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Reportaje:

'La gran esperanza blanca' nunca más se llamará Gerry Cooney

El último hombre no de color que intentó la aventura del campeonato de los pesos pesados cayó ante Larry Holmes, que mantiene el mito de la hegemonía negra en el boxeo profesional

A finales de marzo de 1915, Jack Johnson, el prirrier campeón mundial de raza negra, recibía una propuesta de los promotores blancos: ya se había deshecho de Tommy Burns, su antecesor, y de James J. Jeffries, un ex campeón invicto y blanco a quien los racistas le habían enviado para vengarse, con el nombre y la divisa de La Gran Esperanza. Precisamente, lo único que aún no había hecho en su vida aquella fría estatua de betún era perder ante un blanco."Has ido demasiado lejos, Jack. Y dentro de poco vas a estar en la ruina. Por no tener, ya no tienes ni siquiera rivales. Sam Langford, tu compadre, se está quedando ciego y dicen que pega de oído. Sam McVea anda por ahí pidiendo una escoba prestada para barrer las colillas de los puros que los blancos se fuman en el ring-side del Madison, y Joe Jeannette le sigue para recoger y vender las que se deja atrás. Convéncete, Jack: un campeón que no tiene rivales trae la miseria. ¿Cómo hacerte pelear contigo mismo? Dentro de poco, Jack, no va quedarte más oro que el de tu dentadura. Esta es nuestra oferta: nosotros te doblamos la bolsa; tú doblas la rodilla".

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Jack London: "¡Jeff, levántate!"

.¿Doblar la rodilla yo? ¿Ante quién?".

"Se llama Willard, Jess Willard. Eso es todo lo que tienes que saber".

Habían dicho "Willard". ¿Quién sería ese tipo? Alguien vino a decirle que era un gigante. Dos metros más o menos, Jack. Un gigante que se ganaba la vida trabajando como cow-boy en el cercano Oeste. "¿Y qué esperan? ¿Que me deje cabalgar por él?". El maldito Jack siempre sería el mismo empedernido bromista.

Los promotores hicieron un último intento. "Sólo tienes que tumbarte y esperar a que el árbitro cuente hasta diez".

Jack y Jess se encontraron en un ring levantado en una pradera de La Habana el día 5 de abril de 1915. Todo parecía estar en orden, con una sola excepción: en vez de los antiguos búfalos, eran miles y miles de espectadores yanquis quienes habían conseguido un lugar junto a aquel abrevadero.

Jess y Jack se saludaron, se desearon suerte a sabiendas de que la suerte y el deseo eran valores indiferentes, y se pusieron en guardia. Parecían un gigante torpe y blanco empeñado en alcanzar a su sombra.

Antes de resolver, Jack midió con la vista a aquel pobre tipo. Bastaría un crochet de izquierda a la punta del mentón para que los dos metros de vaquero se desplomasen sobre una esquina del corral. Pero no. Esta vez no habría crochet. En el asalto vigesimosexto, aprovechando que se acercaba una mano de Jess, una manaza tonta, blan da, ignorante, se dejó caer con lentitud; parecía una figura de alquitrán derritiéndose bajo aquel calor de pesadilla que provocaba raros efectos y hacía coincidir los gritos con las chispas.

Tumbado al sol

Había cumplido su parte en el contrato. Con un solo error: se había tumbado boca arriba. El sol, un sol africano que pasaba sobre Cuba, hendía los párpados, reblandecía los huesos, abrasaba las profundidades. Sin darse cuenta de que oficialmente estaba knockout, se tapó los ojos con un guante para protegerse. Un fotógrafo rápido de reflejos disparó su cámara de magnesio. Los espectadores o búfalos no se dieron cuenta. Jack cobró y se fue.Willard se quedó. Los blancos esperaron a que saliera de alguna parte un blanco fuerte, fuerte de verdad. Un día descubrieron a un tal Jack Dempsey, a quien Damaban El Martillador de Manassa. Los promotores decidieron montar un nuevo combate del siglo.

En esta ocasión el protocolo fue muy escueto. Ante nuevas manadas de espectadores que agitaban primero algo verde, luego algo borroso y más tarde algo rojizo y húmedo, Jess, con los ojos cada vez más nublados, recibía una de las palizas más brutales que se recuerdan.

Años después, cuando Jess había vuelto a limpiar los establos, Dempsey perdía por puntos ante Gene Tunney, El Hombre de Perfil, en el famoso combate de la cuenta larga. O el árbitro estaba comprado o no sabía contar, dijeron los críticos. En el desquite, Tunney, favorito de la multitud y de los promotores, ganó de nuevo y ni siquiera llegó a caer.

Hubo entonces un fuerte olor a gasolina en el Reichstag alemán, y un adivino presintió un fuerte olor a pólvora en Pearl Harbour. Llegaban de Europa, uno tras otro, Max Schmeelling, Paulino Uzcúdum, Primo Carnera y otros campeones vencibles, pero exóticos. Y, sobre todo, muy blancos. Luego, las cosas se disolvieron en París cuando atacaba Alemania, en Normandía cuando contraatacaban los aliados y, al final de la guerra, los campeones, falsos o auténticos, se habían disuelto a los pies de Joe Louis, El Bombardero Negro.

Siempre negros

Desde el final de la guerra, el título mundial de los grandes pesos, es decir, de todos los pesos, ha sido una finca de los negros. Hay fundadas sospechas de que Johansson y Marciano, los dos únicos campeones blancos, destiñeron para camuflarse. Por si fuera poco, una noche apareció Cassius Clay, se hizo llamar Muhammad Ali y se fue a orar a La Meca, camino de Zaire. Allí le recibieron como si no estuviera en viaje de negocios, sino en viaje de vuelta: en su victórioso combate contra George Foreman. "No es un negro; es un blanco teñido", decía él.Hace algo más de un año, los promotores anunciaron que había aparecido la penúltima esperanza blanca. Se llamaba Gerry Cooney. Holmes aceptó las condiciones de los promotores sin remilgos. "¿Cooney? ¿Y quién es ése?". Era un blanco muy alto. Casi dos metros, Larry. "¿Y qué? Los altos tienen una desventaja sobre los bajos: caen desde más arriba".

Para ánimar el ambiente, los matchmakers ensayaron con Cooney toda clase de trucos publicítarios. Un día le pusieron chaquié y le hicieron pasar por Gentleman Gerry; otro le vistieron con Jeans azules y cazadora de cuero, y le transormaron en Rocky Cooney. "¿Tiene algo más que estatura?", preguntaba Holmes sin mucho interés. Tenía también una buena izquierda; una mano muy rápida que trazaba una línea curva y ascendente, como el gancho de un carnicero. "¿Y la derecha?". Nada de nada. "Peor para él".

Cuando faltaban algo más de seis minutos para el final del combate, Cooney cayó lentamente en un rincón. Holmes no hizo grandes demostraciones para celebrar la victoria. Se limitó a levantar los brazos y, siguiendo la costumbre de los viejos leones de la sabana, rugió una sola vez.

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