Los catorce principales
LOS DECRETOS publicados por el Boletín Oficial del Estado para establecer las fiestas de ámbito nacional a efectos laborables y el calendario de holganzas para los dos próximos años no sólo constituyen un prodigio de prosa burocrática y casuismo administrativo, sino también muestran que la furia reglamentista y la vocación centralizadora del poder ejecutivo no conocen barreras.El Ministerio de Trabajo, "de acuerdo con el Consejo de Estado y previa deliberación del Consejo de Ministros", distribuye las catorce fiestas retribuidas y no recuperables de cada año, fijadas en el Estatuto de los Trabajadores, en dos grandes categorías. De un lado, figuran ocho festividades de primera, esto es, de ámbito nacional e inmodificables; de otro, seis fiestas de segunda, que pueden ser intercambiadas, hasta el número de tres, por otras fechas en el territorio de las comunidades autónomas o que incluso pueden ser sacrificadas en provecho de las fiestas locales, a falta de domingos coincidentes.
Mientras Año Nuevo, Viernes Santo, la Asunción, Todos los Santos, la Inmaculada y Navidad -además del 1 de mayo y el 12 de octubre- quedan como fijos en la serie laboral, en cambio Reyes, San José, Corpus Christi, San Pedro, Santiago y el recién ascendido Lunes de Pascua admiten variantes y sustituciones. Aunque el decreto se acoge, como fuente de legitimación de la mayoría de las fiestas al acuerdo con la Santa Sede y a las propuestas de la Conferencia Episcopal, no resulta fácil entender las razones por las que unas fiestas religiosas son de oblígado cumplimiento en todo el ámbito nacional, en tanto que otras pueden ser suprimidas en provecho de aquéllas que "por tradición les sean propias" a las comunidades autónomas.
Fuera del ámbito eclesial -que se confunde, por lo demás, con fiestas profundamente arraigadas en la sociedad española-, el calendario estatal confirma la celebración del Primero de Mayo (suprimida al comienzo del franquismo y posteriormente desvirtuada como festividad de San José Artesano); incorpora como novedad el Lunes de Pascua; restablece la conmemoración del 12 de octubre, y olvida el día de la Constitución. En un doble movimiento cosmopolita y castizo, el Gobierno se lanzá a la audaz innovación de hacer suyo el lunes pascual, "fiesta usual en toda la Europa comunitaria", y a la conservadora restauración del 12 de octubre como "fiesta nacional de España y de la Hispanidad".
Esta minuciosa y circunstanciada programación de los asuetos de los españoles a lo largo del año se presta a infinitas discusiones, desde el momento en que las fiestas laborables se convierten en recursos escasos y la distribución de esos catorce días pone en juego intereses y emociones contrapuestos. De los "tres jueves que relumbran más que el Sol", sólo permanece el Corpus, mientras que el Jueves Santo hará compañía a la Ascensión en su descenso a los abismos laborables. A San José sólo le salvó, hace dos años, la influencia en el Gobierno de Abril Martorell, y ahora los Reyes Magos han corrido serio peligro de ser defenestrados. No resulta fácil de explicar tampoco las razones por las que el Jueves Santo ha sido sacrificado en provecho del Lunes de Pascua, cuando lo más sencillo, probablemente, hubiera sido oficializar la festividad de ambos días.
Sin embargo, el aspecto más irritante de esa obsesión por reglamentar a golpe de Boletín Oficial los ocios de los españoles es la doble invasión que realiza el poder ejecutivo, a caballo de su prepotencia, en los ámbitos de las comunidades autónomas y de la vida local, por una parte, y en los fueros del Parlamento, de otra. Como antes señalábamos, resulta pintoresco que las comunidades autónomas sólo dispongan de tres días, sobre catorce, para fijar sus propias festividades y que la determinación de tales fechas únicamente pueda realizarse a costa de trocarlas por algunas de las, seis, y sólo seis, señaladas en ese prolijo calendario. En cuanto a las fiestas locales, que se benefician de las coincidencias corklos domingos de los catorce principales o pueden ocupar, en su defecto, el lugar de las seis secundarias, quedan circunscritas estrictamente a dos fechas.
Pero el Gobierno no se limita a reducir las competencias de las instituciones autonómicas fijando ocho fiestas obligatorias y permitiéndoles sustituir tres de las seis restantes y a confinar las fiestas locales a una incierta marginalidad, sino que además se arroga la facultad para inventarse la fiesta nacional, usurpando esa decisión a las Cortes Gerierales y para tratar de imponer, sin posibilidad alguna de conseguirlo, esa misma fecha como festividad de la Hispanidad a los países que hablan nuestra lengua. La arribada de las carabelas de Cristóbal Colón a, una isla antillana es un acontecimiento memorable por muchos conceptos, pero sólo en épocas relativamente recientes mereció los honores de la festividad laboral, y nunca la dignidad de fiesta nacional. El absurdo rótulo de Día de la Raza, aplicado a un país que ha sido crisol de pueblos y culturas diferentes y a un continente que conserva descendientes de los aborígenes precolombinos y se enorgullece de su mestizaje, asoció en el pasado el 12 de octubre a ideologías tan extrañas como siniestras. De añadidura, el castellano, aunque sea el idioma mayoritariamente hablado por los españoles, no es la única lengua de nuestro patrimonio cultural. En esa perspectiva, cabe dudar de que nuestro 14 de julio o nuestro 4 de julio deba ser el 12 de octubre. Y, en cualquier caso, es a las Cortes Generales, y no al Gobierno, qué ha relegado el día de la Constitución al panteón del olvido, a quien corresponde fijar el día de nuestra fiesta nacional.
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