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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El lenguaje del terror

TODO -o casi todo- ha sido ya dicho tanto sobre los crímenes perpetrados por los terroristas contra oficiales de las Fuerzas Armadas y miembros de los cuerpos de seguridad como sobre los paseos dados por esta siniestra banda del anochecer. Parecería, sin embargo, que ETA dispone de una reserva inagotable para la infamia y la barbarie. El horror despertado por el asesinato del doctor Carasa, jefe del departamento de Traumatología de la residencia donostiarra de la Seguridad Social, ha sido reforzado por las espeluznantes circunstancias en que fue encontrado su cadáver. Sin embargo, no hubieran sido precisos los alardes de sadismo desplegados por esos pistoleros disfrazados de ideólogos para suscitar un completo rechazo de la opinión pública ante un crimen que incorpora otro nombre y una nueva profesión a las sangrientas listas de ETA.Cada vez resulta más difícil comprender la actitud de impasibilidad, disculpa o incluso simpatía ante estos horrendos crímenes mostrada por los segmentos de la población vasca que votan a Herri Batasuna. En cualquier caso, ya está fuera de duda que la incongruente defensa de los derechos humanos de los presos y detenidos de ETA realizada por quienes postulan a la vez el inhumano derecho de los terroristas para secuestrar, torturar y asesinar es una despreciable operación de guerra psicológica. No cabe levantar la voz para exigir una investigación en torno al fallecimiento del doctor Muruetagoyena -muerto de infarto después de haber permanecido detenido en comisaría en aplicación de la ley Antiterrorista- y silenciar la protesta -cuando no regocijar el espíritu- ante la tortura hasta el asesinato del doctor Carasa a manos de los bandoleros de ETA, Los derechos humanos constituyen una unidad tan indivisible como la libertad, pero el derecho a la vida es el fundamento mismo de cualquier otra reivindicación moral. Sólo quienes están dispuestos a condenar cualquier violación de los derechos humanos en cualquier parte del mundo, cualesquiera que sean las víctimas y los verdugos, tienen capacidad moral para asumir la defensa de un torturado, de un preso o de una sociedad privada de sus libertades.

Pese a las provocaciones de los etarras, que aspiran a servir de fulminante a un golpe de Estado de ultraderecha y que han declarado la guerra a las instituciones vascas de autogobierno, mucha gente en nuestro país ha mostrado, cuando los hechos lo han exigido, la dignidad moral y la valentía cívica necesarias para protestar contra la conculcación de los derechos humanos de personas detenidas bajo la sospecha de haber cometido crímenes terroristas. Pero hay una manera también de ensuciar la bandera de los derechos humanos: la que tienen quienes disculpan los más feroces crímenes -como el perpetrado anteayer en San Sebastián- por razón de la ideología que supuestamente los ampara, o la de quienes consideran que los malos tratos policiales conculcan los derechos humanos pero los asesinatos a sangre fría y por la espalda son actos políticos acogidos a una especie de inmunidad moral o ética. Cuando se repara en que no faltan sacerdotes católicos y fieles de comunión diaria entre esos garantes morales de los asesinos del doctor Carasa tal vez comiencen a entenderse los límites y las ambigüedades de los códigos de comportamiento.

El jefe del departamento de Traumotología de la residencia de la Seguridad Social de San Sebastián fue condenado a una muerte cruel y absurda por los mismos hombres y mujeres que exigen la estricta aplicación de las normas constitucionales y de la ley de Enjuiciamiento Criminal ordinaria a los detenidos y procesados, que rechazan la ley Antiterrorista y que se benefician en las sentencias -como el resto de los españoles- de la abolición de la pena capital.

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La acusación contra el doctor Carasa era que, tras haber atendido a un hombre herido, comunicó al juez de guardia sus sospechas acerca de la identidad del enfermo. El hecho no está suficientemente comprobado, y hay informes de que en la fecha de referencia el doctor Carasa se encontraba en Madrid. Pero si se confirmara esa versión hay que decir entonces que el médico asesinado resultaría merecedor del doble elogio de haber cumplido sus deberes clínicos y sus obligaciones ciudadanas. Para vergüenza de todos, no han faltado ocasiones, sin embargo, en que la víctima de un atentado terrorista ha sido dejado sin asistencia en mitad de la calle, desangrándose en medio de la indiferencia de los viandantes. De otra parte, los etarras han llegado, sin duda, a la conclusión de que la única forma de sustituir sus antiguos apoyos y complicidades sociales, en abierta regresión y debilitamiento desde que el PNV y Euskadiko Ezkerra han asumido por entero sus responsabilidades políticas y morales, es sembrar el terror de forma tal que la cobertura que antaño recibían por motivaciones políticas sea reemplazada ahora por el mafioso reinado del miedo. A los ciudadanos vascos corresponde demostrar con hechos cuál es su reacción ante tanto horror desparramado.

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