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El mito del Año Nuevo

La aplicación con que nuestros pueblos celebran la Nochevieja y el Año Nuevo, sin que falte el apoyo litúrgico de la Iglesia, es una de las más llamativas paradojas de estos países, viejos católicos, que demuestra lo poco que ha calado la tradición cristiana en la reserva espiritual de Occidente o, quizá, como quería Nietzsche, el fracaso del propio cristianismo.La exaltación festiva del fin del año se inscribe en la mitología del eterno retorno al que el cristianismo trató de enfrentarse con su oferta del tiempo histórico. El tiempo bíblico habla de creación del mundo y de un destino o sentido que el hombre tiene que realizar en base a su propia libertad; en el tiempo histórico los acontecimientos son irrepetibles, y en su trama caben los fracasos irreparables o la creación genial, siempre y cuando el hombre arriesgue su libertad y se exponga a perder la partida. Que este manojo de conceptos -los de creación, libertad, sentido o responsabilidad- lo hayan tenido difícil, incluso entre los cristianos, lo vio bien Dostoiewski en su leyenda del Gran Inquisidor, esa especie de Jesús al revés, que quería garantizar las expectativas más elementales de los hombres, pero sin el fardo de la libertad que el predicador de Galilea había impuesto a los hombres. "En vez de incautarte de la libertad humana", reprocha el Gran Inquisidor de Sevilla a su prisionero, Jesús de Nazareth, "Tú la aumentaste y cargaste con sus sufrimientos el imperio espiritual del hombre para siempre". El gran hombre de Iglesia defiende la imagen que ellos han dado del cristianismo, que, aunque no concuerde con el original, tiene el gran mérito de responder a las aspiraciones de los hombres que valoran más el pan y la seguridad que los riesgos de la libertad. Por eso decide, en acto de servicio a la humanidad, encarcelarle y ajusticiarle.

El mito del eterno retorno, anterior a todos los grandes inquisidores que en el mundo han sido, responde a esta constante del hombre que prefiere la seguridad a todas las aventuras de una libertad que tiene que hacerse cargo de la historia. En el eterno retorno lo que priva es el concepto de espacio, que es lo estable y preexistente a cualquier acontecimiento temporal. El espacio es el tablero de ajedrez, donde se repiten las jugadas según un ritual preestablecido. Acaba un año y empieza otro. Y se acaba en orgía y caos para borrar el tiempo transcurrido: en las celebraciones de fin de año, los esclavos se hacían amos, y los amos se convertían en esclavos. En Mesopotamia los súbditos destronaban al rey y le hacían pasar por las humillaciones que ellos bien conocían. Así, hasta la llegada del Año Nuevo, donde todo volvía a su orden natural, como al principio.

Este duelo entre la libertad y la seguridad parece decantarse en favor de la segunda y, por consiguiente, en favor de la concepción cíclica del tiempo. Los grandes herejes cristianos coincidían en afirmar que la única fiesta cristiana posible debía ser la Pascua judía, que más que fiesta es una disposición de combate donde se comen de pie hierbas amargas y ataviados con la ropa necesaria para proseguir la marcha. Pero el catolicismo, fiel al fondo pagano del hombre, ha llenado su calendario de fiestas cíclicas, donde lo que en un momento fue acontecimiento histórico se repite continuamente -"hoy nos ha hacido un niño" se dice en Navidad-, como si el nacimiento histórico de Jesús fuera cualquier mito ahistórico.Con el fin de clarificar las cosas y acabar con una cultura que no cesa de hablar de historia cuando no cree en ella, Nietzsche arremete contra lo que él llama "dos mil años de mentira", reivindicando de nuevo el mito del eterno retorno. Su envite no sólo se dirige al cristianismo que habla de creación divina del hombre, cuya realización sólo es posible: con una redención que le salve porque no sabe usar bien su libertad, sino contra los ideales políticos modernos, que siguen creyendo en el mito del progreso indefinido, como si la creación y la destrucción, el dolor y la alegría, el mal y el bien no fueran ingredientes naturales de la única y verdadera vida.

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Pero ¿significa esa vuelta a las raíces paganas, y hasta racionales, del hombre que la sociedad moderna es incapaz de asumir su propia responsabilidad? ¿Habrá que volver al Fatum, a la aceptación fatalista del destino, que pone como condición de la supervivencia la renuncia a la libertad? Indicios hay que vienen a mostrar la existencia de esa tentación en este final del segundo milenio: la, pujanza de los juegos de azar, la fe en los horóscopos, el consumo de toda suerte de buenaventuras y la multiplicación de las profecías catastrofistas, llámense Gran Pirámide o, Nostradamus.

Ya han transcurrido los cuarenta años que Nietzsche dio a la humanidad para que ésta entendiera el mensaje de su loco en el Gaya Ciencia: cómo justificar el sentido de la responsabilidad del hombre en la cosa pública en una época "que ha asistido a la muerte de Dios". Se trata de una llamada a la libertad y a la responsabilidad, no al fatalismo. El tiempo histórico del cristianismo no le vale, porque está obsesíonado con la salvación del alma, y así no se explica la responsabílidad pública. Nietzsche vuelve al mito del eterno retorno de lo mismo: sólo cuando "el reloj eterno de la existencia" nos confronta una y otra vez a los mismos acontecimientos, sólo entonces se ve obligado el hombre a asumir su responsabilidad a lo largo de un proceso circular que permite profundizar en el conocimiento de lo que ocurre y afanarse en ello "con mayor voluntad y decisión".

De esta suerte se borran las fronteras entre el tiempo bíblico y el mito del eterno retorno, en el convencimiento de que el logro de la seguridad pasa por la libértad. En el diálogo de Zaratustra, imagen del Anticristo, con el Papa que ha sobrevivido a "la muerte de Dios", aquél se reconoce el heredero religioso del cristianismo: "En ningún sitio estaré más a gusto que contigo", le dice el Papa. "Amén. Así sea", dijo Zaratustra con gran maravillamiento.

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