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Londres en junio

Unas horas libres entre dos aviones me dieron oportunidad de caminar sin propósito fijo por Londres. Era una mañana en que la inmensa y yuxtapuesta ciudad se estiraba bajo el halo matutino de un sol casi veraniego. El londinense -se ha escrito muchas veces- vive obsesionado por las mutaciones de la naturaleza a la que ha incluido y respetado en variadas formas en el casco urbano de los edificios. No tiene solamente a su disposición inmensos y frondosos parques, sino un sinnúmero de squares, esas plazas de reducida dimensión y de nombre dificil de traducir en las que árboles de gigantesco tronco envuelven la visibilidad de los vecinos que habitan en torno al cuadrilátero con sus espesos follajes. Desde Picadilly me asomé a las yerbas del pastueño Green Park con el fondo del parque de Saint James, uno de los más cromáticos paisajes de la capital, con los plátanos, de núbil verdeo todavía; los álamos temblones, los castaños festoneados de rosa y las hayas de sombra clara.No sé quién dijo que los habitantes de Londres disfrutan del césped de sus parques como ningún otro ciudadano europeo. A millares ocupaban esa mañana las praderas, emparejados en tumbonas de lona o retozando en el lujuriante praderío. El británico es recatado en su privatización individual, pero establece una especie de cabina imaginaria en su derredor cuando sale a recibir el sol que anuncia la primavera y el alza de la savia en troncos y ramas. En su prodigioso ensayo sobre Londres explica Pritchett cuánto debe la ciudad a John Nash, el genio arquitectónico y urbanista que se anticipó a su tiempo salvando estos ámbitos verdes de la concupiscencia avasalladora de los constructores. John Nash inventó asimismo las terrazas ochocentistas, ostentosas y ceremoniales y el gusto de las fachadas estucadas para alegrar el severo granate de los ladrillos que producían las arcillas del suelo de Londres.

Pritchett llama a Nash el Brummell de la arquitectura, el hombre que impuso una nueva moda inspirada en el continente. Mientras el dandy de la elegancia masculina exhibía la camisa almidonada, John Nash ofrecía la fachada estucada. Uno imponía su estilo en la ropa. El otro, en los edificios.

El vagabundeo me llevó hacia el Strand, y de allí marché al corazón de la City, en donde se yerguen los emporios del mercantilismo navegante y colonial. Es sorprendente observar la natural simbiosis en la que conviven las viejas pequeñas iglesias de la City y los inmensos bloques de cristal y acero (le los rascacielos financieros. Parecen aquellos pequeños templos, nichos de oración que hubieran quedado escondidos en las grandes colmenas de los money-makers. Uno se acuerda de Max Weber y de sus ensayos sociológicos sobre la ética protestante y el empuje del capitalismo. Esos oratorios, en parte convertidos en museos, son verdaderas joyas en su género. Christopher Wren reconstruyó 35 de ellos quemados en el gran incendio de 1666. EL genio de Wren modeló entonces la traza de Londres y dejó su huella en la línea actual del perfil de la ciudad, Dicen que el extraordinario arquitecto quedó profundamente impresionado cuando viajó a París y conoció a Bernini, que levantaba el palacio del Louvre. Su estilo tuvo desde entonces un ramalazo del barroquismo italiano añadido a su repertorio científico y geométrico. Cuando reconstruyó San Pablo tuvo en cuenta ese elemento en la estructura interior de la basílica que es ambivalente y evoca a la vez las

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modalidades del culto protestante y de la liturgia católica desde el punto de vista de la asistencia y colocación de los fieles. San Pablo es el Vaticano de la Reforma y uno de los señeros monumentos religiosos del mundo occidental que tiene dentro de su desnuda grandeza un toque de elegancia meridional y caliente. Es la tentación romana de la que acusaban a Mazarino los clasicistas severos del siglo XVII francés.

El calor de este día de mayo daba especial animación a Fleeet Street invadida por millares de funcionarios en mangas de camisa que salían apresurados de sus oficinas a tomar un bocado y una cerveza en la intermitencia laboral del mediodía. La Prensa, con su considerable poder y su celosa independencia, se concentra en estos edificios, de modo semejante al poder judicial y abogacil que se reúne a poca distancia de allí en el temple y sus nobles construcciones que forman por sí sola un bastión autónomo como si quisieran acentuar la singularidad de su ámbito.

Tomé un taxi para volver al lejano aeropuerto. El taxi londinense es distinto de los del continente y de los americanos. Tiene algo de armario o de sillón con ruedas, o de silla de manos motorizada. Se desliza en un tráfico denso y pegajoso, pero que, curiosamente, posee algo de silencioso y pragmático en cotejo con otras capitales de Europa. El conductor es casi siempre locuaz y preguntón. Emite sus opiniones sobre la actualidad con rotunda independencia. Londres es una comunidad sosegada en la que hay un mínimo cupo de manifestaciones callejeras violentas. La ciudad vive, sin embargo, horas de inquietud y de preocupación. El conflicto del Atlántico sur provoca llamativos titulares en los diarios de gran circulación que buscan sensacionalismos y demagogia en beneficio de sus tiradas millonarias. Pero el londinense es reflexivo y cauteloso y no se inflama fácilmente. Aunque la gigantesta operación naval emprendida haya despertado la conciencia de la tradición militar británica, se entiende mal la motivación de un conflicto. que es en sí irracional y enfrenta al Reino Unido con su tradicional y mejor cliente del mundo iberoamericano tanto desde el punto de vista comercial como del financiero. La amistad argentinobritánica era un supuesto previo en el contexto internacional hasta hace pocos años.

Adiós a 'la ciudad irreal'

El gran Londres se extiende hacia los cuatro rumbos en forma impetuosa y continuada. Desde el avión se adivina ese crecimiento que parte del núcleo inicial y se apoya sobre el eje del cauce serpentino del río. Doce o quince años ha tardado la ciudad en sacudirse la polución de las aguas y del aire acaba do con el smog y reduciendo las nieblas legendarias a su mínima expresión. El coste de la operación redentora ha sido de muchos billones de libras. Ya no se podrán repetir con verosimilitud las estrofas en las que Eliot la llamaba "ciudad irreal envuelta en la nibla amarilla del amanecer de invierno", o calificar a Londres de "ciudad de la niebla", como lo hizo Pío Baroja en una de sus mejores y más dramáticas novelas.

El Londres de hoy es la cabeza política de lo que los comentaristas europeos llaman "la Gran Bretaña de Mrs. Thatcher", que no es una nación integrada en el personalismo aunque la cuota de su popularidad se mantenga muy alta. Londres es una comunidad crítica que observa y analiza su propia realidad social. La cifra de los tres millones de parados gravita con su específico peso sobre la coyuntura económica. Es cierto que las subvenciones al desempleo funcionan con eficacia concluyente, y que la renta del petróleo del mar del Norte es por su importancia capaz de equilibrar otros graves desniveles. El conservatismo, vencedor electoral en 1979, ha repuntado de nuevo en los comicios locales a pesar de los magros resultados del monetarismo friedinaniano. La firmeza del Gobierno en la dramática aventura de las Falkland y en el tenso diálogo con los socios comunitarios de Bruselas responde a un extendido anhelo de la opinión que acusaba al largo período laborista de no haber resuelto los problemas del paro y de la inflación y convertido en desvaída la imagen exterior de la política británica hasta dejarla sin tono ni respetabilidad en un panorama internacional de talante selvático e implacable. El. Reino Unido, que ha descolonizado un gigantesco imperio desde 1950 hacia acá, no aspira ciertamente a gobernar el mundo, ni. siquiera a regir las olas, pero sí desea que le tomen en. serio en la. comunidad de los pueblos.

Margaret Thatcher, como Edward Heat, como Wilson y Callaghan, proceden de los sedimentos modestos de la clase media. Ello prueba que pese a las desigualdades de la oportunidad educativa, el talento y la dedicación permiten el acceso al poder político supremo de cualquier, ciudadano con independencia de sus orígenes sociales. Ello es uno de los elementos de estabilidad de la democracia británica. El otro es quizá la fortaleza de la corona, que habiendo abandonado gradualmente sus prerrogativas aumenta su influencia personal y evoca en las manifestaciones externas del ceremonial la identidad de la nación representada en la magia de los símbolos.

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