El Ateneo
El Ateneo, se trata de ganar el Ateneo, se trata de tomar el Ateneo de Madrid, Palacio de Invierno de la cultura invernada, hibernizada por Franco durante cuarenta años, Bastilla en cuyo último corredor encontraremos al marqués de Bradomín, ya que no al de Sade, predicando libertinaje, mejor que libertad, a los ujieres, porque el libertinaje, tan malentendido por la reacción bienpensante que pone el grito en el cielo artesonado del Ateneo; el libertinaje, digo, es la libertad y algo más.Francisco Fernández Ordóñez me parece a mí el capitán intelectual de esa dorada horda, infame turba de la cultura que debe tomar el Ateneo después de 40/40 de funcionarios, sagitarios, sanitarios, veterinarios del buey de Pitágoras y carceleros carcelarios del saber. Por fin, en el libre juego de unas elecciones libres, el Ateneo, que es «científico, literario, y artístico», pero que en el fondo de sus mazmorras eruditas es libertario, como todo Ateneo, desde Atenea y desde Atenas, ya que el Ateneo supone, en la capital del dolor de la democracia, la tribuna más libre, el coso más atroz, el reñidero de gallos de la oratoria, el Campo del Gas para la lucha libre de los oscuros ideólogos adolescentes que quieren poner contra las cuerdas la cultura oficial de los incultos. Me parece que hay que ganar el Ateneo, y me parece que podría ganarlo Pacordóñez, ese Ateneo donde Valle-Inclán le dijo a un ricacho mejicano:
-Pues yo, además de tener tantos criados como usted, unos para el vino blanco, otros para el vino tinto, unos para la carne, otros para el pescado, además tengo unos criados para no hacer nada, que se están de pie junto a la pared.
El 98, Azaña, el eurovanguardismo de Ramón Gómez de la Serna, el pelo rubio de González-Ruano, que era tan moreno, todo eso ha salido del Ateneo, como los heterodoxos españoles de Menéndez Pelayo, que en realidad andaban por la Cacharrería del Ateneo, haciendo y diciendo heterodoxias, cada uno venido de su siglo a seducir una señorita ateneísta de Méndez Bringas o Penagos, mientras don Marcelino hacía con ellos papeletas en la biblioteca. Hasta que el Ateneo lo secuestraron los «falangistas liberales» -un recochineo- de los cuarenta/ cincuenta, los eurocatólicos del Opus Dei y los jóvenes pálidos de Pérez-Embid, que sabían latín y querían cambiarnos a Sartre por Gabriel Marcel y a André Gide por Péguy. En aquella ciudadela del Imperio hacia el Dios castellano /leonés de Arias-Salgado/Escrivá, era almena impar el Aula Pequeña de Poesía, llevada por el calvoprusiano José Hierro, que metía a Blas de Otero, a Gabriel Celaya, Manuel Alvarez-Ortega, para disparar el arma cargada de futuro de la poesía con un estampido lírico que estremecía como el eco de la libertad las estatuas desnudas de las escaleras y a una cocinerita guapa que había en el bar, y que alguna vez me dio gratis la tortilla de patata con mucha tortilla.
El Ateneo, sí, ha sido al Congreso lo que el Campo del Gas al Palacio de los Deportes, en la cultura y la política española, un cocedero de hombres, un horno del pan de las ideas, una alta y revuelta tahona de los hombres públicos, «por sutiles harinas pulcros y encanecidos», como si la Bastilla misma se echase a andar para hacer ella la Revolución. Y Ruiz-Giménez como un Marat democristiano.
En los viejos trienios liberales era como si el Ateneo tomase por asalto las Cortes, un edificio invadiendo otro, sólo con subir la calle de Santa Catalina, porque entonces los golpes eran oratorios y a todo el 98 y a toda la generación de Ortega no se le escapó nunca un coño. Tomar el Ateneo, Paco, tron, es hacer la revolución cultural desde abajo. Una movida.
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