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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La ley de fugas como pretexto

MIGUEL HERRERO, Ricardo de la Cierva y Francisco Soler elegidos diputados bajo las siglas de UCD, han abandonado las filas de su partido. Los tres han mantenido empero su escaño, al tiempo que rompían la disciplina de su grupo parlamentario. Esta decisión suele ser contemplada de forma crítica por quienes -sin razón o con ella- consideran una inmoralidad o una inelegancia restar un escaño a la organización que les amparó con su prestigio y corrió con los gastos de la campaña electoral al presentarlos como candidatos. Lo usual en estos casos es que los diputados rebeldes busquen asilo -como Ramón Tamames o Manuel Clavero- en el abigarrado Grupo Mixto. En esta casuística de los abandonos se da también la figura, en grado de tentativa, de quienes, tras cortar amarras con su partido, permanecen en su grupo parlamentario a la espera de constituir su propia minoría autónoma. Este el caso, tan virulentamente censurado por los sectores gubernamentales, de los diputados del recién creado Partido de Acción Democrática presidido por Francisco Fernández-Ordoñez. Sin embargo, el trío recién fugado a la vez de UCD y del Grupo Parlamentario Centrista ni puede aspirar a formar su propio grupo ni se resigna a la suerte que aguarda a los componentes del furgón de cola mixto, en el que viajan parejas tan extrañas, como la formada por Blas Piñar y Fernando Sagaseta. Así han solicitado su incorporación a la minoría del Congreso presidida por Manuel Fraga. No faltan precedentes en el propio partido del Gobierno. Joaquín Molins, diputado por la UCD catalana, se incorporó al grupo parlamentario de Convergencia y Unión; José García Pérez, diputado centrista por Málaga, se propone fichar por el PSA tras una breve estancia en el Grupo Mixto, y Díaz-Pinés, adalid del vínculo matrimonial indisoluble y congresista de la UCD manchega, proyecta desviar ese itinerario para hacer parada y fonda final en Alianza Popular. Esta situación plantea problemas de ética política, pues el diputado en este caso no sólo sirve a su conciencia -que es un gesto respetable- al abandonar el partido sino que contribuye también a la de los demás y se pasa al moro con armas y bagajes. Aunque las operaciones tránsfugas desde el centrismo a Alianza Popular, todo hay que reconocerlo, se realizan dentro de un mismo campo ideológico y político.El ingreso de Ricardo de la Cierva y Miguel Herrero en el grupo parlamentario de Manuel Fraga tiene el significado añadido de los elevados cargos de responsabilidad que ambos diputados han desempeñado dentro de UCD. Sin embargo, el incidente no puede reducirse a una historia de ambiciones insatisfechas o de resentimientos ulcerados. Las adulaciones al poder del diputado por Murcia fueron premiadas por el presidente Suárez con el Ministerio de Cultura. Más relevante es el caso de Miguel Herrero, elegido portavoz del Grupo Parlamentario Centrista en el otoño de 1980, con el propósito aparente de socavar las posiciones del entonces presidente del Gobierno, dirigir la estrategia de giro hacia la gran derecha de UCD y lanzar torpedos a la línea de flotación del sector mayoritario del centrismo. No deja de suscitar interés adivinar cuáles puedan ser los comentarios de quienes sostuvieron la tesis de que la operación dirigida y planeada por Miguel Herrero antes del Congreso de Palma sólo se proponía la democratización interna de UCD. En esto, el ex portavoz puede jactarse de ser un político más capaz que sus compañeros -democristianos, liberales o independientes- en el camino emprendido hacia la destrucción interna del centrismo. Porque puede ser verdad que si Miguel Herrero y sus huestes no hubieran tensado hasta la irritación el reaccionarismo gubernamental, el sector sociaIdemócrata no hubiera tenido que arrojar la toalla al ver que el programa y la imagen centrista eran materialmente triturados, y con absoluta desfachatez, por el propio portavoz parlamemntario del partido.

Por supuesto, los integrantes del grupo que hoy controla et aparato de UCD y el Gobierno de la nación han de sentirse bastante como alguaciles alguacilados. El sector crítico, primero, y la plataforma moderada, después, fueron sendos inventos ideados para liquidar a Adolfo Suárez, en una primera emboscada, y a Rodríguez Sahagún y Calvo Ortega, en otra posterior encerrona. Pero hay veces en que los ingenios de destrucción escapan del control de quienes los imaginaron y se vuelven incluso contra sus progenitores. Cuando Leopoldo Calvo Sotelo habló, hace unos días, de ambiciones escuetamente personales y de quiméricos escrúpulos para legitimar la inconstancia en el seno de UCD, probablemente ignoraba que esos reproches se pueden dirigir casi por entero no sólo a los actuales tránsfugas, sino también a la cúpula dirigente del centrismo desde el verano de 1980.

No es improbable que la fuga de los tres diputados sea recibida por los partidarios de las elecciones anticipadas como la sorpresa que necesitaban para justificar la disolución de las Cortes Generales. Pero este abandono no debería servir para la promulgación de una original ley de fugas cuya incongruente sanción fuera la anticipación de elecciones. Nos resistimos a creer que Calvo Sotelo haya estado jugando con la opinión pública de este país cuando expresaba recientemente su deseo de prolongar hasta el final la legislatura. Y todas las informaciones, hasta la hora de escribir este editorial, señalan que, en efecto, el presidente del Ejecutivo trata de ser congruente con sus propias palabras y hace frente a la ofensiva que desde su propio Gabinete se ha desatado en este sentido. Una disolución de las Cámaras y unas elecciones anticipadas en estos momentos no son en absoluto necesarias para nadie y resultan en cambio altamente peligrosas para todos -al margen las particulares y poco presentables ambiciones de algunos-. El Gobierno tiene garantizado el apoyo de la mayoría de sus propios disidentes, el entusiasta arropamiento de CD para los proyectos más conservadores que quiera promulgar y la pasividad coyuntural de la izquierda, que ha dicho mil veces no está dispuesta a desestabilizar al Gabinete mientras perdure el fantasma del golpe de Estado. Unas elecciones anticipadas cuadran sólo con la estrategia de quienes verían con agrado un aplazamiento del juicio del 23 de febrero o de quienes suponen que una campaña electoral en el ambiente de esta primavera haría imposible la libertad de conciencia de los electores a la hora de depositar el voto y orientaría, desde el miedo, un mayor número de sufragios hacia la derecha en el poder. Para algo se han hastiado de decir pública y privadamente los hombres de UCD que una victoria de la izquierda no sería soportada por el aparato militar. El debilitamiento del Grupo Parlamentario Centrista es, sin duda, un serio contratiempo para el Gobierno, pero no le impedirá seguir gobernando mediante compromisos -como ha venido haciéndolo en el pasado- con los socialistas, las minorías nacionalistas y Coalición Democrática. La cuestión central de la gestión de Leopoldo Calvo Sotelo -el único punto en su programa, la sola clave de la que pende el futuro de este régimen- no es otra que la celebración del juicio del 23 de febrero. Unas elecciones anticipadas antes de la cancelación de los consejos de guerra no solo serían un error político que podrían pagar más los menos responsables de él, sino un acto de desprecio a la única conciencia que no puede ser traicionada nunca por ningún hombre público: la de los ciudadanos.

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