Estados Unidos: crisis de la economía de la oferta
Los partidarios de la "economía de la oferta" (supply side economies) que ardorosamente venían predicando la necesidad de aplicar sus medidas para sacar de la crisis a la economía norteamericana están recogiendo velas. Dentro de poco, según se desprende del artículo de Paul Fabra, sólo habrá un defensor de esta política económica en los Estados Unidos: el propio Ronald Reagan.
Uno tras otro, dentro de la Administración americana, los defensores de la "economía de la oferta" (supply side economics) van abjurando de ella. El proceso sigue un ritmo tan vivo que un comentarista escribió recientemente, con un toque de humor, que pronto no quedará en el poder más que un partidario de esta doctrina: el propio presidente Reagan. El escepticismo creciente que esta teoría suscita y el aparente incumplimiento de sus predicciones preocupan a todos los interesados.La teoría de la oferta sigue manteniendo los complejos de ciertos Gobiernos, entre los que se cuenta, a pesar de todas sus afirmaciones públicas, el francés, que trata de defenderse de la acusación de practicar una política tradicional superficial, basada en el aumento del gasto público, como medio de reactivar la economía. La cuestión está en saber si, aparte de su retórica, los economistas de la oferta han renovado realmente sus análisis y han abierto la. vía hacia una nueva política económica que consiga estimular la economía al tiempo que reduce las presiones inflacionistas.
Las dificultades con que tropieza la Administración Reagan en la aplicación de sus medidas económicas y financieras se atribuyen, no sin razón, a la contradicción existente entre la política presupuestaria seguida por el poder ejecutivo y la política monetaria seguida por el sistema de reservas federales. Apenas transcurre una semana sin que el presidente de la reserva, Paul Volcker, denuncie los riesgos que entraña el mantenimiento (e incluso el aumento) del importante déficit de las finanzas públicas, que obliga al Tesoro a obtener del mercado préstamos masivos. En tanto que la necesidad de endeudamiento conserve estas proporciones será inútil, en opinión de Paul Volcker, esperar una disminución significativa y duradera de los tipos de interés. Para hacer disminuir éstos, el Gobierno, federal sólo dispone de un medio: volver a comprar un volumen considerable de los bonos del Tesoro en circulación, es decir, en otras palabras, monetizar la deuda pública. En los últimos meses, la parte del déficit federal financiado por medio de la emisión de moneda ha disminuido levemente (se calcula que alrededor del 2%). Recordemos, por otro lado, que esta cifra no tiene una significación absoluta. En realidad, basta con que el Gobierno federal siga siendo comprador neto en el mercado, para que continúe el proceso de monetización de todas las deudas (pública y privada).
La lógica del razonamiento de Volcker le lleva a criticar la decisión de la Casa Blanca de mantener, contra viento y marea, las famosas reducciones de impuestos (que afectan a los impuestos sobre la renta de los particulares) que formaban parte del programa inicial de Reagan y a las que el Congreso añadió un cierto número de medidas de reducción tributaria de su propia cosecha, que afectaron principalmente a las empresas. Estas reducciones, especialmente las primeras, constituyen la parte esencial del programa propugnado por los teóricos de la oferta, destinado a estimular la actividad económica y restablecer, a más largo plazo, el equilibrio financiero.
Recordemos las principales líneas de razonamiento de los economistas de la oferta. Es ilusorio pensar que un Gobierno puede reactivar la economía aumentando el gasto público, como se había creído en los últimos treinta años (por no remontarnos a la época de Roosevelt, anterior a la guerra). Si se aumentan los gastos y se activan las finanzas por medio de impuestos suplementarios, lo único que se habrá hecho será, simplemente, mermar los ingresos de algunos (normalmente los elementos más productivos) para engrosar, directa o indirectamente, los de otros. Si los nuevos gastos no se cubren mediante un mayor esfuerzo fiscal, vendrán a incrementar el déficit, que deberá, a su vez, financiarse con los ingresos disponibles, por medio de llamamientos al ahorro.
La influencia del Estado
En términos más estrictamente teóricos, los economistas de la oferta niegan al Estado la facultad de modificar, en un sentido u otro, el volumen de la demanda global por medio del presupuesto. Este era el credo de las políticas económicas de inspiración keynesiana: aumentando (o reduciendo) el volumen de la demanda global, el Estado tiene la posibilidad de influir en el volumen de la oferta, ya que a los aumentos de la demanda, los sectores productores responderán con un incremento del volumen de bienes y servicios ofrecidos en el mercado (y con una reducción, en caso de disminución de la demanda). El último eslabón de este razonamiento lo constituye la idea de que toda modificación del volumen global de la oferta se traduce necesariamente en un aumento o una disminución de los beneficios distribuidos por las empresas productoras, lo que hace que la actuación presupuestaria y fiscal de los poderes públicos dé lugar a una modificación del volumen de los ingresos disponibles. Esta es la posibilidad que rechazan de plano los economistas de la oferta. Para ellos, el Estado sólo puede influir en el volumen de la oferta mediante el mecanismo de los precios. Al disminuir, por ejemplo, las tasas marginales del impuesto sobre la renta (que, de acuerdo con el programa de Reagan, deberá bajar del 70% al 50%) se aumenta la retribución al trabajo, al tiempo que se incrementa también el coste del ocio. Estos términos quizá nos parezcan extraños, pero son habituales en el léxico de los economistas neoliberales, con cuyos principios y conceptos básicos están de acuerdo los supply siders.
Hablando del programa fiscal del presidente, Paul Volcker suscribió la idea de que el monetarismo que informa su política se opone a la doctrina de la economía de la oferta. Por otro lado, ni los teóricos del monetarismo ni los de la economía de la oferta piensan que los déficit presupuestarios sean inflacionistas en sí mismos. Lo son solamente en caso de monetización de la deuda. No obstante, el déficit, aunque se financie por medio del ahorro, tiene otra consecuencia: contribuye al alza de los tipos de interés, y ésta es una de las razones que impulsaron al presidente Reagan a establecer el objetivo de recuperar el equilibrio presupuestario para 1984. Pero, ¿cómo lograr este objetivo si, por un lado, se reducen los impuestos y, por otro, se inicia un formidable programa de aumento de los gastos militares, paliado sólo en parte por las economías realizadas en otros apartados, a costa de los programas civiles? (especialmente los de tipo social).
La enfermedad del déficit
Aquí es donde el optimismo o la inconsciencia de los políticos y de sus asesores ha creído encontrar argumentos para alimentar sus ilusiones, gracias a una teoría de moda (aunque desgraciadamente muy mediocre, a pesar de su fama). Esta teoría considera la inflación como consecuencia de las de los agentes económicos (cuando se trata de un fenómeno claramente real, provocado por causas objetivas tales como, precisamente, el endeudamiento excesivo a todos los niveles de la vida económica). De acuerdo con esto, la Administración, con el mero anuncio de las reducciones fiscales (que debían estimular la actividad económica futura) y de los gastos públicos de carácter civil (otro medio de liberar recursos para el sector privado), debía provocar un cambio de clima capaz de invertir las tendencias de los mercados financieros. Los hechos, sin embargo, no han confirmado estas hipótesis optimistas. Wall Street, en lugar de recuperarse, ha reaccionado con una baja, si hemos de creer en la lógica de las cifras y de los análisis fríos. De aquí se deduce que la Administración no tenía posibilidad alguna de controlar el déficit en un futuro previsible. David Stockman, jefe de la Oficina de Presupuestos de Gestión y uno de los principales artesanos de la política presidencial, reconoció en una célebre confesión (hecha a un. periodista del Atlantic Monthly y que apareció en un artículo publicado en diciembre pasado) que había sido un error confiar en el supuesto efecto de las anticipations.
Una vez privado de su seudo-justificación teórica, ¿qué es lo que nos queda del programa de Reagan? En lo esencial, este programa no difiere de las políticas tradicionales de inspiración keynesiana, que prevén déficit elevados en los períodos de recesión. El déficit previsto para 1982, calculado inicialmente por la Administración en 43.000 millones de dólares, se elevará, según las cifras que se barajan en la actualidad, a 95.000 millones, es decir, casi el doble del déficit del ejercicio precedente. En Francia, con el Gobierno Mitterrand, la progresión es menos acentuada, al menos según las previsiones actuales.
Queda por decir que se votaron importantes reducciones de impuestos para los tres próximos años. El frenazo dado a la progresión de los impuestos directos (teniendo en cuenta la inflación, no se espera otro efecto de las medidas adoptadas, salvo en lo que concierne a los estamentos de ingresos elevados) corresponde, sin duda alguna, a las aspiraciones de la mayoría de los americanos, lo que constituye el factor más importante en un régimen democrático; este es un punto que no debemos olvidar.
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