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La guerra y la paz

En estos tiempos de paz amenazada dentro y fuera de España, cuando Europa se junta en un afán común de no volver a servir de campo de batalla parcial o total, vuelven hitos históricos cuyos nombres son Lützen, Cabrera o Austerlitz."Venían marchando día tras día, unos de Levante, otros de Poniente, desde el Sur y del Norte, y querían apaciguar el fuego aquel, pero sólo conseguían aumentar su furia". De este modo describía el pastor Dorsch el perfil de la guerra en pleno siglo XVII. A ello añadía una mujer de aquellas que seguían a las tropas entonees: "Yo nací en esto, no tengo hogar, ni país, ni amigos; la guerra es todo mi caudal. Cuando termine, ¿a dónde puedo ir?". Como anota Koerngsberger, nadie que hubiera nacido en Alemania (después de 1610 sabía qué era la paz. Pocos adivinaban por qué aquella lucha había comenzado; sólo que, año tras año, ejércitos errantes efectuaban marchas y contramarchas a través de sus tierras, quemando, saqueando, destruvendo, y que el hambre y las enfermedades mataban inás gente que los mismos cañones.

Los sufrimientos que esta contienda interminable ocasionó a la población civil -añade el autor citado- se agravaron por culpa de los soldados mercenarios. Sus acciones parecían dictadas, antes que por la estrategia, por las posibilidades de un mejor botín. Su voluntad era sólo herir y matar. Nada podía frenarlos: ni el invierno, ni el calor, ni el hielo; sólo la muerte tenía sentido para ellos, hasta que uno tras otro iban cayendo. Esa misma suerte como fin, aquella especie de suicidio colectivo, al que no eran ajenos intereses económicos o de religión, dio suelta en el corazón de aquellos soldados un rencor hacia la vida que perduró en las guerras que tras aquéllas vinieron, sin distinguir entre grados.

Así, dos siglos más tarde, seIgún cuenta Lovett en su documentada historia de nuestra lucha contra Napoleón, el más cruel de los jefes franceses fue el general Dorsenne, que en una loma frente a su residencia había alzado tres cadalsos en los que se exhibían a lo largo del día y de la noche los cuerpos de otros tantos patriotas españoles. Sin embargo, como siempre sucede, ni tales exterminios, ni la amenaza o la tortura sirvieron sino para nutrir nuevos odios y muertes. No en balde el padre del poeta Víctor Hugo, gobernador de diversas provincias, escribía a sus lejanos superiores: "Si las tropas no abandonan este sistema de extensión del terror por doquier, deberán renunciar a la conquista de España."

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Muchos franceses, en sus memorias escritas tras de la ocupación, suelen descargar parte de los desmanes cometidos entonces sobre los soldados mercenarios, que, sin jugarse nada en la aventura, salvo el sueldo o la vida, hicieron gala de una ferocidad no conocida entre las tropas regulares. Parecían nutrirse del dolor ajeno, como si el fin de los demás fuera a servirles de llave o talismán para ganar las delicias de un atroz paraíso perdido. Tal sucede cada vez que el hombre se enfrenta al hombre, cuando un viento sombrío parece agitarse en lo más profundo de los corazones. Entre los invasores y sus tropas auxiliares, fueron los más crueles los polacos y alemanes, la gente de Nápoles y los españoles renegados. Lord Blaney, capturado cerca de Málaga por ellos, escribe: "Tuve realmente muchas oportunidades de observar la superior liberalidad de los soldados y oficiales franceses comparada con la de los alemanes y españoles al servicio del emperador. Estos últimos trataban a los prisioneros con la más cobarde brutalidad, sin duda para hacer méritos ante sus amos, que, sin embargo, no ocultaban su desprecio por ellos",

A las provocaciones y represalias, los españoles libres respondían por su parte con masacres que llevan nombres como Arenas de San Pedro o Manzanares. El mismo ejército del general Dupont, vencido por Castaños y Reding en los cerreos ardientes de Bailén, pagó con creces sus desmanes anteriores, primero, en Cádiz, y más tarde, en el peñón desolado de Cabrera, vecino de Mallorca. A los 5.000 prisioneros que con su cautiverio inauguraron la lista sangrienta de los campos de concentración o de exterminio, se unieron pronto nuevos envíos que desde diversos frentes de la Península fueron llegando, hasta sumar 16.000, liberados, tras la caída de Napoleón, en una mínima parte.

De sus días allí, de sus noches en velajunto a la única fuente, de la sed y el hambre, siempre a la espera del barco que les llevara medicinas, noticias o provisiones, de las mujeres que les acompañaron, han dejado memoria detallada en sus diarios gentes como el sargento Guillermard, Louls-Joseph Wagré, Henri Ducor o el abate Tusquet, a lo largo de una larga lista de reproches, exigencias o justificaciones. Cada cual, desde su punto de vista de particular, cuenta su historia; mas en lo que todos coinciden, por encima de protestas o rencores, es en el deseo de que tales hechos nunca tuvieraon una segunda parte.

Y, sin embargo, aquella historia volvió a repetirse, no sólo una vez más, sino en tantas otras desde Andersonville, en plena guerra de Secesión americana, hasta el infierno helado de Treblinka o Auschwitz.

Medio siglo más tarde, Cabrera y sus barrancos desolados eran sólo un recuerdo para los viajeros románticos que, como Davillier y Gustavo Doré buscaban en España un solar pintoresco vecino y a la vez lejano de su París, gala y espejo de una ¿poca. Para los españoles, vencedores y a la postre vencidos, se inició, en cambio, un calvario riguroso, ajeno al destino de Europa. Perdido su anterior protagonismo histórico, quedaron fuera del concierto de las demás naciones, pagando, más que la misma Francia, los errores de Napoleón. Empeñados en continuas contiendas fratricidas, aún no parecen haber entendido del todo que si el sueño de la razón engendra monstruos, la razón sin suenos es el postrer camino para salvar de la muerte a un país empeñado en una perpetua guerra civil, que aún no sabemos cuánto durará.

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