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Elogio y nostalgia de la República

El autor evoca en este artículo la República de 1931, de cuya proclamación se cumple hoy el 51 aniversario, y reivindica respeto para las ilusiones que el pueblo español puso en aquel cambio histórico, frustradas por el proceso que terminó en la tragedia de la guerra civil.

Un peligro evidente acecha en la conmemoración de cualquier aconteciiento, ya sea de importancia personal o de interés colectivo: que el recuerdo sea superior a su proyección en el tiempo y deje a quien recuerda inmóvil en el pasado, como, según dice la Biblia, le pasó a la mujer de Lot.Naturalmente que nadie puede hablar o escribir de manera aséptica de un hecho de la relevancia histórica del acaecido el 14 de abril de 1931, y mucho menos si el que habla o escribe se vio, desde su más temprana edad, prendido en el entusiasmo y la ilusión que despertó la proclamación de la República. Tal es mi caso. Pero ello no me impide -así lo creo- juzgar los hechos ya pasados con una cierta objetividad, no exenta de un indefinible sentimiento de nostalgia.

Hace unos días decía el académico Jover Zamora que la I República, la de 1873, trajo a la política española dos novedades: la ética como suprema guía de la acción política y la utopía de sus planteamientos.

La II República, heredera directa de la primera -a pesar del tiempo transcurrido y de la solución de continuidad entre una y otra , incorporó a aquellos valores ideales algo también nuevo hasta entonces en la historia contemporánea de España: la esperanza colectiva de que todo iba a cambiar, el deseo de que todo cambiase, la ilusión de que ese cambio que tenía que hacerse podría hacerse -y podría hacerse en seguida- por el hecho mismo de haberse proclamado la República. Sin más.

A este insensato -quiero decir no sensato- pensamiento común se unía en aquellos días de abril de 1931 un cierto sentimiento de euforia y optimismo en los hombres a quienes el destino, en una inesperada pirueta, había colocado, ¡por fin!, en los puestos de mando del Estado.

La utopía iba a dejar de ser el camino que conduce a ninguna parte y a transformarse en bellas realizaciones: la España moderna, culta, intelectual, libre; una feliz invención de España se iba a poner en marcha, se iba a incorporar definitivamente a una Europa siempre despectiva y siempre un tanto hostil.

Las cosas no fueron tan sencillas. Los enemigos del nuevo régimen, momentáneamente aturdidos, comenzaron a poner en marcha sus poderosos medios, nunca neutralizados, y la tremenda disputa dialéctica que terminaría en la tragedia de 1936 se puso lentamente a caminar, pasando por encima de los buenos propósitos, triturando las esperanzas, aniquilando los deseos, esterilizando los proyectos. La construcción de una España nueva, ágil y moderna no era tan fácil. Ahora, visto con la perspectiva de algo más de medio siglo, la importancia histórica del acontecimiento de la proclamación de la II República española supera, sin embargo, todas las previsiones.

Una renovación cultural sin precedentes, un renacimiento intelectual, un nuevo concepto del quehacer nacional, un planteamiento audaz de la necesidad de reformas, una reestructuración de este viejo país, un proyecto de Estado que se llamó integral, una nueva configuración de las personalidades regionales, las viejas preocupaciones de los regeneracionistas puestas en marcha... Todo eso fue la República de 1931, y es justo que uno se pregunte si al cabo de 51 años se consiguió alcanzar alguno de los objetivos que se tacharon entonces de utópicos, tanto que aun hoy se siguen intentando llevar a la práctica con mejor o peor fortuna. Justamente por ello es adecuado que paremos un instante para elogiar como se merece el esfuerzo de todo un pueblo que se puso en pie el 12 de abril de 1931 y sintamos la nostalgia de aquel tiempo de ilusionada espera, a pesar de la inexorable tragedia que desencadenaron las fuerzas que jamás se resignaron ni se resignan en pasar definitivamente a su tiempo histórico, que ya no era el de 1931, y lo es mucho menos el de 1982, aunque haya quien ¡todavía! se empeña en creer -¿de verdad lo cree alguien?- que el río de la historia puede invertir el sentido de su corriente y caminar hacia atrás. ¿Es que los españoles estaremos condenados, como Sísifo, a volver a empezar siempre, sin poder acabar nunca?

es presidente de la comisión ejecutiva nacional de Acción Republicana Democrática Española.

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