¿Es Dios 'inútil' en una sociedad posindustrial?
No me gusta esta expresión de poscristianos porque la encuentro extraordinariamente ambigua. Más que ambigua, en el límite la encuentro vacía, sin la riqueza tortuosa y escondida de lo propiamente ambiguo. Gracias a expresiones como esa se puede decir cualquier cosa sin tener que decir nada. Y hasta se pueden construir atrayentes tesis tautológicas, que dan buena conciencia de haber dicho algo con lógica.Menos aún me gusta esa expresión desde las coordenadas culturales -o subculturales- de la España del posfranquismo. Situada en ellas, esta expresión puede servir para salirse de los demonios "religiosos" que han condicionado la última historia de nuestro país, sin necesidad de enfrentarse, psicoanalíticamente al menos, ni siquiera con esa historia que es nuestra. Lo cual me parece una trampa, y una trampa peligrosa desde la condición de hombre.
Acepto con todo esa expresión porque se me invita a un debate en el que se emplea este término. Y quiero suponer que, en este debate, esta expresión de lo poscristiano nos remite en su fondo significativo a la expresión marcusiana de la sociedad posindustrial, la de los análisis de la teoría crítica de la escuela de Francfort. ¿Hay un sitio para lo religioso o lo cristiano -y si lo hay cuál es ese sitio- en una sociedad posindustrial? Supongo que este es en todo caso el sentido de este tema para el debate.
Los más amigos de este tipo de planteamiento son, entre nosotros, cristianos para el socialismo, cristianos marxistas, cristianos comunistas y toda la fauna inmensa nacida del cálido abrazo de marxismo y cristianismo en los últimos, digamos, veinte años del pensamiento europeo. Con ello aquellos pretenden haber recuperado para lo religioso un sitio al sol en la competitividad ideológica de nuestro mundo. Sé que es más matizado su pensamiento. Pero también pienso que en el fondo de este pensamiento anida una especie de neoconfesionalismo que considero extraordinariamente arcaico y profundamente acristiano. Arcaico, porque implica asumir -y encima asumir tardíamente- el modelo ya caduco de la racionalidad unitaria y automática de la razón de la Ilustración. Y acristiano, porque la tentación de idolatría del tiempo histórico está siempre agazapada detrás de esas exaltantes concepciones heroicamente wagnerianas. Aparte, por supuesto, de la debilidad de supuestas correlaciones históricas unidireccionales entre lo social y lo religioso, puesta hoy en evidencia, junto a otras cosas, por los acontecimientos polacos del último año y medio, que replantean algo más que realidades políticas.
Ello no supone, sino todo lo contrario, la defensa del cristianismo clásico. Aunque sólo fuera porque el confesionalismo en el que ese cristianismo se agota sería tan reprobable como cualquier forma de neoconfesionalismo. Supone, por el contrario, la vuelta, o mejor, el redescubrimiento de la no competitividad de la fe con las formas plurales de la razón, el pensamiento y la cultura humanos, y la asunción de la "inutilidad" de Dios en un mundo posindustrial que nos reenvía (testigo el cine de Bergman) a las preguntas finales, que Kant decía con razón que son las primeras, sobre el sentido de la vida, en términos que están más allá de la categoría de utilidad congénitamente inscrita en la razón practicopensante de una sociedad industrial cuya superación decimos que estamos viviendo.
Ello no significa tampoco la confinación de lo religioso al mundo socialmente irrelevante de lo puramente -y vergonzantemente- individual. Yo defiendo que el sitio de lo religioso es la privacidad. Pero no la privacidad hegeliana irrelevante en sí, sino la privacidad más que racionalista constituyente del hombre, la que permite al hombre ser hombre y turbarse como hombre. En ese topos es donde se inscribe, para mí, la utopía de la fe, como inutilidad y como gratuidad, como expresión de "la diferencia cualitativamente infinita entre Dios y el mundo" en la bella y sugerente expresión de un Barth apenas conocido en estos pagos nuestros, cuando se pretendió pasar, sin solución de continuidad, del nacionalcatolicismo al poscristianismo, como si se tratara de la transición política.
Esa "diferencia barthiana" es para mí el sitio del sentido de la libertad radical (la contemplación) y de la crítica radical (la no aceptación de moda alguna dominante). El sitio también de la concesión de la palabra indecible y de la antiapologética. Porque contrariamente a la fácil apologética amigable que se ha remozado entre nosotros (pienso ahora en ese engendro posfranquista de Asignatura Pendiente que hace unos días nos sirvió TVE, y en la que un simpático "Troski" susurraba en un determinado momento que envidiaba a los creyentes porque así todo era más fácil), yo pienso con Barth que "la fe es una cosa tremenda que no desearía a nadie". Los timoratos, los de las ideas claras de un solo sentido, "los imbéciles que leen con un solo ojo, el derecho o el izquierdo, tanto da" (la frase es de Escarpit en su Carta abierta a Dios) que no griten demasiado. También a mí, como a Buñuel (en respuesta suya a un amigo mío cuando estaba rodando La vía láctea y después de haberse definido como decididamente ateo), "Dios es lo único que me interesa". Y sin embargo -lo vuelvo a repetir- la fe es una cosa tremenda que no desearía a nadie. Yo no sé -ya se ve, por lo dicho al principio- si eso es cristiano o poscristiano. Lo que sí sé es que una prospección seria y sincera de lo religioso en la España del posfranquismo pasa necesariamente por esas dimensiones, al menos como pregunta.
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