La patata caliente
EL CONGRESO de los Diputados, al aprobar la ley orgánica para la Armonización del Proceso Autonómico, ha incorporado una disposición transitoria que retrasa por cinco meses la¡ entrada en vigor de la norma, una vez que ésta haya sido ratificada por el Senado y promulgada por el Rey. El propósito de ese plazo dilatorio es dar tiempo -insuficiente por lo demás- al Tribunal Constitucional para que se pronuncie sobre los eventuales recursos de inconstitucionalidad presentados por el Gobierno y el Parlamento de Cataluña o del País Vasco.En un comentario anterior (véase EL PAIS de 23 de junio de 1982) apuntamos los graves peligros que encerraría la decisión del partido del Gobierno y del PSOE de endosar al Tribunal Constitucional la entera responsabilidad de resolver un complejo conjunto de problemas en los que se entremezclan las posiciones ideológicas, las dimensiones políticas y los aspectos estrictamente jurídicos. Los padrinos de la LOAPA no han rectificado las ambigüedades e imprecisiones del proyecto, verdadero semillero de juicios de intenciones y de interpretaciones contradictorias, y envían al Tribunal Constitucional un texto intencionadamente escurridizo instalado en las borrosas fronteras que delimitan la tierrra firme del derecho y el panatano de las decisiones políticas. El alto tribunal, que se ha ganado el respeto de los ciudadanos durante dos años de intenso y eficaz trabajo, es el "intérprete de la Constitución", pero los instrumentos, conocimientos y enfoques de los que dispone para esa tarea proceden de la hermenéutica jurídica y no de los chalaneos de pasillo y las promesas verbales incumplidas. Sin embargo, es un estruendoso secreto a voces que los autores o perpetradores de la LOAPA han utilizado el neutro material de la técnica jurídica, tan buen conductor de los propósitos políticos como el cobre lo es de la electricidad, para realizar una reforma encubierta del título VIII de la Constitución y de los Estatutos de Sau y de Guernica que les evite los engorrosos -pero legalmente imprescindibles- trámites de la modificación del articulado de esos textos mediante referéndum popular.
Cargar sobre el Tribunal Constitucional todo el peso de esta vidriosa polémica, rehuyendo las negociaciones previas con las instituciones de autogobierno catalanas y vascas para llegar a acuerdos políticos razonables sobre los aspectos extrajurídicos de los puntos conflictivos, es como tratar de que el presidente de una corrida baje al ruedo para lidiar un Miura marrajo y mansurrón. El alto tribunal, intérprete y guardián de nuestra norma fundamental, no debe ser convertido, por intereses electoralistas y partidarios, en una tercera Cámara superpuesta al Congreso y al Senado, ni nuestro régimen parlamentario puede ser transformado en una extraña variante del sistema de gobierno por los jueces. Desgraciadamente, esa es la dirección elegida por UCD y por el PSOE: sacarse de encima la incómoda y desgraciada LOAPA, cuyo embrión fue fecundado en los últimos días de febrero de 1981.
Pero la Cámara baja, esto es, los grupos centrista y socialista, maridados en una arrogante y abrumadora mayoría aritmética de escaños, no sólo envía al Tribunal Constitucional la patata caliente de la LOAPA, en su fase actual sobrecargada de implicaciones y motivaciones político-ideológicas, sino que, de añadidura, pretende que los magistrados la pelen y se la coman a toda prisa y a fecha fija. La experiencia de los tribunales constitucionales alemán e italiano enseña que los magistrados demoran en ocasiones sus sentencias durante años y que el control de la fecha para pronunciar sus fallos es una parte sustancial de su fuerza y de su independencia. UCD y PSOE, en cambio, ponen al Tribunal Constitucional entre la espada y la pared al conminarle implícitamente a que dicte sentencia antes de que transcurran cinco meses desde la publicación de la LOAPA en el Boletín Oficial del Estado. La insolencia es tanto más desconsiderada cuanto que este lapso de tiempo puede quedar incluso reducido a dos meses, ya que los eventuales recurrentes disponen de un plazo de tres meses para ejercer su derecho. Resulta, así pues, casi inaudito que el Gobierno y los socialistas exijan del alto tribunal que se pronuncie sobre un asunto tan complejo y delicado, merecedor de largas reflexiones, abundantes discusiones y meditados resultandos, a ciento cincuenta días, o sesenta días, de la fecha de su factura. Si la sentencia fuera pronunciada antes de la conclusión de ese conminatorio plazo, se crearía el espacio para la sospecha de que el Tribunal Constitucional pudiera haber actuado a la ligera y atropelladamente o, lo que es peor, cumpliendo disciplinadamente un encargo. Y si el fallo, como sería lógico, se retrasase, la LOAPA entraría en vigor en completa precariedad y con el pésimo precedente de que sus patrocinadores en las Cortes no están seguros de su constitucionalidad. Para mayor gravedad, la sentencia podría ser hecha pública, de aceptar los magistrados el ukase gubernamental, cuando las elecciones generales, en cuya campaña la LOAPA desempeñará un importante papel, estuvieran a punto de realizarse.
El recurso previo de inconstitucionalidad, al que hicieron equívocas referencias Felipe González y Rafael Arias Salgado hace pocos días, seguiría arrojando al Tribunal Constitucional esa patata caliente de la que los consensuadores de los pactos autonómicos desean zafarse, pero al menos daría libertad a los magistrados para resolver sin agobios ni presiones el litigio. Dado que Leopoldo Calvo Sotelo se ha encargado de condenar al limbo de la sede vacante la institución de Defensor del Pueblo, una de las instancias legitimadas para interponer el recurso de inconstitucionalidad, es obligado descartar ese posible origen. El recurso previo puede ser interpuesto, desde luego, por los Gobiernos y Parlamentos de las comunidades autónomas, pero sería mucho más adecuado que esa acción procediera del interior del Congreso. Las intoxicadoras sugerencias de que la LOAPA está ocasionando un enfrentamiento exterior entre las Cortes Generales, representantes de la soberanía nacional, y unas instituciones locales mezquinas, parroquiales e insolidarias deberían ser contrarrestadas, por imperativos del juego limpio democrático, a través de una fórmula que permitiera un recurso previo nacido en el propio Parlamento nacional. Nadie puede pedir al Gobierno o a los grupos parlamentarios centrista y socialista que realicen la cabriola de recurrir contra la norma que apadrinan y saquen de esta manera a la superficie sus temores o certezas respecto a la naturaleza inconstitucional de la LOAPA. Ahora bien, las minorías catalana y vasca no podrían alcanzar por sus propias fuerzas, ni siquiera con el apoyo de los comunistas, los andalucistas y una parte del Grupo Mixto, las cincuenta firmas de diputados que la Constitución exige para la interposición del recurso. Es evidente que esa cifra de cincuenta diputados no contiene mágicas virtudes democráticas ni ocultas connotaciones pitagóricas, sino que es una simple convención y un tope puramente formal. Por esa razón, sería perfectamente posible e irreprochablemente correcto que centristas y socialistas prestaran a catalanes y vascos las firmas de complacencia indispensables para la interposición del recurso previo de inconstitucionalidad que dejara al alto tribunal libertad para discutir, sin prisas, el litigio. Comportamientos de este tipo encajan a la perfección dentro de los usos parlamentarios de un país civilizado y pueden enriquecer nuestros débiles hábitos de juego limpio y transparencia pública.
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