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Reportaje:

La ingenuidad española ante la CEE

Si algún error se ha cometido en las negociaciones con la Comunidad Económica Europea, ha sido el de la ingenuidad. Desde Oreja a Punset, pasando por Calvo Sotelo

Soledad Gallego-Díaz

España va a batir todos los récords de espera a la puerta de la CEE, y eso si en el último momento -y tras la lectura detallada del inventario de problemas que han pedido los jefes de gobierno de los diez- no se opta buenamente por imponernos otra pausa que nos lleve a 1987. El Reino Unido, Dinamarca Irlanda y Grecia, que allá en los años setenta presentaron sus propias demandas de adhesión, no necesitaron más que tres años de negociaciones.Verdad es que la demanda española entró con mal pie en Bruselas. Entre el sí político de los entonces nueve miembros de la Comunidad, que se produjo en septiembre de 1977, y el primer e imprescindible informe de los expertos de la Comisión (el llamado avis o fresco) transcurrió nada menos que un año y tres meses. Las negociaciones, entre comillas, porque, como se verá, España y la CEE no han negociado aún nada o prácticamente nada, empezaron el 5 de febrero de 1979 con el objetivo inicial de realizar rápidamente un examen conjunto de los problemas de la ampliación. Al día de la fecha, la vue d'ensemble está todavía coja: los diez no han abierto la boca oficialmente ni en lo relativo a la agricultura ni a la pesca.

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Ello no obsta para que los servicios técnicos de la Comisión -que prepara la negociación, pero no decide sino que somete sus propuestas a los Estados miembros- rebosen materialmente de cientos de informes y estudios. España ha presentado cerca de noventa. El Consejo de Ministros de la CEE nos ha contestado con algo más de cuarenta y la Comisión ha calculado, por su parte, hasta las más mínimas consecuencias de la integración española. Eso sin contar los centenares de trabajos -sin exagerar lo más mínimo- realizados por el Parlamento Europeo, el Consejo Económico-Social, organismos profesionales homologados por la CEE y organismos privados pagados con dinero comunitario. En estos momentos, la Comisión espera recibir tres nuevos estudios, que le cuestan más de cuarenta millones de pesetas, sobre el impacto de la adhesión de España en tres regiones francesas e italianas. Tanto informe no sólo no ha servido para adelantar las negociaciones, sino que, a lo que se ve, ha complicado las cosas: ahora hace falta un inventario de conjunto que, según el portavoz de la Comisión, no se realizará antes de fin de año.

El ritmo, francamente cojitranco, de las conversaciones con España, cuidadosamente ocultado por el Gobierno de Madrid, recibió la puntilla el 30 de mayo de 1980, cuando, tras una pelea memorable entre Margaret Thatcher y Valéry Giscard d'Estaing, éste se vio obligado a ceder, y la CEE aceptó revisar la contribución británica al presupuesto comunitario. Se ponían en cuestión, al mismo tiempo, los mecanismos financieros y la política agrícola de los diez. Madrid no se dio por enterado y Leopoldo Calvo Sotelo no modificó un ápice su táctica negociadora. Giscard, que preparaba su campaña electoral, tomó la iniciativa, y cuando todo el mundo, salvo los protagonistas directos, contaban ya que las negociaciones estaban paradas, el presidente francés se descolgó con su famosa pausa de reflexión, que tanta polvareda levantó en España.

La CEE en su conjunto prefirió ignorar la declaración, pero, sin institucionalizar la pausa, dejó las manos libres a París para que bloqueara a su antojo los intercambios de papeles. Calvo Sotelo mantuvo entonces una actitud dura: "Creo, señor presidente", afirmó el 21 de julio de 1980 en una reunión con los comunitarios, "que a estas alturas España y la Comunidad deben preguntarse, y deben responderse con claridad sobre las vías para que la negociación avance sin tropiezos y sin condiciones previas". El ministro español exigió ser asociado a la reflexión interna, pero su intervención cayó en el vacío: la CEE estaba ocupada.

Todo continuó como estaba, es decir, bloqueado, aunque cada cierto tiempo se reuniera la conferencia negociadora para, en veinte minutos, intercambiarse aburridos y necesarios documentos de segunda fila. Incluso, para que Calvo Sotelo pudiera esgrimirlo ante la opinión pública española como la prueba irrefutable del avance de las conversaciones, los diez dieron a la luz un teórico documento agrícola en el que, lamentablemente, no figuraba ni una sola propuesta.

Las elecciones francesas y el triunfo de los socialistas hizo olvidar la pesadilla Giscard, aunque por poco tiempo. Los nuevos responsables del Elíseo parecían haber cambiado la táctica, pero el objetivo era el mismo: retrasar lo más posible la negociación, con la complacencia de otros países comunitarios. Mitterrand afirmaba que Francia no bloqueaba ni tenía intención de hacerlo, pero sus representantes en Bruselas se dedicaban sistemáticamente a plantear condiciones previas. La clave de la nueva etapa la dio una reunión en julio de 1981: José Pedro Pérez-Llorca y André Chandenagor -secretario de Estado francés para Asuntos Europeos- protagonizaron un choque frontal, extremadamente violento, según los testigos. Francia exigía que antes de negociar nada España se comprometiera a implantar el impuesto sobre el valor añadido (IVA) desde el mismo momento de la firma del tratado de adhesión. El ministro español se negó indignado, pero algunos meses después, condición previa o no, Madrid anunciaba que estaba dispuesto a sacrificarse: el IVA entraría en vigor cuando la CEE quisiera. La maniobra permitió que la presidencia belga de la CEE, en el primer semestre de este año, relanzara las conversaciones.

Peor que Giscard

El pasado mes de marzo -y aunque la agricultura y la pesca siguieran siendo sistemáticamente ignoradas por la Comunidad- España y los diez protagonizaron la primera -y por el momento la única- auténtica negociación desde aquel día de febrero en que, tres años antes, empezaron a sentarse en la misma mesa. Francia, cogida en cierta forma a contrapié, no pudo reaccionar, y cuatro capítulos -movimiento de capitales, derecho de establecimiento, política regional y armonización de legislaciones- quedaron cerrados. Hasta el propio Pérez-Llorca no daba crédito a sus ojos. La alegría duró poco. El 21 de junio, con otros cinco capítulos, el fracaso fue absoluto: la CEE no quería, pura y simplemente, negociar. Se corría el riesgo -según la CEE- de aislar los capítulos de agricultura, pesca y asuntos sociales, táctica que favorece a Madrid.

La institucionalización de la pausa llegó en la última cumbre europea. Por primera vez, los diez reconocen lo que resultaba evidente: sus problemas internos -aún sin resolver- son prioritarios, y hay que valorar el coste de la ampliación. Las crisis de la Comunidad han alcanzado tales niveles que Italia, Grecia o la RFA no necesitan ya esconderse detrás de Francia.

Tal vez sin la posición de abanderado de Mitterrand se hubiera podido encontrar una solución, pero en las condiciones actuales nadie quiere correr el riesgo. Las anteriores ampliaciones han dado mal resultado y están en marcha dos renegociaciones (Reino Unido y Grecia). La RFA, que hubiera podido contrarrestar el peso de París, ha dejado hacer. El canciller Schmidt está en una posición de debilidad interna y no tiene prisa por pagar la factura que le toca.

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