Bajo el signo de la olla
La cuestión es, naturalmente, a ver cuándo quedamos a comer. Quizá la auténtica división entre españoles que cuentan y españoles marginados pase por la amplitud del culto que rindan a las reuniones para comer. Impera el signo de la olla, elevado a categoría de signo de este tiempo y hasta de este país. Se quiere mezclar placer y trabajo como si fueran compatibles. Se quiere hacer más trascendente el tournedo con el adobo de cotilleos políticos o periodísticos: "¿No sabes cuál es la amante de tal parlamentario?" "¿Y no sabes que ese otro esnifa cocaína?" Tal suele ser un frecuente nivel de menú político-periodístico; el nivel del menú gastronómico, por su parte, varía.Bastante cierto es que las grandes leyes se cuecen y negocian en los grandes restaurantes. Y que la política fáctica, la del matiz determinante, la de los hombres y del reparto de la tarta, se rehoga en los templos gastronómicos, no en el Parlamento, y ni siquiera tanto en los partidos. Si esto es así, y así parece, estamos convirtiendo nuestra democracia en un comedero. La excusa es que no se va exclusivamente a comer, sino a practicar la gastronomía. Eso es más elegante y reparador. Mientras horrorizaría pensar que la Constitución se cocinó en una tasca, a base de gallinejas y torreznos, parece menos aceitosa la cosa si por medio hubo suflés y lenguados al champaña. En cualquier caso, esta democracia gastronómica, que unos digerimos más que otros, se está pasando. A imitación, en cascada, del prototipo ministerial, parlamentario, ejecutivo, todo el que cuenta, o al que a ello aspira, se está adecuando. Como si no se pudiera tramar nada de importancia salvo en los denominados almuerzos de trabajo y similares.
¿Quién no ha oído la frase "Hay un homenaje a fulano. Pero la cena es malísima?". Y entonces mucha gente se lo piensa, porque muchos españoles damos homenajes, que cuestan caros, según los entremeses.
Hasta aquí resulta comidilla consabida; pero es que el abuso llega a tales extremos que se están organizando comidas sin pretexto, el grado más borde, tal vez hasta desesperado, de querer tener importancia, y de imitar los cánones marcados por nuestras fuerzas vivas. Me refiero a esas comidas en las que no sucede nada y la gente acude únicamente por no faltar.
El buen comer queda relegado. Y eso no es noble ni con el valioso tiempo de cada cual ni con un correcto culto gastronómico. Porque esas comidas sin pretexto distan mucho de la honestidad conceptual y lúdica de una sociedad guipuzcoana de tripasaris, pongo por caso. Allí, un grupo de gente se reúne no con la aviesa intención de discutir un sesgo dudoso de Lacan, ni para aplicar arte cisoria sobre la LOAPA, sino por el mero gozo que supone ingerir muchos huevos, pescados, carnes, vinos y licores.
Es la ola gastronómica, el signo de la olla, y, de nuevo, el signo de este tiempo. Y aquí estamos aún tan poco pertrechados: un sesgo de jenjibre en el plato nos confunde, y antes de hincar el diente en sus 'ternillas zozobramos ante el que será un "solomillo markadour a las trilas". Tampoco sería cosa de sentarse con Barthes a la mesa y diferenciar el sistema (o "relación asociativa", que diría Saussure), y el sintagma, o combinación de signos que tienen como soporte la extensión. Y así, el sistema, en el restaurante, se establece con los alimentos, entre los que se escoge un plato en función de cierto sentido (o gusto, en este caso): los primeros, los segundos, los postres. Mientras el sintagma supondría la concatenación de los platos elegidos a lo largo de toda la carta: es nuestro menú. Una lectura vertical del menú igual a sintagma del restaurante.
Convienen estos rebozados, porque a los restaurantes hay que ir ya equipados semióticamente, no sólo con mucho dinero. Veamos qué dan hoy, y espigamos en las cartas madrileñas: angulas de Quebec, que al menos de lejos sí que vienen; un sincero zancarrón, tal vez un poco cainita para nuestro gusto; una infida espuma de hongos y hasta, queriendo, algo que suena terrorífico: tortilla de ajetes. ¿Puede un alma cultivada atreverse con una tortilla de ajetes?
Para oficiar el nuevo signo de la olla no faltan santuarios ni orates. Pero no les recriminen. Esta ola de ollas es bastante saludable cuando no está contaminada de consensos y demás recua. Y le va mucho al español. El español, aunque sea moderno, no ha acabado de digerir ciertas trabas que tiene con las cosas sexuales. En cambio, las cosas de comer, sublimadas en, la gula,
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Bajo el signo de la olla
Viene de la página 9aquí han parecido siempre poco pecado y nula infracción. Es más, a menudo ha sido meritorio ser un tragón. En nuestra historia, este tipo, el tragón, siempre ha lucido como hombre de poder, de orden, de posibles. Y si el resto de la gente no ha tenido más gula, es porque los páramos; no dan más de sí. Con todo, hasta en la huraña y parca Castilla no hay más que ver la importancia que sigue teniendo un rito como la matanza.
Otra novedad es que ya el español no exclama tras la comida: "Cómo nos hemos puesto", sino: "¿Y qué sería aquello?", curiosidad loable ante finas, pero tal vez complejas, salsas, aún no descifradas del todo por unos paladares, como los nuestros, que parten de una cultura recia, toda chorizo y morcilla.
Hasta hace poco todo giraba en torno a la buena calidad, sí, pero, sobre todo, en torno a la abundancia: los cocidos madrileños, las astures fabadas, las burgalesas ollas podridas, las catalanas monchetas, los levantinos arroces basaban buena parte de su éxito en el físico reventón del usuario: "No puedo más". Ningún homenaje, ni más rendido ni cálido, al cocinero o cocinera que ese caer aniquilado por las amalgamas de leguminosas y carne suina.
El español, presa de los vapores digestivos, tenía una larga tarde por delante (y hasta parte de la noche) para digerir con toda la parsimonia que el caso requiriera. Y hay quien se extraña porque, en este país, antes se usaban muchas menos drogas blandas. ¿Acaso hay algo más alucinógeno que un atracón de cocido madrileño?
Sí, completo, por supuesto.
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