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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Constitución, comunidades autónomas y LOAPA / 1

La LOAPA rebasa con creces los límites del pacto que hizo posible la Constitución, según el autor de este artículo. Desde una perspectiva jurídica, la legitimidad constitucional de dicho proyecto de ley es cuestionable. Igualmente dice el autor que son razones extraconstitucionales las que han aconsejado efectuar la ordenación del proceso autonómico por la vía de una ley orgánica.

Para nuestro infortunio, la LOAPA lleva camino de convertirse en nuevo signo de contradicción maniquea entre españoles, uno más a añadir a la larga lista de enfrentamientos y disputas inútiles: los buenos a un lado, los malos, a otro; los que practican la solidaridad con auténtica visión de Estado, a favor, los insolidarios y particularistas, celosos y orgullosos de lo propio con menosprecio de todos y de todo lo demás, en contra. O a favor del Estado de todos, debidamente ordenado por la LOAPA, o en contra de dicho Estado y de todo orden razonable en el mismo. En definitiva: o conmigo o contra mí, sin alternativa posible fuera del blanco o de¡ negro.Y sin embargo, las cosas no son así de simples. Solidaridad y particularismo, afirmación del Estado autonómico y actitudes disgregadoras no son valores (o contravalores) que puedan registrarse de modo exclusivo en el patrimonio, político de defensores y enemigos de la LOAPA, respectivamente. Son muchos los españoles que, desde el centro y desde la periferia, en el poder y en la oposición, están convencidos de que no hay forma de servir en nuestros días a la convivencia solidaria de todos los pueblos de España que la insistencia renovada en la adopción de medidas de corte uniformista y centralizador. El interés general de toda la comunidad española, la libre pertenencia a un mismo Estado soberano y la conciencia de la necesidad -y el gusto- de seguir unidos y de fortalecer los vínculos recíprocos de solidaridad demandan más bien una actitud por parte de todos -también del Gobierno central y de la mayoría parlamentaria- de escrupuloso respeto a las diferencias de cada nacionalidad o región y a la propia voluntad de autogobierno que la Constitución reconoce y garantiza a través de los respectivos estatutos de autonomía.

No parece discutible que sin mengua de indudables aciertos, el proceso de transformación del viejo Estado autonómico y centralizado en el nuevo Estado democrático y autonómico, alumbrado y exigido por lá Constitución de 1978, ha estado lamentablemente jalonado por errores, improvisaciones, pasividades y torpezas que, en buena medida, han contribuido a oscurecer el modelo de organización territorial diseñado por la Constitución y a debilitar la funcionalidad del Estado y la propia eficacia de los aparatos admínistrativos.

Pero es obvio que los errores no se subsanan con nuevos errores, ni las improvisaciones o torpezas del pasado pueden remediarse con contundentes medidas de ortopedia política no previstas -y, por tanto, no queridas- por la Constitución. Nadie duda de que han de preservarse tanto la unidad del Estado como la prevalencia de los intereses generales de la comunidad nacional española, pero es legítimo cuestíonarse si el instrumento elegido para ello -la LOAPA- es el más acertado en términos políticos y, sobre todo, el más respetuoso con la letra y el espíritu de la Constitución.

Declino entrar ahora en el terreno de las valoraciones políticas y de los juicios de oportunidad (en el que otros se desenvuelven con mayor pericia y seguridad) y doy por válida la hipótesis de que el proceso autonómico en su conjunto se estaba deslizando'por senderos de ambigüedad y desorden que había que enderezar.

Reparos de legitimidad

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Entiendo, sin embargo, que desde una perspectiva jurídica (inestimable en una sociedad organizada como Estado social y democrático de derecho), la proyectada armonización del proceso autonómico suscita muy serios reparos en cuanto a su encaje y legitimidad constitucional. El derecho -las normas que rigen la vida en común, y a la cabeza de todas la Constitución- no es un simple repertorio de formalidades sin valor en sí mismas de cuya observancia pueda prescindirsé cuando incomoda, obstaculiza o impide el ejercicio de ciertas opciones de los poderes públicos o privados. Las reglas de derecho son, por el contrario, como señalara Hauriou, "límites transaccionales impuestos a las pretensiones de los poderes individuales y a los poderes de las instituciones". En una sociedad democrática, el derecho es, pues, un instrumento insustituible de mediación y solución de los conflictos que inevitablemente generan los individuos y los grupos sociales y un medio operativo de control de los abusos del poder.

No es, ciertamente, la justicia absoluta, siempre inalcanzable, pero sí puede ser la justicia históricamente posible, siempre perfectible.

Una lógica no constitucional

Desde esta perspectiva, la Constitución es hoy nuestra justicia posible, la norma suprema que condena los principios y valores de una sociedad de hombres libres y el límite último que ningún poder puede traspasar. Si el valor de cualquier medida gubernamental, por muy conveniente y oportuna que parezca, no puede sustraerse a la legalidad vigente, la validez de toda reforma legislativa, cualquiera que sea el respaldo parlamentarío de que disponga, está asimismo condicionada por los mandatos constitucionales. La Constitución, en cuanto que efectivamente es la transacción o. pacto político fundamental que hic et nunc define los límites de la justicia y de la libertad posibles para todos, se impone a todos y por todos, mayorías y minorías, ha de ser observada y aplicada.

A ese pacto fundante de nuestra convivencia democrática han de estar subordinados todos los demás pactos.

¿Respeta la LOAPA el pacto constitucional? ¿Se mueve dentro de sus límites y de su lógica? A mi juicio, la respuesta negativa se impone sin mayores esfuerzos dialécticos. Examinemos algunos aspectos que así lo prueban: en primer lugar, su carácter armonizador. El informe de la comisión de expertos -que, como es bien sabido, ha inspirado en muy buena medida la redacción del texto legal- omite toda referencia a las leyes de armonización del artículo 150-3 de la Constitución como instrumento válido para reordenar el proceso autonómico. Y la omisión es correcta, puesto que la Constitución permite utilizar esta inodalidad legislativa excepcional sólo en los casos en que las asambleas legislativas y los Gobiernos autónomos aprueben normas que pongan en peligro el interés general. Armonizables son sólo "las disposiciones normativas de las comunidades autónomas", y no otra cosa.

Pero como tales disposiciones no existen o no atentan contra el interés general, la LOAPA pretende armonizar los propios estatutos de autonomía aprobados o pendientes de aprobación (lo que equivale a modificar y limitar su contenido normativo), así como algunas materias de estricta competencia estatal, e incluso las futuras leyes de armonización de las Cortes Generales (una especie de pintoresca autoarmonización previa de las armonizaciones futuras). Todo lo cual rebasa con creces el alcance del precepto constitucional en el que la LOAPA intenta legitimarse. La armonización proyectada se presenta además bajo el ropaje de ley orgánica, con lo que, al requerir mayoría absoluta del Congreso para su aprobación, modificación o derogación, tendría asegurada una vigencia durable, al resguardo de coyunturales disputas futuras entre las fuerzas políticas que hoy patrocinan o apoyan este texto legal.

Pero es el caso que el proceso autonómico no es materia que la Constitución haya reservado a esta singular modalidad legislativa en que consisten las leyes orgánicas. Con independencia ahora de toda valoración positiva o negativa sobre esta novedosa clase de leyes, lo cierto es que la Constitución ha limitado su ámbito aplicativo a aquellas materias taxativa y exhaustivamente enunciadas en los artículos 81 y concordantes del propio texto fundamental. Esas materias, y sólo esas, pueden ser reguladas por medio de ley orgánica, y, entre ellas no hay la menor referencia directa o indirecta al desarrollo dell proceso autonómico ni a su reconducción o encauzamiertto según los criterios de oportunídad política de una eventual mayoría absoluta parlamentaria.

La utilización de la ley orgánica para regular materias ajenas a la misma escapa, por imperativo constitucional, al poder disposítivo de los diputados, porque lo contrario -para decirlo con certeras palabras del Tribunal Constitucional- "podría producir en el ordenamiento jurídico una petrificación abusiva en beneficio de quienes en un momento dado gozasen de la mayoría parlamentaria suficiente y en detrimento del carácter democrático del Estado, ya que nuestra Constitución ha instaurado una democracia basada en el juego de las mayorías, previendo tan sólo para supuestos tasados y excepcionales una democracia basada en "mayorías cualificadas o reforzadas". o es, por tanto, cuestión baladí ni simple opción formal sin trascendencia práctica que la ordenación del desarrollo autonómico se instrumente a través de una ley orgánica: en ello va en juego el propio carácter democrático del Estado asumido por nuestra Constitución.

Jesús Leguina Villa es catedrático de Derecho Administrativo de la facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de Alcalá de Henares.

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