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Lo que no adivinó el oráculo

El jueves nos fuimos a consultar al oráculo. A las siete de la mañana tomamos en Atenas un autobús refrigerado y tres horas después estábamos en Delfos, la patria del oráculo, la ciudad sagrada de Apolo que fue en su tiempo el ombligo del mundo. El autobús iba lleno de gringos domesticados que seguían con mucho juicio en folletos de colores las explicaciones que el guía griego nos hacía en su inglés casi imaginario.En realidad, el idioma universal no es el Inglés, sino el inglés mal hablado. Si uno lo habla apenas bien no encontrará quien entienda lo que uno dice. En las largas pausas sin información nos dejábamos narcotizar por la música universal, que no es la de Mozart, como dicen los entendidos, sino esa música infinita de malos entendidos que suena sin misericordia en todos los ascendores del mundo.

El viaje fue lento, cauteloso, pues los chóferes griegos tienen instrucciones de tomar su oficio con calma para no asustar a las señoras jubiladas que vienen de Nevada, de Maryland, de Kentucky, acompañadas por viejos maridos que a veces no son suyos, sino prestados a escondidas para jugar al amor otoñal después de consultar el oráculo. Viajamos despacio a través de trigales soleados y olivos milenarios, y después por desfiladeros pavorosos donde volaban unos pájaros enormes y oscuros que en épocas mejores fueron las águilas de Zeus. A un cierto momento, el guía se atrevió a decir: "A la derecha pueden ver una torre del siglo XV". Lo dijo con una cierta vergüenza, y con razón, pues en un país donde uno se encuentra de pronto comiendo con una cuchara del siglo VII antes de Cristo, un pedazo de torre como aquella no tiene más interés que una estación de gasolina. Sin embargo, los guías cumplen con su deber, porque los turistas esperan que se les diga todo por el dinero que pagan, y de todos modos, si no se lo dicen lo preguntan. Por eso, cada vez que llego por primera vez á una ciudad, me inscribo en un programa turístico y salgo de eso de una vez por todas. A partir de entonces, sé que todo lo que vea lo tengo que descubrir por mis propios medios, puesto que ya conozco todo lo conocido. Más aún: en ciudad de México, después de vivir allí veinte años, me inscribí en una caravana sólo por la curiosidad de saber cómo le enseñan la ciudad a los turistas, y me quedé sorprendido de cuántas cosas habían pasado inadvertidas para mis ojos de residente.

Sin embargo, debo reconocer que me interesa más la leyenda que la realidad histórica, y que, por consiguiente, en Grecia me interesa más Homero que Herodoto. En mi visita al oráculo, más por lo mismo, me interesaban las fuentes del drama de Edipo que la historia de tantos tiranos que encontrarón en aquel jugar su desgracia o su fortuna. La emoción empezó en el transcurso del viaje, cuando dijo el guía: "En este lugar, según la leyenda, Edipo mató al rey Layo, su padre". Pero fue esa la única mención que se hizo en todo el viaje. Al parecer, el drama de Edipo se considera aquí como ficción pura, tanto como las aventuras de Ulises o la desgracia de Medea. En cambio, no sé por qué extraña trasposición, los personajes de la mitología han sido aceptados en los dominios de la vida real.

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A uno le hablan de Prometeo encadenado y expuesto a la ferocidad de las aves de rapiña en la cima de una montaña, y le cuentan que Apolo luchó contra la serpiente Phyton hasta que logró suplantarla, y le explican el mundo a través de los dioses innumerables y las diosas traviesas como si fueran más reales que los hombres y las mujeres de Sófocles.

En cambio, las mejores verdades, las más humanas, se ocultan por pudor. Del Partenón, que se sostiene apenas como si fuera hecho de cáscaras de huevo, se nos dice que fue el gran templo de Atenas, que en el siglo XIII fue convertido en santuario católico por los cruzados y en mezquita turca dos siglos después, pero se nos oculta en cambio el que fuera su destino más humano: residencia ocasional de las cortesanas de algún rey de Macedonia en el siglo IV antes de Cristo. Asimismo, del oráculo se nos cuenta que las pitonisas debían pasar de los cincuenta años, que debían ser feas y vulgares y que "desde el momento en que se consagraban al servicio de Dios debían abandonar a sus maridos y a sus hijos". Pero no se nos dice la razón, y es que al principio eran las vírgenes más jóvenes y hermosas del país, cuyos encantos terminaban por ablandar al más incorruptible de los peregrinos.

De modo que cuando llegamos a la cumbre del santuario de Delfos ya el guía nos había contado todo, pero no nos había dado ningún elemento nuevo sobre el drama de Edipo, que a fin de cuentas era lo único que me interesaba del oráculo. Cuentan que la pitonisa, antes de profetizar, se purificaba en las aguas de la cercana fuente de Castalia y masticaba hojas de laurel y aspiraba vapores de incienso y mirra, hasta el punto de que apenas si era dueña de sí misma cuando debía responder a las preguntas que le hacían los viajeros llegados de todo el mundo conocido, y que bien podían ser reyes o mendigos. Cuentan que sus respuestas eran alaridos y contorsiones incomprensibles que los sacerdotes descifraban a su manera. De modo que era imposible conocer el sentido exacto de la adivinación, y corno todas las adivinaciones, sólo podían entenderse a fondo después de que se cumplía. La más célebre, sin duda, fue la que recibió. el rey Creso, famoso por sus riquezas sin cuento, cuando quiso saber si convenía hacer la guerra contra los persas, cuyo reino estaba al otro lado del río Halys. El oráculo contestó: "Si Creso atraviesa el río, destruirá un. gran reino". Creso lo hizo y fue derrotado, con lo cual se cumplió la predicción, pues destruyó su propio reino, que era uno de los más poderosos de su tiempo. En cambio, al contrario de lo que ocurría en la realidad, la predicción que recibió Edipo, rey de Tebas, fue directa y explícita: la peste sería conjurada el día en que se descubriera quién había ;ido el asesino de Layo, el rey anterior. Edipo lo descubrió, como si,- sabe, y descubrió al mismo tiempo su propia identidad y su propio destino. Y así nació para siempre la única estructura literaria. de una perfección absoluta: el investigador que descubre que el mismo es el asesino.

Lo más impresionante del santuario de Delfos, sin duda, es el lugar donde fue construido. Uno estaría dispuesto a. creer que, en efecto, era el ombligo del mundo si no se conocieran los altos de Machu Pichu, en los Andes, donde se tiene de veras la impresión de haber cambiado de planeta. Uno estaría dispuesto a postrarse de admiración ante estas construcciones de piedra y de sueño si no se conociera el ámbito mágico de Uxmal y Chichen Itza, en Yucatán, donde todavía parece sentirse la respiración de los seres que lo vivieron. Pero la comparación no es justa, porque los centros ceremoniales de México están casi intactos, y en cambio los monumentos de Grecia son apenas los restos de un saqueo histórico despiadado.

En realidad, aquí se viene a conocer los lugares y a imaginar, a través de tantas lecturas atrasadas y del inglés aproximado de los guías, cómo eran los monumentos antes de que pasaran por aquí las hordas imperiales de los países que hoy se sienten civilizados. Perdida en la constelación de las Cícladas hay una isla minúscula -Mílos- de la cual nadie se acordaría al pasar si no fuera porque allí fue encontrada la Venus sin brazos que es el atractivo mayor -junto con la Gioconda- del Museo del Louvre.

En el Museo de Delfos, por puro milagro, queda la estatua de un auriga fundido en un bronce que todavía parece vivo, y que para mi gusto es una de las obras más asombrosas de las artes de todos los tiempos. Pero el resto no son sino los escombros que quedaron después del saqueo. Porque lo mejor de todo este mundo -salvo los lugares, que por fortuna no se pueden llevar- no está donde los dioses lo pusieron, sino en el Museo Británico, en Londres, o en el Louvre, en París. A pesar de la sabiduría y el poder adivinatorio de este oráculo de miércoles que ya no se acuerda de Edipo.

© 1982. Gabriel García Márquez

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