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La destrucción o el amor

En unas memorias de Graham Greene que acabo de leer, vuelvo a encontrar la reiterada afirmación de muchos escritores sobre el carácter destructivo del amor. ¿Por qué esa insistencia afirmativa en algo tan discutible? Podría tratarse, quizá, de una inercia dramática. Los amores serenos, tranquilos o, por lo menos, ,cómo podríamos decirlo?, críticos, que analizan el drama en que incurren, para variar el rumbo, aceptando cada parte su responsabilidad en las situaciones "destructivas", no son, ciertaMente, muy "literarios". Sin embargo, el tema necesita verse reflejado -con el espejo puesto al borde del camino- en el modo bastante desdramatizado, digamos que "natural", como empiezan a producirse las relaciones de las parejas.Creo que ya nadie -o casi nadie- muere de amor. Aún existen dramas producidos por los "celos mal reprimidos", pero empiezan a resultar anacrónicos. Se tiende más a vivir el amor lúdicamente, lejos de los juramentos del "amor eterno" que han nutrido los folletones ilustres escritos por Manzoni, Dumas (hijo), Walter Scot, etcétera.

El amor que "destruye", reducido a análisis, suele consistir en la degradación de la intimidad. Los sentimientos se exaltan, anulan el juicio y desencadenan el drama. La ternura que expresa el amor, y la sublimación erótica que suele culminarlo, no son, ciertamente, ejercicios de reflexión. El itinerario entre la caricia y la entrega mutua total es una escalada de lo que suele recibir el nombre de pasión. Y la pasión se presenta, en los análisis "desapasionados", como lo contrario de ¡a racionalidad. Ciertamente es así, puesto que pasión y razón son polos que se repelen, aunque los apasionados crean "tener razón" porque consideran indiscutibles las perfecciones de lo que les apasiona. Se asegura que la nariz de Cleopatra -más bien respingona- suscitó en el César una pasión capaz de modificar el curso de la historia. Algo más habría que esa ilustre nariz, o tal vez no tuvo la importancia "histórica" que se le atribuye. Muchos otros poderosos que la vieron no llegaron a admirarla -hay que suponerlo- como la admiró César. Sin meterse en berenienales "históricos", Lope aseguraba que la pasión era -desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, altivo", etcétera... para llegar a "nohallar fuera del bien centro y reposo". Demasiados sentimientos empujándose unos a otros y ocupando al mismo tiempo los caminos del cuerpo por donde discurre el acaloramiento y llega el placer. Caminos momentámente "enajenados", es decir, que eluden la razón.

No parece, pues, clima para la reflexión serena el estado de apasionamiento en el que cuentan más los sentimientos que las comprensiones racionales. Si el amor destruye no es porque sea amor. Se han vivido, en la realidad, y se han descrito en la leyenda, diversas clases de amores, algunos de una abnegación y sumisión irritantes, y otros demasiado tranquilos para que sean algo más que un hábito de convivencia mediante el que dos seres logran encajar el curso de sus vidas. En la literatura hay, sin embargo, algunos -y en la realIdad- que ya no responden al esquema clásico. Hablo, por ejemplo, de la manera de amarse que mantuvo unidos -y libres al mismo tiempo- a Llian Helman y Dashiell Hamet. O también de las relaciones entre Sartre y Simone de Beauvoir. Estos son casos notorios más que excepcionales, puesto que existen muchos otros menos notorios pero de modelos digamos que parecidos. Dejo a un lado, claro está, los amores imposibles, porque, si son realmente imposibles, no veo cómo pueden ser amores. Tal vez sería más exacto llamar así a los amores sin remedio como amores, pero también sin posibilidad de solución para desarrollarlos normalmente. Ahora bien, esos no son amores imposibles sino difíciles, y la dificultad no es la imposibilidad.

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Ahora que en general -y afortunadamente- se está de regreso de esas atormentadas concepciones del amor que justifican su pretendido carácter destructivo; o imposible, y por tanto, doloroso; o desdeñoso, que se expresa con aquello de "no me quieras tanto"; ahora que el amor carga su acento en lo que tiene de lúdico, y exige por eso una cierta disponibilidad de ambas partes, es decir, una digamos que libertad para clausurarlo unilateralmente, a fin de que no se convierta ni en una cárcel, ni en una obligación, ni en una condena "para toda la vida", ahora que un Shakespeare apenas si encontraría inspiración real para escribir Romeo - v Julieta, tal vez se pueda analizar mejor qué es lo que realmente destruye. Destruye, creo, lo que no tiene nada que ver con el amor entendido como bienestar, ternura, placer. Destruye el amor propio herido por los celos, que son la expresión de un espíritu de posesión exclusiva. Insisto especialmente en lo de los "celos mal reprimidos" que padecía el Julián de la Verbena de la Paloina, aplicados al partenaire sobre el que se quiere una digamos que "exclusiva" de posesión. Y claro, si hay posesión, hay derecho -digámoslo así- para vigilar, castigar, reducir la libertad a nada.

En el fondo, todo ese proceso que empieza con la posesión, no es más que una degradación de la intimidad. Se llega al punto en que el posesor cree que ya no hay que respetar nada, ninguna parcela última del otro o la otra. Es lo que cree, de entrada, sin analizar más, el chulo navajero, y se diferencia poco de lo que cree el marido celoso o el pater familias a quien le parece natural confinar en la casa a la mujer con sus hijos sobre los qué ésta, a su vez, acaba por transmitir, ejerciéndolo, el sentido de la posesión. Y así, no sólo les corta las alas y les impide volar solos cuando les llega la hora, sino que perpetúa el sistema familiar de ponerle puertas al amor, reducirlo y mantener el clima en el cual se degrada.

Estas reflexiones, no sé hasta qué punto obvias, poco o nada originales, me las suscita la ley que le han colado los clérigos musulmanes al Gobierno argelino, tenido por el más progresista de toda Afríca. La mujer estaría, según esta ley que van a retirar al parecer, sometida no sólo al marido, lo que ya sería suficientemente humillante, sino también al padre, al hermano y cualquier hombre que tuviera con ella relación de parentesco y en cuya casa estuviera viviendo. Habría que pedir permiso y ser autorizada incluso para viajar. Es una ley medieval. Pero hay muchas leyes no escritas, tan medievales como esa, vigentes en el Occidente cristiano, que convierten a la mujer en el proletariado del hombre. Las costumbres, por ejemplo, tan ancestrales como se quiera, es decir, tan irracionales, por las cuales ha de permanecer atada a la cocina, al cuidado de la casa, a la maternidad y la educación doméstica de los hijos, impartida entre abrazos y castigos, como si se tratara de una ducha escocesa.

Trabajar fuera de casa, tener sus propios ingresos, vivir su propia vida y compartir con toda la familia -con toda, incluidos los hijos- obligaciones en lugar de asumirlas en exclusiva, por gusto o a la fuerza, es el camino para que la intimidad no se degrade, para que exista un reducto de independencia personal que nadie pueda atacar -o, al menos, nadie pueda vencer y de ese modo no se pueda decir que el amor destruye. El amor que destruye, ¿para qué sirve a los amantes? Porque de lo que se trata es de lograr tanta felicidad como sea posible o, mejor dicho, reducir la infelicidad tanto como sea posible. Y eso pide que no se sublimen los sacrificios y los sacrificados, sino se libere a todos de ser las víctimas, repartiendo equitativamente las obligaciones. Porque la única manera de salir a menos es que sean más los que las compartan.

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