans de Elvis son madres de familia tan habituadas al rock y al vinilo redondo como sus hijos (a quienes hacen la competencia como compradoras). Las radios tienden a ser, cada vez más, el escaparate de los pocos excitantes discos que la industria considera como objetivos. La misma industria, permeada de marketing desde la pasada década tiende cada vez más hacia la estandarización del rock. La falta de imaginación es patente. El soporte disco, antes amado, muestra graves signos de vejez tecnológica y, en resumidas cuentas, ir con un disco bajo el brazo o afirmarse rocker ya no resulta emocionante, peligroso, o subversivo. Es lo que hace todo el mundo, ni más ni menos.
Que aún se dan comportamientos y músicas marginales es cierto. Que surgen otros nuevos, también. De la gran horda se ha pasado a las pequeñas tribus autosuficientes, capaces, eso sí, de lanzar en un momento dado a sus representantes hasta la cumbre del éxito. Pero excepto subgéneros que perpetúan sus propias formas como el jivi o el folk, una de las características de la situación es el cambio (y consumo) acelerado. Grupos que suben y caen como olas en la playa, formas de vestir que pasan como por ensalmo, lugares de reunión perfectamente privados que cuando dejan de serlo se abandonan, contactos permanentes con otros medios como cine, tebeos, televisión, diseño, radio... Los jóvenes de hoy no parecen tener ni esperanza ni ganas de cambiar el mundo desde cuatro canciones. La gente es algo más cínica, menos crédula, más avisada. Y ahora lo que se intenta de forma explícita o implícita, es aprovechar las fallas del sistema, jugar el propio juego, rechazar trascendencias fácilmente asimilables y exigir que le dejen a uno en paz. La música seguirá estando en la vida. Ya no es la vida.
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