Egolatría
Hay -dijo François Truffaut, y dijo bien- dos clases de directores: los que tienen en cuenta al público cuando hacen sus películas y los que prescinden de él. Para los primeros, el cine es un arte del espectáculo; para los segundos, una aventura individual. Un ejemplo del primer tipo de director es Hitchcock; y del segundo Rossellini. Pero Federico Fellini -el que merece la pena, que es el de 8 y V2 hacia atrás, porque el otro, salvo los atisbos de Amarcord y algunos otros, es el de un fulminante descenso de la plenitud a la insignificancia- rompe esta buena clasificación del cineasta francés. Fellini entiende, o entendió en su primera época, el cine al mismo tiempo como arte del espectáculo y como aventura individual. Sabía, desde sus comienzos, mucho sobre candilejas, serrín de circo, mundos de barraca y de saltimbanquis. Pero todo esto, convirtiendo poco a poco, inexorablemente, en una forma de vida y en un vehículo de expresión lírica muy personal.
Fellini hace volatines y melodramas como forma de contarnos sus memorias más íntimas. Se convierte a si mismo en espectáculo. Y 8 y 1/2 es el filme donde con más perfección y menos forzamiento alcanza esta síntesis.
He hablado de dos etapas en el cine de Fellini, una importante y otra insignificante. Es una simplificación, pero sirve en sus líneas fundamentales para expresar en trazos gruesos una verdad bastante sutil. La carrera inicial de Fellini, materializada en I vitelloni, La strada, Las noches de Cabiria, Almas sin conciencia y La dolce vita, es una escalada brillantísima, desbordante de inventiva, hacia la maestría narrativa, entendida ésta como la posesión de un estilo, es decir de una manera de hablar propia, inimitable y adecuada a lo que se tiene que contar a los otros.
Esta maestría indiscutible le llega a Fellini con su 8 y 1/2 que es la culminación de un proceso personal, en el que cada una de las películas citadas es un escalón hacia arriba, hacia esta cumbre. Pero el cineasta italiano, desde esta cumbre alcanzada en 1963, no hizo en adelante otra cosa que bajar y bajar, hasta las mediocres hondonadas de sus últimas, algunas de ellas literalmente penosas, películas. Hay una hipótesis según la cual Fellini dio tanto de sí en 8 y 1/2 que se vació. No es descabellada.
Surgió Fellini del yermo de los últimos residuos del neorrealismo italiano, pero no se quedó en ellos, como otros muchos cineastas de su generación, sino que se elevó desde el prosaísmo hacia el lirismo más audaz del cine italiano de la posguerra. Fue su carrera, en este sentido, sólo en este, similar a la de Pasolini, pues desde otros ángulos se trata de obras casi opuestas.
8 y 1/2 es un monodrama. Trata de una sola cosa: de Fellini, de su Yo mayúsculo, capaz de proponerse a sí mismo como ombligo del mundo con la mayor naturalidad. Es 8 y 1/2 la obra de un maestro de la exhibición, capaz de practicarla sin el menor recato. Para Fellini, como para Buñuel (véase suplemento ARTES de hoy en EL PAIS), la imaginación es siempre inocente. No hay culpa ni exageración en ella. Su modo natural de expresarse es la desmesura, la desvergüenza y la exageración. Y no se trata sólo de afición literaria a la hipérbole, sino de una segunda, o primera, naturaleza. 8 y 1/2, que en cualquier otro cineasta sería un disparate insostenible, en las manos de Fellini adquiere una coherencia desarmante. Fellini, que se formó en la pequeña moralina de los neorrealistas, hizo, en este fascinante filme, un sorprendente ejercicio de destrucción del moralismo. Las consecuencias de su audacia, ya presagiada por La dolce vita fueron de gran trascendencia. 8 y 1/2 es un punto sin retorno del cine europeo, una especie de película-eje, cuyo valor hay que medir en relación con las servidumbres de que libró al cine de su tiempo y con la libertad que proporcionó al cine posterior a el. Una buena parte del cine actual nace en 8 y 1/2. Otra se acaba allí.
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