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Tribuna
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La amenaza

La democracia española está seriamente amenazada. Hay, que reconocer el hecho y hacerle frente. De nada nos serviría el disimulo o la inacción. El Estado moderno descansa sobre la información. Información a los ciudadanos. Información de los que gobiernan y legislan. Información de lo que hacen o planifican rivales o adversarios en las vertientes externa e interior. Un Estado que no se entera es un instrumento inerme. Hace pocos días se conmemoraba el aniversario del ataque de Pearl Harbour por los japoneses en la segunda guerra mundial. Fue un fracaso tan extraordinario de la información norteamericana que a partir de ahí se reorganizo a fondo el sistema en Estados Unidos, hasta llegar al gigantismo electrónico actual.En nuestra historia política presente, la sorpresa del 23 de febrero será relatada como una plancha épica de la información, solamente explicable si los servicios competentes se hallaban intoxicados desde la raíz a la copa por los propios golpistas. Ello hizo que se analizara el grave episodio con un intenso deseo de reducirlo al capítulo de sucesos extravagantes en vez de investigar el tamaño y el contenido del iceberg con el que había chocado el Titanic de la democracia española.

Ahora se adivinan otros síntomas que hacen pensar en riesgos semejantes. Y una de dos. O se averigua lo que de verdad ocurre y se toman las medidas necesarias para conjurar lo irremediable o la democracia entrará en una existencia desdoblada en la que se desarrollarán vidas paralelas, una pública y visible y otra clandestina y soterrada cargada de misteriosas intrigas, visitas, amenazas, documentos v manifiestos de corte decimonónico. Solamente nos faltan Galdós y Baroja para contarlo.

El Estado tiene que estar informado. No puede alimentarse exclusivamente de noticias manipuladas. España es un país de tamaño medio. La información política procede de un radio de acción muy restringido. Aquí se sabe casi todo cuando se quiere saber. De nada servirá hacer planes y proyectos de futuro si hay gentes empeñadas en volar la democracia por el mero hecho de serlo. Está muy, bien que los partidos políticos traten de aclarar su identidad propia por medio del debate interno. Y más aún con unas elecciones generales a doce o quince meses vista. Pero antes hay que parar los intentos golpistas definitivamente. Sin ello, la perspectiva del año próximo se presentaría con augurios sombríos.

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Hay que hablar con claridad y serenidad. El nudo gordiano en el que se acumulan las esperanzas golpistas es el juicio de los implicados en el golpe de Estado de febrero. Es inexplicable que un asalto al Congreso y un secuestro del Parlamento y del Gobierno realizado por funcionarios del Estado, que fue presenciado por media España por televisión, haya tardado un año en sustanciarse y llevarse al tribunal correspondiente. La dilación no ha hecho sino tensar el ambiente. Precisamente, por la jurisdicción específica a quien compete el juicio, no puede hablarse de ingerencia de ninguna clase. La sociedad española aguarda el resultado con la plena confianza de que se hará justicia con seriedad y objetividad en el asunto. Pero hay quienes no lo desean así. Y tratan de convertir en un mitin político de la extrema derecha integrista lo que no debe ser sino cumplimiento estricto de las leyes penales vigentes.

Y ése es el clima en que nos movemos: provocaciones cotidianas; rumores propalados; campañas de Prensa; incitaciones al motín. Las fuerzas políticas que hicieron posible la transición a la democracia y que en 1978 culminaron su entendimiento con el compromiso doctrinal reflejado en la Constitución tienen el deber de mantener entre sí un estrecho contacto para defender lo que se ha conseguido con tanto esfuerzo. La democracia parlamentaria española, articulada en la Monarquía constitucional, es patrimonio de todos y tiene el refrendo de la inmensa mayoría del país. El Gobierno no debe albergar temores de ninguna especie. Los golpistas son, electoralmente, una minoría reducidísima, y esa misma condición de insignificancia numérica les hace inclinarse por las soluciones de violencia, únicas que podían allanarles la conquista momentánea del poder. La sociedad desarrollada española no admitiría esa solución tercermundista, africana o caribeña, en ningún instante.

El Estado moderno democrático consiste esencialmente en el sometimiento voluntario de los estamentos de la sociedad a las normas supremas del derecho público. No cabe en éI un estamento militar que se rige a sí mismo, ni un estamento burocrático, o eclesiástico, o profesional, que se rige de esa manera, en tanto que sean piezas esenciales del contexto legal. No se puede hablar seriamente de que existan ingerencias o exclusividades de unos sectores sobre otros. Eso sería la anarquía feudal y el volver cinco siglos atrás en nuestra historia. La democracia es un pacto común que sirve de base a un sistema de poder basado en la soberanía del pueblo.

El poder del Estado es uno e indivisible. Emana de la voluntad popular. Se ejerce y distribuye de acuerdo con la norma suprema de la Constitución. La democracia consiste en aceptar ese conjunto institucional por la regla de la mayoría electoral libremente expresada. Quien desea oponerse, o disentir, o proponer otro método de convivencia pacífica para el mejor gobierno de la nación tiene el camino abierto para hacerlo legalmente acudiendo a la lucha electoral. No hacen falta para ello firmas, sino votos. No se necesitan tanques para ejercer el poder, sino llenar las urnas con sufragios favorables.

La Constitución es el cuerpo legal de nuestro Estado de derecho. Quienes, siendo funcionarios, no la acepten o no la obedezcan, o conspiren para destruirla, que dejen de servir al Estado.

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