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Tribuna
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Vivimos como fantasmas

Siempre que comenzamos a hablar de algo debemos empezar por la palabra que la define en este caso concreto es persona con el calificativo de minusválido. Al oírla o al leerla, a cada uno de nosotros puede sonarle de una manera diferente, ya que, como toda palabra, tiene infinidad de significados.Podemos preguntar a cualquier persona de la calle:

"¡Señora!" ¿Qué significa para usted la palabra minusválido?"Esta nos respondería: "Pues una persona que vale menos".

Si continuásemos con la encuesta, la siguiente pregunta sería:

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"¿Porqué es una persona que vale menos?". Ella nos contestaría: "Porque está mal, tiene que andar con carro, habla con dificultad, no ve, puede que sea sordomuda, en fin, no es una persona normal". Y yo no podría resistir la tentación de hacerle una última pregunta: "¿Qué es para usted una persona normal?". "Pues aquella que hace lo que todas las demás".Y es en todas estas respuestas en las que podremos encontrar la clave para poder llegar a comprender "por qué el minusválido está marginado en nuestra sociedad".

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A esta faceta del problema, que podíamos calificar de social, hay que agregarle otra que se le podría llamar personal, y que contiene los factores constitutivos de la personalidad o subjetivos de todo ser humano.Dichos factores se forman en la educación primaria, que se desarrolla básicamente dentro del núcleo familiar; tanto es así, que el papel que juegue esa persona en la familia va a determinar todo un comportamiento en la sociedad. De aquí se deriva la importancia de la familia, pues va a determinar el nivel de integración que poseerá el minusválido con respecto a sí mismo.

De una manera lógica, podemos entender que la familia posee una escala de valores semejante a la de la sociedad, ya que es su núcleo primario, al cumplir las funciones básicas, como pueden ser el trabajo, para su automantenimiento, la educación de sus hijos y la comunicación, creándose una unión afectiva de sus miembros.

El hijo minusválido nacido en una familia es rechazado automáticamente al no responder a las expectativas que los padres tenían. Este rechazo se manifiesta, por regla general, de una forma típica, es decir, por una excesiva sobreprotección, que irá anulando las capacidades de dicha persona.

Dicha sobreprotección adquiere grados trágicos en algunos casos, en que ciertas familias recluyen a ese hijo de una forma tan drástica, que le llevan a convertirse en una auténtica planta, siendo el máximo de la anulación de la persona.

Dichos padres, en su relación social, ni siquiera se atreven a comunicar que tienen un hijo minusválido, ya que poseen un sentimiento de culpabilidad tan grande por haber traído al mundo a un ser que no responde a una supuesta normalidad y piensan que la sociedad les rechazaría también a ellos.

Yo me atrevería a decir a estos padres: "Realmente, vosotros no tenéis la culpa de que ese hijo sea diferente físicamente o psíquicamente; pero de lo que realmente vais a ser culpables es de no haber aceptado esa realidad y ha berla negado, contribuyendo de una forma activa a que ese ser sea realmente un minusválido por no haber podido desarrollar las capacidades con las que ha nacido. Con la sobreprotección vais a conseguir únicamente dejar enlatada a esa persona, principalmente porque jamás sentirá la necesidad de crecer, ya que ésta solamente aparece por la ausencia de la comodidad y, sobre todo, pensad que su vida no es la vuestra, no solamente por que dejaréis; de existir, supuesta mente, antes que él, sino porque lo esencial de todo ser humano es su individualidad'.

Pero ahora pongamos el caso del minusválido que haya conseguido salir a la calle y pueda interactuar con sus semejantes. Este a pesar de llevar su historia familiar (que nos hace actuar, en la mayoría de los casos, de una manera insegura y retraída), en el fondo de las mentes siguen existiendo todas aquellas fantasías heredadas de nuestros padres, pues no solamente vamos con el sentimiento de haber sido rechazados, sino que también cargamos con el ideal alucinatorio de éstos, es decir, querer ser físicamente normales.

Vemos, pues, la importancia decisiva que tiene la familia en nuestro desarrollo, que aunque hayamos conseguido salir de casa y estemos realizando tareas de formación, trabajo, etcétera, siempre va a estar presente en nuestra cabeza aquel pasado en el que recibimos el primer rechazo debido a nuestra deficiencia física. Debemos luchar con nuestros propios prejuicios sociales o de los demás.

A mi modo de ver, la única manera posible de emprender esta lucha es tomándolo como punto de partida para poder llegar a formular una respuesta a la opinión que dio la señora encuestada más arriba, y que podríamos resumir sus palabras de la siguiente manera: "El minusválido vale menos puesto que es diferente y no puede hacer lo que todos". Vamos a partir de esta premisa buscando su paralelismo en el campo laboral.

Como ya sabemos, éste está regido por una máxima competitividad. Si el minusválido está marginado en este campo, no es porque no produzca, sino porque el resultado de su trabajo no es competitivo. En este punto es donde básicamente se niega el crecimiento y la realización del ser humano, puesto que la única forma posible que tiene la persona de cobrar identidad es mediante la acción transformadora que efectúa sobre la realidad en su continuo enfrentamiento o interacción con ésta. Si este producto o mercancía no es valora do por la sociedad, será imposible reconocer la existencia de este hombre.

Llegamos, pues, a la conclusión de que el minusválido no es que sea tan sólo menos válido, sino que no existe, porque el producto de su trabajo no tiene valor social. No es de extrañar, entonces, que en vuestras mentes sólo existamos en forma de fantasmas, carentes de toda realidad, ya que tan sólo se nos puede reconocer por la imagen aparente que podáis apreciar eventualmente en la calle, en alguna fotografía o en alguna imagen televisiva, y esto es semilla de cultivo para toda una serie de prejuicios.

Pongamos por caso el momento en el cual queremos saber algo de alguna persona normal. Preguntemos entonces: "¿Quién es fulano de tal?". Y la respuesta concreta sería: "Pues es el doctor tal; es el que realizó aquello, etcétera". Así pues, nos damos cuenta que para ser hay que hacer, y es por ese hecho por el que reconocemos a la persona. En nuestro caso se nos define por lo que no somos.

Es en esta falta de ser de cualquier sector marginado donde se vive envuelto en una profunda soledad. Es, precisamente, a partir de esta experiencia la que puede motivar el cambio.

Debemos, pues, comenzar a poner palabras a nuestros sentimientos, para que, por lo menos, podáis escucharnos, aunque no podáis entenderlo.

Luis Pérez-Moliner García es orientador sociocultural.

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