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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las restricciones al tabaco

CUANDO COLON y sus compañeros de navegación llegaron a tierras americanas, el tabaco, llamado a disfrutar de una gran popularidad durante los siglos posteriores en Europa, fue uno de sus más curiosos descubrimientos. Aparte de la utilidad de una buena pipa para presidir y facilitar los ceremoniales de amistad y pacificación, nuestros antepasados creyeron que el tabaco poseía propiedades rnedicinales, razón ésta tan poderosa como cualquier otro motivo para su introducción y generalización en el Viejo Continente. Cuatro siglos después, sin embargo, un nutrido grupo de investigadores y médicos, primero en Estados Unidos y posteriormente en el resto del planeta, ha entablado un clamoroso proceso público contra el tabaco, acusado de producir la aparición de algunas fórmas específicas de cáncer, y ha logrado, pese a la impopularidad inicial de su trabajo como fiscales y a la feroz resistencia de las grandes compañías dedicadas a la explotación comercial del extendido vicio, notables victorias en el campo de la legislación y de la sensibilización ciudadana.Aunque en las sociedades desarrolladas la principal causa del cáncer no sea el tabaco -muchos científicos suponen que la radiactividad generada por las pruebas nucleares es en gran parte la responsable del aumento de ciertos tipos de cáncer, y sobre todo de la leucemia- y las enfermedades de corazón, continúen ocupando el primer lugar entre las causas de muerte natural, sería insensato infravalorar los efectos nocivos del tabaco y su capacidad para abreviar la duración de la vida humana. Algunas investigaciones apuntan que el tabaco no sólo es un factor del cáncer de pulmón, de laringe, de boca y de esófago sino, de añadidura, su causa principal. De otra parte, el peligro del humo no acecha solo a los fumadores que lo expelen sino también a todos los que que lo respiren, aunque practiquen la abstinencia. Un informe de destacados especialistas norteamericanos señala que hay pruebas suficientes para afirmar que los no fumadores que conriparten el mismo aire que los empedernidos consuinidores de tabaco quedan expuestos a idénticos riesgos de enfermedad. Esta es la razón de las campañas para limitar el consumo del tabaco en lugares públicos o para reservar, al menos, áreas exentas de humo para los no fumadores en los medios de transporte, las salas de espera, las tiendas y los lugares de trabajo o esparcimiento.

En los Estados Unidos aproximadamente una cuarta de la población, es decir cincuenta millones de habitantes, son fumadores. Aunque no dispongamos de estadísticas fiables para España, cabe suponer que la proporción de fumadores debe ser en nuestro país por lo menos equivalente, y probablemente más alta. Este número elevado de furriadores, junto con los intereses económicos -de los que participa el propio Estado- dificulta, más que un inexistente respeto a la libertad individual respecto al uso y abuso de la propia salud, la adopción de previsiones tajantes para trabar o suprimir la afición al tabaco. Sólo el convencimiento y la persuasión podrían lograr la desaparición o limitación de esa costumbre, para lo que resultaría además indispensable la existencia de procedimientos eficaces para la deshabituación de los fumadores empedernidos. Aunque los científicos todavía no se han puesto de acuerdo sobre si el tabaco crea una adícción comparable a la de la heroína o el alcohol, parece evidente que es algo más que un simple hábito. Si bien los tratamientos para desarraigar ese hábito de modo permanente han mejorado notablemente y ofrecen ciertas garantías de éxito, quizá la mejor terapia, en espera de que esos métodos se perfeccionen y difundan en grado satisfactorio, sea una buena dosis de miedo a la antigua usanza.

Por lo demás, el decreto sobre publicidad y consumo de tabaco adoptado por el Consejo de Ministros anteayer aplica a nuestro país algunas de las enseñanzas de la legislación norteamericana al respecto, si bien contemporiza, en cuestión de plazos, con los intereses creados de la publicidad pagada en los medios de comunicación estatales. Ya es una paradoja que un gobierno que ha estado predicando las excelencias de un mundo de superlujo a través de la publicidad televisada, en cuestión de meses se disponga a hacer la contrapropaganda. Aunque esta contradicción no será tan grave como la que levaba antaño a TVE a alternar los anuncios del rubio americano con filtro con los de las organizacionesa oficiales sanitarias que avisaban de que el tabaco podía resultar perjudicial para la salud. Pero jamás es tarde para la buena dicha. Las disposiciones que establecen la obligatoriedad de reservar lugares para no fumadores en los transportes públicos, en los grandes locales comerciales y en los centros educativos y sanitarios merecen todo el aplauso de quienes tienen que aguantar las consecuencias de una afición de la que comparten los inconvenientes y no las satisfacciones. La obligatoriedad de imprimir en el exterior de las cajetillas un aviso sobre la peligrosidad que implica el consumo del tabaco es una pedagogía quizás menos inútil -a largo plazo- que la prohibición de vender tabaco a los menores de dieciséis años. Respecto a esto, la buena intención subyacente no empecerá la crítica. ¿Por qué no venderles tabaco, y sí alcohol o medicinas en la farmacia? Enfocar la atención a la juventud desde la creación de un mundo de prohibiciones y restricciones es, pensamos lo peor que se puede hacer. Debemos informar a nuestros adolescentes de los riesgos de fumar, lo mismo que de los riesgos de entrar en la OTAN o de cruzar los semáforos en rojo. Pero debemos ser también pragmáticos. La restricción de edad no es probable que funcione, y si lo hiciera posiblemente solo habríamos contribuido a la creación de un mercado negro adicional al del "porro", y quizás la extensión a su costa de la delincuencia juvenil.

En cualquier caso, los obstáculos y las dificultades interpuestos por la Administración al consumo del tabaco mediante restricciones publicitarias, avisos sobre su nocividad y limitaciones del público potencialmente comprador son una contribución a una campaña de salud pública que sólo podrá tener éxito a largo plazo y cuando los individuos hayan interiorizado los malos frutos de la práctica de esa costumbre. A este respecto es preciso señalar que la nocividad del tabaco no debe ser pretexto para el recorte innecesario y cruel de la pequeña libertad individual de fumar hasta la intoxicación definitiva si uno voluntariamente opta por hacerlo así. Las drogas son tanto más nocivas cuanto más sometidas a un mundo de presiones, mitificaciones y ocultismos permanecen. Por eso nos parecen mucho más interesantes las medidas destinadas a la protección de los derechos de quienes no fuman y a la difusión de una información veraz sobre los males que acarreará el hacerlo. Porque la Administración ni puede ni debe redimir de sus vicios y pecados a los ciudadanos, pero tiene en cualquier caso que garantizar también el derecho a la existencia de la virtud.

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