Ramón Areces, el 'rey' de los grandes almacenes
Ramón Areces Rodríguez lo recuerda como si fuera ayer: "Salimos del puerto de Gijón en el buque Alfonso XIII, en tercera clase porque no había cuarta. Tardamos doce días en llegar a La Habana. Inmediatamente comencé a trabajar en los almacenes El Encanto como cañonero (chico para todo). Me cedieron los trastos de matar, y durante dos meses me dediqué a barrer la acera de la calle y a realizar todo tipo de encargos". Cuando partió de Grado era menos aún que su diminuta figura. Aquel muchacho es hoy el presidente de El Corte Inglés, un emporio de grandes almacenes con catorce sucursales en diez ciudades españolas, prácticamente sin parangón posible, como cadena, ni siquiera en el extranjero.Areces es un asturiano con raíces pese a la prolongada ausencia de la región. Conserva una socarronería propia de la tierra, una inteligencia privilegiada que le permite ir varios pasos por delante de los acontecimientos y una voluntad a prueba de todos los contratiempos. Una hemiplejia dejó su cuerpo seriamente dañado, pero en vez de caer en la desmoralización y, en consecuencia, en el desmoronamiento, ha dividido su jornada desde entonces en dos tareas perfectamente diferenciadas: por las mañanas, intensos ejercicios de recuperación con los médicos, y, por las tardes, a El Corte Inglés como un clavo. Es consciente de que la felicidad no existe y de que el hombre debe conformarse con acumular el mayor número posible de momentos felices en su vida: la buena marcha del negocio o una excelente obra de teatro, por ejemplo. "Un médico alemán", comenta, "me recomendó olvidarme del trabajo en las horas libres, y cumplí su consejo al pie de la letra. Si no lo hubiera hecho, me habría vuelto loco".
A sus 77 años, Areces conserva una lucidez asombrosa pese a los embates que el oleaje de la vida ha dirigido contra su firme embarcación. La entrevista se desarrolla en el hotel La Reconquista, de Oviedo capital. Era un joven de quince años que vivía en Grado, a casi treinta kilómetros de la capital, cuando decidió embarcar hacia La Habana. Ahora, 62 años después, recuerda su trayectoria apasionante con juvenil entusiasmo.
En La Habana descubrió Areces que no sabía nada de nada. Un cliente le causó su primer grave disgusto. "Me ordenaron, equivocadamente, que le llevara una camisa. Yo obré correctamente, pero me hicieron humillarme ante él hasta el extremo de que incluso me dio una tarjeta para que no me expulsaran de El Encanto. Uno de los jefes comprendió que yo tenía razón, pero me consoló diciéndome que la soga se rompe siempre por el lado más débil. Desde entonces yo sostengo que la responsabilidad es siempre de los jefes y no de quienes cumplen las órdenes recibidas". No vio mucho futuro en la escoba y se dirigió a Canadá con la intención de estudiar inglés y economía. Luego se trasladó a Nueva York, ciudad cuyos planteamientos mastodónticos le dejaron definitivamente deslumbrado y cautivo. Volvió a El Encanto y en 1934 regresó a España. Un día de 1935, cinco meses antes de estallar la guerra civil, Areces se dirigió con escasas esperanzas a una tienda situada en la calle de Rompelanzas, de Madrid, con la intención de negociar su traspaso con el dueño. "Era", afirma, "una tienda pretenciosa. Alardeaba de ser la única de Madrid que daba a tres calles: Rompelanzas, Carmen y Preciados. Entré en ella y le dije al dueño que estaba dispuesto a comprarle la sastrería. Entonces, en pocos minutos llegamos a un acuerdo. Para mí resultaba increíble que un señor con siete hijos se desprendiera de su instrumento de trabajo. La sastrería, sin contar las existencias, me costó 30.000 duros.
Después de la guerra trasladamos la sastrería a la calle de enfrente. Desde entonces el negocio ha crecido mucho, porque hemos conseguido un equipo convencido de que la empresa es suya".
"Yo nunca pedí un crédito"
"Yo siempre he sido partidario de la autofinanciación". Le digo a Areces que no se pase, que va a dar la impresión de ser un devoto autogestionario, y me responde como un resorte: "Usted se ríe porque, naturalmente, yo no creo en la autogestión, pero según ves el futuro del capitalismo, la empresa debe ser de los que luchan por ella. En El Corte Inglés no tenemos capital de fuera ni lo queremos. Yo me encuentro en minoría en la sociedad y estoy encantado porque aproximadamente unos 2.000 de nuestros trabajadores son accionistas". Llegó a este convencimiento en un viaje que hizo a Japón. "En aquel país vi que en cada empresa trabajaban el abuelo, el padre y el hijo. Me di cuenta entonces de que la clave del éxito estaba en vincular la empresa al hombre. En cuanto volví a Madrid me prometí a mí mismo incorporar a mis trabajadores como accionistas de la empresa, empezando por incentivarlos previamente al ahorro".Le preguntas cómo es posible que con empresarios asturianos como él y su primo Pepín Fernández, Asturias ofrezca una imagen de extrema orfandad empresarial y se encuentre tan dependiente de sociedades estatales como Hunosa y Ensidesa. "Parece mentira", replica. "Vivimos demasiado apegados a nuestra tierra. Es necesario viajar más por países más adelantados que el nuestro para ampliar experiencias. Se trata de ver lo que hay fuera para mejorarlo en España".
A Pepín Fernández le considera un genio, y de los empresarios asturianos apenas hay forma de poder sacarle algo en limpio, aunque dice que hay mucha tendencia a la comodidad. "Desde luego" si el INI viene con la intención de comprarnos El Corte Inglés, le diríamos que no. Hay gente que, equivocadamente, cree que yo nací rico o que la vida me lo dio todo hecho. Ya sabe usted cómo son estas cosas".
Un nuevo silencio queda rasgado por su fuerte voz cuando lanza una imprecación contra las situaciones privilegiadas y las subvenciones empresariales. "Creo que nuestro sistema económico es un continuo tejer destejer y que, a pesar de las buenas intenciones y declaraciones, estamos muy distantes de una economía de mercado medianamente entendida. No son muchas las actividades del país que estarían en condiciones de superar la prueba de la libertad económica".
Algunos colegas suyos pueden bramar después de escuchar a este asturiano que en sus cuatro empresas tiene una mano de obra casi similar a la. de Ensidesa y Hunosa juntas. En fin, se debe hablar de la atonía inversora, del paro, etcétera. "Hombre, hay mucha comodidad", dice. "Aunque son tiempos difíciles, es cierto que hay empresarios que ante la primera dificultad tiran la toalla. No deberíamos llamarles propiamente empresarios, porque si hay algo que define al hombre de empresa es su espíritu de lucha y su compromiso con la sociedad. Gran parte de las inversiones realizadas en estos momentos en las empresas están destinadas a la amortización de puestos de trabajo, y esto, como política empresarial, es un suicidio colectivo. Nunca he entendido a los empresarios cuya única finalidad, antes y ahora, era reducir puestos de trabajo para ganar más dinero. Siempre he predicado a mi gente que hay que hacer las cosas bien y que el beneficio es una resultante. El empresario debe dar ejemplo".
"También es verdad que aquí somos bastante vagos. Decimos que estamos en un país pobre, pero queremos vivir como multimillonarios, y eso no puede ser".
Llega el momento de entrarle de frente y por derecho: ¿Es usted, don Ramón, un demócrata convencido? "Pero, hombre", responde sin titubeos, "yo fui siempre un demócrata. ¿Cómo se pone eso en duda? La democracia es lo mejor que hay. Es algo eleínental".
Los sindicatos marxistas van, según Areces, a lo suyo: al marxismo. "Por eso", afirma, "hay que combatirlo con una oferta capaz de convencer a los trabajadores de sus ventajas. ¿Cómo están hoy en Cuba? Pues mal, porque a los cubanos les quitaron la libertad. Para hacer ver esto no hay que discurrir demasiado".
Al presidente de El Corte Inglés, de Industrias y Confecciones, de Móstoles Industrial, de Viajes El Corte Inglés y de Construcciones y Contratas no le da vértigo mirar hacia aquel niño que viajó hacia La Habana. Responde como casi siempre: "Pero, hombre, ni tengo tanto dinero como se dice ni lo necesito. Estuve viviendo en la calle O'Donnell durante cuarenta años, en una casa en la que pagaba 2.000 pesetas mensuales de renta. Sólo me mudé a Puerta de Hierro, por recomendación médica, después de la hemiplejia".
Es, en fin, Ramón Areces un empresario convencido de que la crisis económica española tiene remedio "porque nunca llovió que no escampara".
Le emocionó tanto su investidura como doctor honoris causa que tuvo dificultades para finalizar su discurso. La universidad, dijo, necesita a los empresarios, y éstos necesitan a la universidad. "Querida Universidad de Oviedo", dijo, "al final me habéis abierto las puertas; yo os abro mi corazón".
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