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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El carne de Prensa y los lectores

Ahora vuelve a decirse, más o menos literalmente, que la titulación del periodista es garantía de libertad de expresión, que la responsabilidad del periodista viene derivada de su titulación profesional (de rango universitario, además, en la actualidad), acreditada por la posesión del carné.Pero esas palabras, que tratan de consagrar un principio, son casi las mismas palabras con que en 1938 se consagrara, en la ley de Prensa dictada aquel año -inspirada en la legislación fascista italiana, por cierto- el principio del sometimiento de la Prensa al servicio del totalitarismo de Estado: la organización, vigilancia y control de esta institución mediante la intervención en la designación del personal directivo y la reglamentación de la profesión del periodista (por no hablar aquí de la implantación de la censura). Entonces se hablaba, textualmente, de devolver su dignidad y su prestigio al periodista dando carácter de profesionalidad al periodismo.

Y lo primero que entonces se hace para conseguir esa profesionalidad es abrir un Registro Oficial de Periodistas, de carácter netamente político, en el que habrían de encuadrarse -era la palabra utilizada- quienes trabajaran en periódicos de la zona nacional, y ello en determinadas condiciones; la mayoría de los que lo hicieran en zona roja se conformarían con salvar la vida (no todos lo consiguieron, por lo demás, como ya es sabido), aunque para ello hubieran de cambiar de oficio: la dignidad profesional se equipara desde un comienzo a la identidad ideológica, a la afinidad política. El carné se entrega así, en principio, a los que logran su inscripción en ese registro.

Luego, cuando en 1941 se crea la Escuela de Periodismo, meta oficialista de otros adiestramientos o enseñanzas ensayados con anterioridad, se harán acreedores a él y más restringidamente al acceso al registro, quienes resultan aprobados en aquellos modestos cursos (así como, sin pisar las aulas, otros personajes identificados con el poder, empezando por la cumbre, el propio Franco, que guarda ilusionado su carné número uno de periodista profesional). La equiparación de los méritos o servicios políticos y los profesionales aparece naturalmente nítida, tanto en la convocatoria de aquellos primeros cursillos de periodismo como posteriormente en los requisitos exigidos para el ingreso en la escuela oficial; y si en el primer caso la condición de oficial del Ejército franquista es igualmente equiparada a la de titulado en una facultad universitaria o escuela oficial, una de las condiciones exigidas en los primeros tiempos para obtener el ingreso en la segunda será la militancia del futuro alumno en Falange Española.

La fórmula de control

Los aprobados en aquellos cursos tenían derecho a título y carné, y en una de las primeras páginas de ese carné figuraba el texto de lo que debía constituir el juramento de los nuevos profesionales: "Juro ante Dios, por España y su caudillo, servir a la unidad, a la grandeza y a la libertad de la patria, con fidelidad íntegra y total a los principios del Estado nacional-sindicalista, sin permitir jamás que la falsedad, la insidia o la ambición tuerzan mi pluma en la labor diaria". En los primeros años, además, la fórmula era cumplimentada brazo en alto por los nuevos profesionales, en el momento de recoger las correspondientes credenciales de manos de la jerarquía, en actos que solían terminar con el canto del Cara al sol y los gritos de ritual en honor del dictador: En las hemerotecas están los resultados de tantos y tan solemnes juramentos.

El aparato de control ideológico de la Prensa se cerraba con la drástica exigencia a las empresas periodísticas de que ni en las redacciones ni en el cuadro de colaboradores, ni mucho menos en puestos de dirección, figuraran personas que no estuvieran en posesión de la titulación: en una palabra, que pudieran escapar al control, término o principio con el que, en definitiva, vino a equipararse durante todo ese tiempo el tan traído y llevado carné de Prensa. De modo que, paradójicamente, según tan peligroso principio, la pretendida profesionalización puede significar, en este peculiar campo de actividad, como aquí ha significado durante mucho tiempo, servidumbre en lugar de libertad y humillación en lugar de dignidad, si es que no queremos seguir jugando con las palabras. Arias Salgado, teólogo de la información y ministro, trataba de justificar tan flagrante contradicción, aseverando que siempre hubo y siempre habrá un tempus loquendi y un tempus tacendi, correspondiéndonos entonces a nosotros el tiempo de callar, el tiempo del silencio. Por eso algunos periodistas nos fuimos por una temporada con la música a otra parte, como suele decirse, después de sentir defraudadas nuestras ingenuas esperanzas juveniles de alevines de periodistas, hace ya tiempo.

Talismán y papel mojado

Por lo demás, el hecho de que algunos buenos profesionales lograran saltarse tales inconvenientes, aun renunciando a parte de su identidad, sólo demuestra la singularidad de un oficio en que la titulación y el carné igual pueden ser talismán para unos que papel mojado para otros. Fernández Armesto acaba de confesar en La Voz de Galicia, que su carné estuvo retenido en el Ministerio durante más de cuarenta años, sin que ello le impidiera popularizar su seudónimo de Augusto Assía en miles de crónicas y artículos. Y Eduardo de Guzmán, el que fuera director de La Tierra y de Castilla Libre -por poner otro ejemplo-, tendría que esperar a la amnistía de 1978 para ver oficialmente reconocida su capacidad profesional de periodista (bien que como jubilado, y esa ya es otra jugada), después de haberse ganado la vida escribiendo sin carné -con el carné de. superviviente como única credencial, como cuenta en sus recientes Historias de la Prensa-, y casi sin nombre, firmando en inglés: Edward Goodman, después de haber sido indultado de la pena de muerte y pasar media vida en las cárceles.

Las fórmulas tituladoras irían cambiando con el tiempo, pero no la pretensión estatal de mantener el control de la Prensa so capa de profesionalidad mediante el carné y la inscripción en el mismo registro, como exigía todavía la ley de Prensa de 1966, en vigor aún ahora en este y en otros aspectos, al menos en el ámbito administrativo o burocrático.

Naturalmente, el adoctrinamiento ideológico y la formación de propagandistas en lugar de la de periodistas es más difícil en una democracia que en una dictadura; del mismo modo que la función controladora de la titulación profesional propia de las dictaduras pierde necesariamente sustancia, por decirlo de algún modo, en un régimen democrático.

La deseable formación profesional y técnica del periodista en una escuela o en una facultad universitaria puede ser compatible con el ejercicio de la libertad, pero no la garantiza necesariamente; la exigencia a ultranza de la titulación y del carné pueden atentar, en cambio, contra esa libertad, siquiera sea por admitir el principio innegable de control ideológico que lleva implícito.

Daniel Sueiro es periodista y escritor.

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