El pensamiento perdido
Unos a otros nos auscultamos esperando la palabra mágica, la voz clarificadora que despeje el camino. Y nos perdemos. Hay como un acuerdo latente y generalizado de que sólo se tiene la certidumbre de lo que no se sabe. Nunca ha sido fácil pensar sin sentir el riesgo que produce la tentación de una aventura de desconocido final. Pero hoy, a diferencia de otras épocas, nuestra reflexión parece estar condenada a no encontrar grandes respuestas ni experimentar la savia reconfortante de las grandes salvaciones. Las evoluciones sociales han perdido aquella fuerza catártica arrasadora que movía en pos de un ideal el curso de una generación entera. Seguramente porque tampoco existen, con el ímpetu de antaño, filosofías redentoras capaces de dar un vuelco total a la existencia. ¿Quién se hace, en nuestros días, partidario de tal o cual credo, de tal o cual ideología, con la entrega absoluta de quienes creen defender la verdad?La verdad es, sobre todo, un valor relativo -probablemente, por ello mismo, más verdadera-, demasiado frágil, demasiado temerosa de su vulnerabilidad. Por eso, se es y no se es, a la vez. Se afirman convicciones que pueden, también, ser negadas. Se asumen valores del cristianismo desde el ateísmo o se es marxista y antimarxista a un tiempo. Es la tensión de la multiplicidad de identidades, de la transmutación de los valores. Algunas invocaciones aceptadas indubitadamente hace unos lustros han dejado de formar parte del vocabulario político, como si una barrera de impotencia, incredulidad y desgaste impidiera darles una formulación real. ¿Cuál es, en este contexto, la relevancia que puede tener hablar de revolución? Uno de los conceptos más utilizados a lo largo de los últimos doscientos años, con ocasión de cualquier conflicto social, de cualquier crisis, ha ido perdiendo sentido a la par que contenido. Confusas huellas. Hay revolucionarios sociales que
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