_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La luz de Roma

¿Cuál es el secreto encanto de una ciudad? ¿El talante de sus moradores? ¿La importancia de sus monumentos? ¿El peso de su historia cívica? ¿El ruido y el olor de sus calles? ¿Las curvas del río que la atraviesa? ¿El pulso del tráfico que la inunda? De muchos modos se puede mirar a una ciudad para que nos revele su esencia íntima. Nietzsche decía que era mejor salir fuera de sus límites para adivinar su perfil a contraluz y captar así su esencial conjunto. Otros gustan de mezclarse en el torrente humano para escuchar lo que dice. Maragall escribió lo de "feliz la ciudad que tiene a su espalda una montaña". Don Miguel de Unamuno subía al Pagazarri y al Archanda para contemplar en la hondonada bilbaína a su bocho natal. Cuentan que Miguel de Cervantes se asomó desde el monte Mario a la urbe romana, cuando la visitó por primera vez en 1568, y escribió que "ya los aires de Roma nos dan en el rostro, ya las esperanzas que nos sustentan nos brillan en las almas...".Roma es hoy una aglomeración de varios millones de habitantes que apenas caben en sus calles, en las que la circulación automóvil tiene un vértigo especial. Los aparcamientos improvisados por la densidad del tráfico invaden aceras y senderos peatonales. Yo he querido una mañana temprano subir por la vía Gregoriana, cruzar por Trinitá del Monte, bordear los jardines y muros de la Villa Médici y llegar al Pincio y a sus terrazas verdes: "La ancha azotea que atalay / la urbe tendida al pie de la colina, y desde el barandal degusto el parque", cantaba Ramón de Basterra, el más romano de nuestros poetas. Hube de ir saltando entre carrocerías y parachoques para aceptar finalmente el marchar por la calzada entre raudos conductores que embisten al viandante y le obligan a dar quiebros inverosímiles.

Cualquier rincón de la Roma histórica rezuma evocaciones profundas. Montherlant decía que sentía un noble y angustiado abatimiento cuando trató de conocer exhaustivamente la ciudad por excelencia, "la madre de ciudades", como la llamó el poeta. En mi itinerario matutino me detuve ante el busto de Chateaubriand, que solía pasear por este su camino favorito rumiando ambiciones y vanidades. Después traté de hallar el escenario que Velázquez llevó a sus dos paisajes que se contemplan en el Museo del Prado. Paisajes extraardinarios por su anticipación en la técnica y, sobre todo, por la intención pictórica. "Cuadros revolución arios", los llamaba Gudiol, con certero uso del término. ¿Cuál sería la mentalidad del maestro español al llevar estos breves apuntes al lienzo? Alguien decía que no se trata sino de unos trozos de pared de jardín. Pero ¿no es el muro amarillo de Vermeer el punto de convergencia de la pintura moderna, ante el que Proust hizo morir repentinamente al imaginario escritor Bergotte mientras lo contemplaba? Velázquez era, como Vermeer, un pintor de luces. Llevaba en las pupilas la luz de la meseta de Madrid, más dura y gris que la de Roma. La luz de Roma tiene matices y tamices que la colorean de rosa y de oro, según el horario y el mirador. Desde Montorio se adivina en la tarde una luminosidad difusa, mientras que desde los últimos pisos de Montecitorio, el doble palacio adosado del Parlamento, se contempla Roma bajo otro prisma al atardecer.

Villa Médici es famosa por muchas razones también porque en ella estuvo preso Galileo por cometer el pecado científico de mover la estática y antropocéntrica fijeza de la Tierra. Entré en los grandes aposentos bajos del palacio, habilitados por la exposición que allí se celebra, titulada David y Roma. Es interesante cotejar las fechas de la vida artística del gran. maestro francés con las de su contemporáneo Goya, por ejemplo. David no siente el soplo romántico de la Revolución, y queda anclado en el neoclasicismo de la virtud antigua y del republicanismo estoico. Cuando París descubría los derechos del hombre, David recorría las ruinas excavadas de Pompeya y se instaló en la resurrección artística del mundo y de los mitos del pasado romano. El desnudo masculino era el fuerte de su talento descriptivo. Julien Green cuenta en. su diario que "ante las grandes telas de David creí sentir el soplo del demonio". Jacques Louis David era un artista engagé. Fue protagonista activo de las jornadas cruciales de la Revolución Francesa, pintó los temas anecdóticos del proceso y fue maestro de ceremonias y escenógrafo de las grandes fiestas nacionales de la Revolución como la del ser supremo. Después cayó en desgracia y fue perseguido. Años más tarde era nombrado pintor de cámara de Napoleón. Gracias al pincel de David, Bonaparte fue idealizado en el lienzo como un héroe a la romana y no como un condottiero de los ejércitos populares de la Revolución. El Bonaparte que cruza los Alpes por el Gran San Bernardo es casi un general de la Santa Alianza. Mientras, Goya, simultáneamente, está terminando la escena paradigmática de los fusilamientos de mayo, los del patriotismo chispero madrileño, a años luz de distancia de su colega, en el camino de la modernidad del arte.

Había en el aire de Roma un hálito de primavera cuando yo la visité recientemente. El tiempo era frío, pero el sol relucía en la plaza Elíptica, vigilada por las columnas del Bernini. Agora cimera de. la cristiandad, el gran espacio abierto de San Pedro está en perpetua ebullición, a la espera de un mensaje o de una ceremonia. Invita a la reflexión este destino singular e individualizado de las ciudades históricas de Europa. En esos pocos metros cuadrados que tiene como soporte geográfico el Estado Vaticano se concentra desde hace siglos una altísima tensión espiritual que brota de la convergencia de las aspiraciones, plegarias y esperanzas de millones de seres. La televisión ha logrado por fin la universalidad de la Iglesia con el tiempo real y la simultaneidad visual electrónica, lo que en una institución de signo espiritual significa la instantaneidad dejas coherencias.

La luz de Roma, cambiante y dorada, envolvía bajo un cielo diáfano los monumentos, las iglesias, los palacios, las ruinas, los suburbios y los rascacielos lejanos. "El aéreo palio es un mar de maravilla", escribía un viajero peregrino inglés del ochocientos. Y en Roma, el recuerdo de lo español perdura. En una misma jornada pasé de visitar Villa Madama como huésped a saludar al presidente del Senado, replegado en su sabiduría madura en el despacho de Palazzo Madama. La madama era Margarita de Austria, la hija del emperador y de Johana Van der Gheenst, una bellísima flamenca de linaje de artesanos tapiceros. Margarita fue dada en matrimonio, a los catorce años, a Alejandro de Médicis, el primer duque de Florencia, hombre de refinada violencia y maldad, que murió asesinado por su primo Lorenzaccio. Heredó entonces el palacio renacentista mediceo de Roma que es hoy el Senado de la República y la llamada Viña del Papa, el delicioso castillo que Clemente VII poseía en las laderas del monte de María y que ha sido amorosamente restaurado según la antigua traza de Rafael Sanzio. La madama, que casó después con Octavio Farnesio, sobrino de otro Papa, fue la madre de Alejandro Farnesio, el gran general de los tercios españoles, y gobernó Flandes con desigual fortuna. Su memoria perdura en Roma y llenó con su fasto sus palacios y cortejos buena parte de la vida de la urbe durante el Cinquecento. Los pecados de amor de Carlos V se llamaron madamas cuando afectaban al sexo femenino. La madre de Juan de Austria, Bárbara de Blomberg, vivió sus últimos años en la montaña Cántabra, y todavía se conserva en Ambrosero el recuerdo de la otra madama, que tiene su tumba en el cercano monasterio de San Sebastián de Anó y que murió en la pobreza total.

"La santa luz de la naturaleza", llamaría Milton a la claridad del día. La luz en la que flotan los recuerdos de la historia es quizá la mejor definición de la luminosidad de Roma.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_