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Los frutos amargos del cultivo del fanatismo religioso

La comisión que prepara en Salamanca los festejos, universitarios en buena parte, del centenario teresiano acaba de felicitar a los vecinos de Alba de Tormes por la paliza popular a los creyentes de El Palmar de Troya. El obispo diocesano, más cauto, no se pronuncia mientras no le expliquen bien cómo sucedió aquel improvisado auto de fe. Porque puede que los provocadores fueran los de El Palmar, que llamaron ramera a la santa, y hasta ese tal Clemente, bufo y ciego, osó erigirse en Papa de verdad.En ese caso, habría que mostrar comprensión con un pueblo que puede se haya pasado un pelín, que decía el alcalde, pero hay que reconocer que le habían herido en sus sentimientos más íntimos. Puede, sin embargo, que fueran ellos los provocados y que a ellos se dirigieran los motes insultantes, en cuyo caso habrá que ver qué hace la justicia civil

Curioso destino el nuestro. Pocos pueblos han sufrido como el español los abusos de la religión y pocos se han divertido tanto con ella. Unamuno no salía de su asombro al contemplar esos cristos españoles, obras de autores anónimos, que reflejaban en su rostro, más que cualquier sacrificio o esperanza, la desesperación dolida del propio pueblo. Pero ese mismo pueblo se aprendió bien la lección, y parece fuera de duda que fue un cliente seguro y permanentemente abonado a los autos de fe inquisitoriales, donde la ración de fuego y muerte era nada despreciable. Algún psicoanalista debería explicar por qué el ciudadano carpetovetánico, sea cual sea su extracción social, goza tanto en Semana Santa tocándose con los capirotes y vistiendo los hábitos que a la fuerza debían portar en tiempos las víctimas de la Inquisición. ¿Venganza de las antiguas víctimas, que toman en irrisión los símbolos del antiguo escarnio, o deseo inconsciente de asunto el papel de torturados?

'Panem et circenses'

Lo que en cualquier caso parece evidente es que la Roma católica hizo suyo el "panem et circenses" de los ministros de Gobernación de la Roma imperial. Que en la religión aniden tendencias pasionales, con frecuencia cultivadas, es algo de lo que está llena la historia de España. Como Jiménez Lozano ha explicado, el fanatismo hispano no ha respetado ni la paz de los cementerios, persiguiendo hasta el mismísimo camposanto a los muertos fuera de la Iglesia, para los que no cabía más reposo eterno que el muladar de los corralillos.

Los teólogos e historiadores de la religión también saben, sin embargo, que junto a esta vena fanática ha habido otra tendencia racionalizadora que ha tenido su peso en el desarrollo de la cultura occidental. Desde la biblia, primer intento desmitificador del mundo, hasta el Vaticano II, sancionando el talante secular, la tradición judeo-cristiana ha acompañado el desarrollo de la racionalidad moderna. Otra cosa es que las iglesias no hayan querido reconocer sus propias criaturas, siendo los filósofos los testaferros de esa tradición.

Pero parece que ahora se prefiere jalear el ramalazo irracional desde distintas instancias religiosas: las colas granadinas extasiándose ante las lágrimas fraudulentas de una imagen, las revelaciones catastrofistas de otra Virgen francesa o el silencio cómplice con los extremismos tradicionalistas son síntomas que, reunidos todos, revelan una cierta orientación del cuerpo eclesiástico.

Gusto por lo milagrero

Quienes admiten la posibilidad de los milagros saben que, más que el envoltorio del hecho, lo que importa es el signo, la significación humanizadora que llevan consigo. Pero ahora se fomenta intencionadamente el gusto por el envoltorio, por lo milagrero y espectacular. A ese reclamo acude la masa anónima, último y permanente sujeto del sustrato pagano del catolicismo. La resurrección de los movimientos de masas, tan socorridos en momentos socialmente difíciles, indica que se prefiere el estado de permanente campaña electoral de la Iglesia a la tarea pedagógica que con tanto ahínco persiguió el catolicismo renovado en los últimos treinta años. De la agitación popular al fanatismo sólo hay un paso. Al fin y al cabo, no se explica la pasión del hincha futbolero, a veces criminal, sin la evolución de un juego deportivo hacia un espectáculo de masas. Que haya sido en Fátima, cuyo mensaje anticomunista tiene lugar a raíz, de la revolución bolchevique de 1917, donde se atenta contra un Papa, nada contemporizador con el comunismo, por un fanático ultra debería invitar a pensar que se recogen tempestades cuando se siembran vientos.

Y que no se confunda el renacimiento del sentimiento religioso, alicaído durante años por mor de la prepotencia de la llamada razón científica, con el cultivo de pasiones que la teología ha tratado de canalizar durante siglos. El fanatismo es fácil polizón de la religiosidad, y las instancias religiosas no deberían darle ninguna facilidad. Porque en esto de los fanatismos los protagonistas suelen disfrutar de una cierta lucidez cuando el balón se pone en juego, pero al final de la partida no hacen caso ni al capitán del propio equipo.

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