Texto íntegro del discurso
«El 6 de diciembre de 1978, el pueblo español, consciente de su protagonismo, refrendó con claridad y decisión la Constitución elaborada por las Cortes.Recordar una efeméride es, como escribiera uno de los maestros de nuestra generación, volver a pasar por el corazón lo que en el corazón estuvo. Recordar aquel 6 de diciembre es revivir y actualizar el espíritu de concordia que fue la base de nuestra Constitución y ha de ser su permanente garantía; es volver a vivir la identificación entre el pueblo y sus representantes en la magna empresa de definir y proclamar los valores fundamentales de la comunidad y establecer desde ellos la organización y el régimen de los poderes públicos.
Quienes participamos en las Cortes Constituyentes tuvimos plena conciencia de su dimensión histórica. Sabíamos, palpábamos, que la demanda con que el pueblo nos interpelaba, desde diferentes posiciones ideológicas, era clara, directa y tenía un denominador común: el pueblo español, del que éramos parte y representación, nos exigía resolver en diálogo pacífico nuestras diferencias para garantizarle una convivencia duradera, en régimen de libertad, de justicia, de igualdad y de pluralismo político Se trataba de elaborar una Constitución superadora de la accidentada historia política de los dos últimos siglos, que significara el cierre de una vieja y enconada herida en los tejidos más vitales de nuestra nación. Era menester clausurar un cielo caracterizado por rupturas de índole diversa, y se hacía necesario abrir una nueva era, en la que el pueblo español y cada uno de los hombres y mujeres que lo integran, recuperada su libertad, pudieran asumir responsablemente su destino personal y el destino colectivo.
Y el talante con el que todos abordamos el trance constituyente fue rigurosamente fiel al mandato así entendido: lejos de la rigidez del dogma y de la pasión partidista, con voluntad de conjurar riesgos, con decisión de no repetir errores y marcando senderos seguros para el armónico convivir de todos los españoles y para que España sea nuestro solar común y nunca más objeto de litigio entre quienes, dogmáticos e intolerantes, no saben afirmar sus ideas sin arrasar violentamente las ajenas.
Es indudable que el mantenimiento del espíritu de enfrentamiento con el que nacieron otros textos constitucionales comportó su breve e inestable vigencia y marcó el signo pendular de nuestra historia. Y es indudable, por lo mismo, que la perduración del espíritu del entendimiento con el que ha nacido la actual Constitución española comportará su permanencia y estabilidad: no hay vencedores ni vencidos, sino encuentro de todos en un terreno común, en el que cabe la acción de gobierno de las distintas opciones políticas y cuyos límites no habrán de ser excedidos por ninguna de ellas.
Podría parecer, a ojos extraños, que una movilización de la conciencia ciudadana, dando vivas a la Constitución, tiene perfiles de ingenuidad y hasta de anacronismo, puesto que la Constitución, en cuanto tabla de derechos y organización del sistema político, es prácticamente un dato, aceptado como tal en nuestros tiempos y en cualquier país de nuestro desarrollo y cultura.
Pero hay experiencias en nuestra historia y hay circunstancias en nuestra realidad política que dan sentido profundo a esta conmemoración. Con demasiada frecuencia han resonado en el aire de España ecos desgarrados, propagadores a la par del júbilo de españoles triunfantes y del lamento de españoles vencidos; hay demasiadas páginas en nuestra historia escritas con sanare de hermanos o con oscuras tintas de odio y rencor para que los españoles todos no nos esforcemos en asegurar la fecundidad del momento histórico en el que hemos gritado, con dolor y con fe, nuestra voluntad de vivir juntos, en paz y en libertad. Y la Constitución es hoy la traducción articulada y coherente de ese grito de dolor y de fe.
La Constitución es expresión de unidad, en cuanto decisión soberana del pueblo español, que afirma su identidad y asume su destino. La Constitución es símbolo de cohesión, en cuanto manifestación de la voluntad de convivir. La Constitución es cauce de integración, en cuanto expresión de posibilidades y alternativas, abierta siempre a lo que se ha llamado el «principlo de esperanza» para cualquier opción política que la acate.
Pero la Constitución es, además, norma jurídica, la principal del ordenamiento, y es, por lo mismo, mucho más que un marco de referencia lejano y programático: es la consagración normativa de un conjunto de valores que han de hacerse realidad en las leyes y en el comportamiento diario de las instituciones y de los ciudadanos. Como se han hecho realidad ejemplar en la firmeza del Rey de Espana, que, considerándose desde su proclamación «el primer español obligado a cumplir con su deber», ha demostrado con sus actos la profunda verdad de las palabras con que expresó su decidida voluntad de acatar y servir la Constitución en el acto mismo de sancionarla.
Eficacia y validez de la Constitución
Son importantes las reglas formales de la democracia y todos hemos podido verificar la validez y eficacia de las que figuran en la Constitución, probadas ya en circunstancias diversas, no siempre fáciles, y en ocasiones, delicadas. Pero más importante es encarnar y hacer realidad, hasta convertirlos en estilo de vida, los hábitos de respeto, tolerancia y comprensión en que florecen la libertad y la responsabilidad, como anverso y reverso de una misma medalla.
Y no tengo inconveniente en destacar, porque a nosotros los parlamentarios corresponde una importante función de ejemplaridad, que en las Cortes Generales, día a día, se muestra la realidad de aquellos hábitos, realidad bien esperanzadora y que fácilmente contrasta con pasadas experiencias. Aquí concurren ordenadamente fuerzas políticas asaz distintas, que no buscan el enfrentamiento por el enfrentamiento, que mantienen un alto nivel de respeto recíproco y que se esfuerzan en hacer del Parlamento lo que en esencia tiene que ser, un lugar de diálogo y encuentro, en el que la confrontación tiende siempre al acuerdo y nunca a preparar una guerra.
Una Constitución se asienta definitivamente en la comunidad política cuando sus valores se hacen creencias en la conciencia social generalizada. Puede que un período de tres años sea en exceso corto para su plena maduración y enraizamiento. Pero es, sin duda, tiempo suficiente para percibir ya que la liberación de energías ha generado la dinámica irreversible propia del régimen constitucional, para percibir que nuestro pueblo ha hecho suyos los valores constitucionales y para asegurar, en consecuencia, que está dispuesto a su firme y denodada defensa.
Cualquier intento de mutilar los derechos fundamentales y las libertades públicas en España sería contra el sentido de la historia y contra la voluntad del pueblo; sería, por lo mismo, rigurosamente inútil. La ley es la armonía entre la libertad y el orden, entre el derecho de cada uno y los derechos de los demás. Y la suprema ley, expresión, por tanto, de la superior armonía, es la Constitución, que a todos, poderes públicos y ciudadanos, obliga.
En la comunión activa de los valores que proclama la Constitución está nuestra esperanza de convivencia; fuera de esos valores no hay sino barbarie y regresión, suicidio y esterilidad. Porque estéril, a plazo más o menos corto, habría de ser cualquier pretensión de imponer el dogma, silenciar la discrepancia, trabar la libertad de expresión, cercenar el derecho de asociación política o desnaturalizar de nuevo las organizaciones sindicales.
Libertad, ¿para qué?
El régimen constitucional ha restituido plenamente a los españoles su libertad responsable. La nuestra es una Constitución cualificada por la nota de autenticidad; es una Constitución verdadera, que tiene por objeto, como dijera el clásico, no la gloria del Estado, sino la libertad de los ciudadanos. Libertad, ¿para qué? Libertad para vivir dignamente, libertad para
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convivir civilizadamente, libertad para que el hombre pueda ser y sea hombre; hombre de pie, capaz de proyectarse hacia las estrella desde raíces fecundamente afirmadas en la tierra.
La Constitución española de 1978 es la Constitución de la libertad y es la Constitución de la democracia. Es la Constitución que configura en España un Estado social y democrático de derecho, que ampara los derechos y libertades inherentes a la persona y los de los grupos en que las personas se integran, y que impone a los poderes públicos la doble obligación exigible de promover las condiciones para que la libertad y la igualdad sean efectivas y de remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud.
Como dijera el profesor Hernández Gil, presidente a la sazón de las Cortes, «la libertad es atributo de la persona, Io mismo que el don del pensamiento o de la palabra; integra y define nuestro propio ser; por eso es aliada de la igualdad; si falta la igualdad, la libertad se degrada y se convierte en instrumento de dominación y hasta de esclavitud». Es una formulación clara y precisa de una nota característica que hace de la nuestra una Constitución superadora, sin desconocerlas, de las libertades formales, y que impulsa la efectividad de las libertades reales para todos los españoles sin discriminación.
Principio de solidaridad
Alienta así en la Constitución española el trasfondo del pacto social que le dio vida y que fue posible por la plena aceptación sin reservas mentales, del principio de solidaridad.
Una Constitución no es una tarea conclusa, sino una exigencia de realización diaria. Es importante disponer de una Constitución en la que, como he dicho, se simboliza la unión, cohesión e integración de un pueblo y se expresa su voluntad de conquistar el futuro. Pero disponer de una Constitución no supone eliminar los problemas ni arrasar las dificultades, aunque suponga, desde luego, un necesario punto de partida para asegurar la eficacia del esfuerzo superador.
La Constitución ha funcionado sensiblemente bien. Muchos problemas graves y algunos endémicos en la convivencia española han hallado cauces razonables para su solución. Tenemos un Gobierno constitucional, surgido de unas elecciones generales y controlado por unas Cortes que son representación legítima del pueblo español; tenemos un poder judicial independiente, que administra en nombre del Rey la justicia que emana del pueblo; tenemos un tribunal constitucional, garante de la pureza jurídico-constitucional de las leyes y amparador de los derechos fundamentales y libertades públicas; tenemos unas Fuerzas Armadas que garantizan la soberanía e independencia de España y defienden su integridad territorial y el ordenamiento constitucional; tenemos en construccion una organización territorial fundada en el principio de autonomía, que ha de permitir rescatar y potenciar los ámbitos de convivencía en proximidad, fortaleciendo el sentido comunitario y participativo del hombre, y tenemos un sistema de Monarquía parlamentaria, en el que el Rey, símbolo de la unidad y permanencia del Estado, arbitra, modera y, en definitiva, asegura el funcionamiento regular de las instituciones, con la eficacia, prudencia y firmeza que el rey Juan Carlos ha acreditado.
Esperanzadoras posibilidades
Nunca como hoy se han dado, a mi entender, tantas y tan esperanzadoras posibilidades de romper lo que, para algunos, es maleficio y, para otros, fruto de limitaciones congénitas del suelo o del pueblo español. Hoy, las fuerzas políticas y el propio pueblo español se afanan en un esfuerzo real y decidido de transformación y modernización; diversas son las concepciones, distintos son los medios y medidas propuestos y legítimas son, en la discrepancia, la preferencia y la opción de cada uno-, pero es concorde el objetivo de consolidar el orden constitucional y alcanzar nuevas metas de progreso y de justicia.
Es evidenteque ha habido carencias y faltas de sintonía, imputables más a la hondura crítica de los problemas y a la constitutiva fragilidad de las personas que a deficiencias del régimen constitucional establecido. Pero ninguna razón hay para que en una situación que es en sí misma germinal, proliferen negros augurios o se extiendan actitudes negativas, pesimistas o noslálgicas que, por serlo, son actitudes rigurosamente reaccionarias.
No faltan ciertamente personas incapaces de aprender las lecciones de la historia, de entender los signos de los tiempos o de percibir el pulso firme y sereno del pueblo español. Unos hay que quisieran domeñar la voluntad de todos, con violencia y sin razón, abriendo curso al terror o a la revolución.
Otros hay que quisieran secuestrar la voluntad del pueblo entero, arrogándose su representación y erigiéndose en voceros excluyentes de los más entrañables valores de España. Son, unas y otras, fuerzas oscuras que pretenden cuestionar, y hasta borrar, ese modo de convivencia que llamamos democracia y que es conquista y realización de nuestra civilización.
Pero frente a esas personas y fuerzas forman murallas los valores constitucionales y las instituciones democráticas, que tienen la autoridad de la ley, respaldada por la adhesión de un pueblo consciente de su protagonismo y de su razón.
Cualquier acto irresponsable sería estéril
Si el pueblo español pudo ser, en otras ocasiones, espectador indiferente del acontecer político, dócil seguidor de iniciativas sin futuro o fácil secundador de facciones, hoy es sereno garante de la libertad y firme guardián de la democracia. Cualquier agresión, cualquier acto de audacia e irresponsabilidad, resultaría estéril en sus objetivos políticos, ante la firme voluntad de convivir en paz y en libertad, acreditada por los españoles.
El pueblo español, al que representamos, no puede tolerar que grupos o personas, por la fuerza de las armas, por la invocación de valores audazmente secuestrados o por el fanatismo suicida suplanten su propia voluntad, y se erijan, con presunción, en jueces y árbitros políticos. Es el pueblo español el que juzga a sus representantes y el único que arbitra, renovando o retirando su representación.
La conmemoración de la Constitución es ocasión propicia, que el calendario brindará cada año, para que las Cortes Generales visualicen ante España entera su significación institucional, reciban a las representaciones más cualificadas de las demás instituciones nacionales y renueven su compromiso de acatar la Constitución y servir con entrega y sin reservas al pueblo español.
Y es ésta buena ocasión, porque fue el Parlamento, comisionado por el pueblo, titular del poder constituyente, quien asumió la tarea de elaborar el texto constitucional; porque el Parlamento corresponde el desarrollo legislativo de la norma fundamental y porque del Parlamento depende en gran medida que se mantenga vivo el espíritu de concordia, felizmente entrañado en la conciencia del pueblo español.
El Parlamento significa la derrota de la fuerza
El Parlamento significa el triunfo de la palabra; la palabra es el vehículo de la idea, que se origina en la razón y se dirige a la razón; la palabra es el instrumento político para la transacción, el compromiso y la convicción. El triunfo de la palabra, la eficacia del Parlamento, es la victoria de la razón y la derrota de la fuerza.
El Parlamento no tiene que ser, ni es, un espectáculo diario, un foro para la demagogia, el torneo o los juegos florales; no es sólo el lugar donde se pronuncian solemnes discursos y se alumbmn frases felices; es, sobre todo, un lugar, una oficina, en que se tramitan y despachan múltiples, importantes y, en ocasiones, áridos problemas de Estado. Un lugar en el que diputados y senadores no están para proyectar sobre la sociedad sus propios problemas, sino para captar los problemas sociales y buscar su mejor y más eficaz solución; para ejemplarizar en sí mismos los valores constitucionales y para proponer al pueblo metas colectivas de ilusión y esperanza.
¡Viva España!
Desde esa concepción del Parlamento y con ese espíritu que sella el compromiso de los parlamentarios españoles, las Cortes Generales se suman a la conmemoración del día de la Constitución, proclaman su fe en el mejor futuro para todos los españoles y expresan, con emoción, su respeto y admiración al Rey de España, don Juan Carlos.
No hace mucho tiempo, en la inmediata proximidad de una dura experiencia y con la emoción apenas contenida, rechacé, a fuer de español, que pudiera darse un viva a España como signo de hostilidad ante quienes creemos en la democracia y acatamos la Constitución. Hoy, en este salón que preside la bandera de España y pensando en España como patria común de todos, soy yo el que grita ¡Viva España!, un grito sin acritud, un grito de concordia y unión, un grito de esperanza y de ilusión por nuestra España. Y, cuando digo nuestra, me erijo en portavoz de un nosotros, que somos, sin exclusión, todos los españoles.
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