"El dios de la religión burguesa está muerto"
Pregunta. Usted es el fundador de la teología política, una teología radical, que ha inspirado a los teólogos de la liberación, pero que es contemporánea de aquella rebelión de las aulas que sacudió a estudiantes y profesores en el mayo de 1968.Respuesta. Cronológicamente la teología política nació antes del mayo francés y de la rebelión de los estudiantes. El arranque de mi planteamiento coincide con el momento en el que yo me pregunto cómo es posible hacer teología de espaldas a Ausschwitz y al holocausto final. Porque en mi pais se seguía rezando y teologizando como si entonces no hubiera ocurrido nada. Yo me juré no hacer teología de espaldas a los dolores y males de los hombres.
P. Y usted descubre que quien se esconde tras el silenciamiento de esas catástrofes es una religión burguesa.
R. Efectivamente. Ausschwitz no es un asunto interno de los alemanes, pues muchos otros callaron o consistieron. Aquello fue una catástrofe cristiana. Pero si los cristianos, incluida la teología, callaron, no era por casualidad. El cristianismo se había convertido en un discurso legitimador de una determinada cultura, donde la religión había perdido toda capacidad creativa para resolver las amenazas que pesan sobre la humanidad. El Dios de la religión burguesa está muerto y no reacciona ni ante el holocausto final Ese Dios es capaz de hacer temblar, pero no es digno de ser suplicado, ni exige nada, ni interviene, ni consuela, ni nada. Es sólo un valor que legitima la identidad burguesa. En nuestra sociedad Dios es opio, pero no de los pobres como quería Marx, sino para los poderosos que hacen de las propiedades su futuro.
P. Pero usted sabe muy bien que esa domesticación de la religión ha sido el precio de la modernidad.
R. Hemos heredado una imagen del hombre, forjada en el Renacimiento y en la Ilustración, que hoy se conserva tanto en el capitalismo como en el marxismo y que dice ser una concepción postreligiosa del hombre. Es una imagen faústico-prometeica , ajena a toda melancolía, dolor y culpa, amor y muerte. Hemos conseguido superracionalizar al hombre y desentimentalizarle, escindirle entre la razón y el recuerdo, entre el logos y el mito. Yo veo una relación entre esa imagen del hombre y la crisis de nuestra civilización, cuyos síntomas son tan evidentes en los movimientos ecologistas, las movilizaciones en favor de la paz o en la envergadura de la crisis económica. Hemos entrado en el desplome de una civilización. Y lo que distingue la cultura de la civilización son sus reservas en imágenes, símbolos y recuerdos. En esta tarea común, la religión, que sabe de recuerdos e historia, tiene algo que decir.
P. El Filósofo Habermas se ha referido frecuentemente a sus trabajos cuando ha hablado de esa nueva teoría del cambio social que él propugna.
R. Habermas reconoce que ya no valen los paradigmas clásicos para sacar al hombre del marasmo de su pérdida de identidad. Yo también digo que estamos, más que en un momento de crisis, en una situación de quiebra y que se impone una nueva cultura política, porque es la política la que nos puede salvar o perder. En esta situación de amenaza radical del hombre no bastan ajustes intrasistémicos, que podría propiciar una ética política. Se trata de una nueva cultura que vuelva a los grandes temas del hombre.
"No queremos ser nuestros propios herederos"
P. Y usted está convencido de que la religión guarda esos recuerdos, convirtiéndose en clave del destino del hombre.
R. La religión cristiana, cuando no se diluye en descafeinados secularismos, la religión mesiánica, conlleva siempre una profecía política, que no anuncia un final rosa, sino la catástrofe final. El profeta no dice "si hacéis esto, lograréis el paraíso", sino " si no hacéis esto, váis al desastre". La profecía implica ruptura, resistencia, conversión. Ahora bien, la política al uso desconoce la categoría de ruptura. A mí eso me parece muy serio, porque lo peor que nos puede suceder es que las cosas sigan como van: así vamos al paroxismo de los conflictos que hoy apuntan por doquier. Hemos llegado a un límite en el que nosotros mismos no queremos ser nuestros propios herederos, no queremos que nuestros hijos se nos parezcan. La revolución está mejor caracterizada con la imagen del freno de ese tren llamado progreso, que dice Walter Benjamin, que en la de locomotora de la historia mundial, que decía Marx.
P. ¿No hay algo ahí de una añoranza imposible, de un pesimismo cultural muy constante en la religión?
R. Nada más lejos de mis intenciones que un alegato en favor de una eutanasia de la técnica. Lo que pretendo es una confrontación productiva con ideas dominantes, como las de progreso, continuidad, desarrollo... que no nos llevan hacia el futuro, sino hacia la quiebra. Yo he hablado de la acontemporaneidad, en reconocimiento al hecho de que la religión viene de lejos y se encuentra desambientada en la civilización urbana y en la racionalidad moderna que ha creado cuidadosamente sus cánones de progresía: ilustración, secularización, progreso etcétera. Creo que esta condición de acontemporaneidad puede ser altamente productiva de cara a esa nueva cultura política. Los creyentes son como legasténicos en la escuela del progreso: siempre pegando al mismo balón, tratando de profundizar en temas que no interesan al trepidante progreso. Este desfase puede ser creativo si es capaz de inspirar e irritar a los discursos dominantes. Siempre me acuerdo de Einstein, ocupado en los penúltimos conceptos, nunca tan al día como sus condiscípulos y, al final, alumbrador de una nueva era.
P. ¿No acecha a ese planteamiento el peligro de un nuevo clericalismo, esta vez de izquierdas?
R. Nada tiene que ver esto con una nueva forma de teocracia. No, porque esta contribución de la religión a la nueva cultura se debe producir desde la base. La novedad de la teología en la decena de los años ochenta, respecto a la del sesenta, es que entonces había un pathos revolucionario sin sujeto real y ahora aquél está más mitigado, pero sí que ha aparecido un sujeto claro: la base, las comunidades de base. Estas comunidades podrían ser un lugar social modélico, donde la vida política se personaliza en unas nuevas exigencias morales y donde la vida personal se prolonga en vida política con toda su incidencia social. Aquí se podría hacer evidente que los contenidos acontemporáneos de la religión cristiana -como el pecado, la conversión del corazón, el sacrificio etcétera- además de oponerse a una interepretación meramente intimista, contienen una carga política mucho mayor que sus correlatos secularizados. No hay que olvidar, finalmente, que la oferta de la religión se dirige a la sociedad, no al poder. Para que la sociedad se interese por su oferta lo importante es que eche de menos a la religión, no que la constitucionalice de cualquiera manera que esta sea.
P. Movimientos de base son también los carismáticos, pentecostalistas y otras muchas variantes que se confiesan expresamente apolíticas.
R. La espiritualidad cristiana es propiamente tal cuando no es exclusivamente religiosa. A Jesús nunca le hubieran crucificado por un comportamiento meramente espiritualista. Yo me refiero a lo que está ocurriendo en América Latina, que se ha convertido en el centro de la catolicidad del cristianismo y de donde está viniendo la II Reforma del critianismo.
"El hombre secularizado no existe"
P.Usted decía que su reflexión teólogica tiene como telón de fondo el escándalo de una teología que se hace vuelta de espaldas a Ausschwitz. Aquí en España, sin embargo, muchos se dicen que en una sociedad industrial "no hay lugar para las noticias de Dios". Y se empieza a hablar de los postcristianos.
R. Me suena ese planteamiento. Yo vengo de un país tan industrializado como España, donde hace años se habló de la muerte de Dios. Para mí el hombre absolutamente secularizado no existe, es una construcción de gabinete. Es más, si existiera, sería un tipo de hombre por el que no valdría la pena luchar y que deberíamos más bien liberar. ¿Cómo es ese hombre?: angustiado, sin identidad, resignado ante su propio futuro. Si el hombre no tuviera otras reservas, ese modelo sería no la muerte de la religión, sino del hombre espectador. Es peligroso creer que el hombre puede subsistir sin símbolos y mundo místico, porque otros ocuparán ese vacío antropológico con peligrosos rellenos. Fue lo que ocurrió con el fascismo. Recuerdo unas palabras de mi amigo Ernst Bloch: "los teólogos se empeñan en ser más seculares y críticos que el mismo hombre secular. Pasan entonces de racionales a racionalistas y ya nada tendrán que decirnos".
P. En el paisaje cultural alemán la religión aparece habitualmente como un interlocutor válido de otros discursos, filosóficos o científicos. Aquí, en España, la religión tendría primero que responder a la pregunta de con qué derecho se sienta en la mesa de los discuros que se interesan por la emancipacion de la sociedad.
R. En Europa existe una relación muy deteriorada entre religión y cultura. La religión se ha buscado históricamente falsos aliados, de ahí el antagonismo entre religión y cultura. La pregunta, pues, no me parece ociosa. Creo, sin embargo, que dado el carácter universal del cristianismo la relación entre religión y cultura no se ventila ciñéndonos exclusivamente a Europa. Lo que ocurra en el Tercer Mundo es definitivo. Si no se logra allí una nueva relación entre religión y liberación, no veo nada clara la respuesta a la pregunta. Pero posiblemente el tema desborda al cuadro específico de la religión. Habermas ha hablado de la muerte de los maestros clásicos del pensamiento, señalando que una nueva cultura de la comunicación debe nacer de abajo arriba. La superación de la Irracionalidad de nuestra civilización es la superación de la apatía cultural que nos envuelve.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.