El mensaje del Rey
EL MENSAJE navideño del Rey tuvo en 1980 una presentación y un contenido marcadamente diferentes de los pronunciados en años anteriores. Los dramáticos acontecimientos ocurridos dos meses después permitirían a los españoles, al proyectar sobre el inmediato pasado la luz esclarecedora de los hechos posteriores, comprender el alcance y el significado de unas palabras destinadas a advertir sobre las graves amenazas y los serios peligros que se cernían sobre nuestra vida pública.Las palabras del Rey en la Nochebuena de 1981 han sido cautelosas y medidas, pero también inequívocas y firmes. Del mensaje cabe destacar los momentos no vinculados con las obligadas referencias a la pausa navideña, interrupción demasiado breve en las tensiones, agresividades y conflictos cotidianos como para poseer un significado que no sea meramente simbólico. Porque las brutales realidades del mundo contemporáneo no se alteran en lo más mínimo por las exhortaciones a la buena voluntad, que sirven, empero, para mostrar las abismales diferencias existentes entre los deseos de paz de la mayoría de los seres humanos y los implacables sistemas de dominación política, económica, social e ideológica que condenan esos sentimientos a la categoría de puros ensueños.
El Rey ha subrayado con especial rotundidad que no hay otros caminos para la Monarquía parlamentaria que la senda constitucional. "Tenemos una Constitución que se ha dado a sí mismo la mayoría del pueblo español. Al obedecerla y respetarla estamos ya en ese camino que hemos de recorrer, sin dudas y vacilaciones, para vivir en un Estado de derecho". Don Juan Carlos ha rechazado, una vez más, la posibilidad misma de contemplar una hipótesis de gobierno distinta a las instituciones democráticas y al régimen de libertades. "No hay más alternativa válida ni puede pensarse en otras soluciones impuestas por minorías" contra el orden y la paz del sistema constitucional. El Rey ha pedido a renglón seguido que .esa verdad se abra paso en la mente de todos y prevalezca siempre por encima de las campañas calumniosas, de falsas propagandas, de rumores malintencionados". La exhortación será innecesaria para la inmensa mayoría de los españoles, que no abrigan la menor duda sobre el carácter irrevocable del compromiso de la Corona con las instituciones democráticas. El Rey ha señalado que sus manifestaciones públicas a lo largo de 1981 "conservan toda su vigencia". Y ningún ciudadano podrá olvidar el dramático mensaje de don Juan Carlos en la madrugada del 24 de febrero y su sostenida firmeza en la defensa de las libertades. Las calumnias, las falsedades propagandísticas y los rumores contra la figura del Rey no han hecho mella en la opinión pública, y sólo han servido para exponer a la mirada de todos la miseria moral, el deshonor y la cobardía de quienes pretenden utilizar las armas de la insidia, el bulo y la injuria para justificar a los golpistas del 23 de febrero.
Los sucesos de febrero convencieron hasta a los más escépticos de que el compromiso de la Corona con la soberanía popular, el régimen parlamentario y el sistema de libertades era tan profundo como irreversible. La decisión de don Juan Carlos de soldar la Monarquía con la democracia fue madurada a lo largo de un prolongado período de aprendizaje político y adoptada libre y voluntariamente al comienzo de su reinado. La trascendencia hisrópica de ese compromiso puede apreciarse en todas sus dimensiones al imaginar las enormes dificultades y elevados costes que hubiera representado para la sociedad española reconquistar primero y defender después sus libertades sin la decisiva ayuda de la Corona.
Don Juan Carlos hizo en su mensaje una alusión a las heridas que pueden abrir en la sensibilidad colectiva las polémicas sobre nuestra memoria histórica. "No nos esforcemos en cambiar un pasado que existió y que hemos de asumir con sus realidades, sus hechos, sus recuerdos y sus hombres. Unos recuerdos que han de ser respetados y unos hombres cuya colaboración es necesaria, porque no podemos prescindir de ningún español dispuesto a trabajar decididamente por su patria". La tolerancia, en efecto, tiene todavía mucho camino que recorrer en nuestro país antes de convertirse en hábito dominante de la sociedad española. Sin embargo, esa aceptación de¡ derecho de los demás a pensar y a sentir de forma diferente o contrapuesta es una actitud que tiene que ser cultivada en todos los sectores e instituciones de nuestra vida pública, y no sólo en los grupos sociales situados al margen de¡ poder y de los aparatos estatales.
Del régimen de Franco conservan los españoles recuerdos muy diferentes. Durante ese período, unos sufrieron la cárcel, el exilio o la discriminación; otros prosperaron o se realizaron profesionalmente, y los más se mantuvieron al margen de la política y se refugiaron en la vida privada. Las consultas electorales han mostrado desde 1977 que la mayoría de los españoles se inclina a favor de los partidos perseguidos bajo el franquismo (socialistas, nacionalistas catalanes y vascos, comunistas) y de UCD, lugar de encuentro para políticos que sirvieron al anterior régimen y dirigentes de la oposición moderada al franquismo. Buena parte de los hombres que desempeñaron responsabilidades públicas en el inmediato pasado no sólo no han sido desplazados del poder, sino que continúan ocupando la mayoría de los cargos que dependen del poder ejecutivo y de la Administración central. Y los programas vinculados a la apología o el recuerdo del franquismo siguen convocando ante las urnas, aunque sin éxito, a los ciudadanos que deseen votarles.
En nombre de la tolerancia se debe pedir el respeto a los recuerdos, pero a los recuerdos de todos, vencedores y vencidos. Que los análisis y las valoraciones del pasado inmediato prescindan de epítetos injuriosos o falsedades calumniosas es un objetivo deseable, pero que no puede suprimir los esfuerzos por restablecer la verdad de los hechos, sistemáticamente ocultada durante décadas por una historiografía propagandística, ni la libre expresión de quienes fueron mantenidos coercitivamente en el silencio mientras sus adversarios monopolizaban periódicos y tribunas para denigrarlos e insultarlos. Bastaría al respecto con hacer una breve antología de las calumnias proferidas contra Azaña o Prieto a lo largo de nuestra historia reciente. La expresión de verdades ciertas, aunque desagradables para quienes las censuraban o ignoraban hasta 1975, debe acogerse a ese principio de tolerancia que protege también a quienes defienden la memoria del franquismo. Porque parece superfluo señalar que los ciudadanos discriminados o perseguidos durante el régimen anterior no tienen por qué hacerse perdonar ahora su condición de víctimas en el pasado, mientras que algunos sectores de quienes administraron la victoria de 1939 no deberían sentirse ofendidos porque se mencione el hecho obvio de que el franquismo fue una dictadura que consagró el dominio de una parte de los españoles sobre el resto de sus compatriotas.
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