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Tribuna:TEMAS PARA DEBATE
Tribuna
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Los vivos que no vuelven

Por el miedo que inspira, el poder sobre la vida que revela y el culto que suscita, quien posee la muerte posee el imperio. Y si durante décadas los filósofos progresistas tenían a gala ignorarla y los integristas se complacían exhibiéndola, hoy nos encontramos en un momento en que la reflexión filosófica, de la mano de la antropología, vuelve al viejo reto de la muerte.Podemos detectar dos tradiciones que se han enfrentado, a lo largo de la historia del hombre, al problema letal. La tradición racional, por un lado, con Sócrates en cabeza y que se prolonga hasta la actualidad. Por otro, las religiones con sus mitos de la muerte-renacimiento y del doble muerto, hoy presente en Occidente por mediación del cristianismo, cuyo mensaje de salvación viene a ser para los antropólogos una modalidad del doble mítico.

Un elemento común a ambas tradiciones es la afirmación de los vivos, de los que quedan, esto es, el tema de la conciencia de la muerte y su traumática significación se hace desde la afirmación de la individualidad de los vivos. Las piedras sobre las tumbas de los muertos, rito que se repite desde el neolítico, más que la función práctica de impedir que las fieras se lleven los cadáveres, refleja el miedo de los vivos a que vuelvan. Los mitos del Renacimiento o de la existencia de un espíritu que se libera del cuerpo encarnan la voluntad de inmortalidad en quienes todavía no han muerto. Pero a los que ya no están se les da provisiones, como en China, para que hagan el largo viaje por sendas misteriosas, o se les come, como hacen los caníbales, para que sobrevivan en los vivos. Incluso cuando se habla de la resurrección de los muertos se la sitúa en otro mundo. ¡Pero que los muertos no vuelvan al mundo que dejaron!

La misma óptica biocéntrica se detecta en la tradición racional, a pesar de que inicialmente la afirmación de la individualidad, es decir, la afirmación de la convivencia del vivo sobre la muerte promueve la negación de la inmortalidad, latente en las explicaciones religiosas. En estos casos la protesta ante el escándalo de la muerte va acompañada de una voluntad prometéica de dominarla racionalmente. Un ser racional que se precie, decían los estoicos, no puede dejarse frustrar por la muerte inevitable. Como Sócrates, lo que procede es hacerla suya voluntariamente, aunque para ello haya que hacerse a la idea de que la vida no existe, sólo la muerte. Lo contrario de lo que afirmaban los epicúreos, quienes en nombre de la vida trataban de suicidar a la misma muerte "porque su ser consiste en no existir".

La filosofía moderna vuelve a empalmar con el pensamiento griego. El grito de la guerra ilustrado "écrasez I'infâme" no se refería sólo al clérigo, también a la muerte. La revolución copernicana, que supuso, por ejemplo, la filosofía kantiana, colocando al hombre en el centro de toda acción y conocimiento, negaba rotundamente que la razón pura pudiera demostrar la existencia del viejo mito de la inmortalidad. Sin embargo, en nombre de la valoración absoluta del hombre, declarado como un fin en sí mismo, el filósofo reivindica la afirmación de la inmortalidad como un postulado de la razón práctica, esto es, como una condición necesaria para lograr el respeto absoluto del hombre. Hegel da un paso al frente: no le basta afirmar la inmortalidad, sino que ,pone a la muerte como condición de la vida: "Toda muerte", dice, ,les. siempre muerte de un particular y victoria de un universal". Tal y como lo desarrolla en la dialéctica del maestro y del esclavo, nadie accede a la libertad ,si no arriesga por ella hasta la vida; la lucha agónica es la condición de la libertad, no sólo y no tanto para la conciencia propia cuanto y sobre todo para la conciencia universal, para las conciencias oprimidas. Esta interpretación sacrificial de la muerte en aras de lo universal o, como diría el marxismo, de generaciones futuras fue lo que provocó las iras de Ernst Bloch, cuando habla del héroe rojo. El héroe rojo es quien se encamina a la muerte con una guapeza no igualada por los mártires cristianos. Va alegre, no porque espera resucitar, sino porque abre caminó a quienes vienen detrás. Pero, viene a decir Bloch, esta explicación sacrificial no puede satisfacer a la conciencia individual del héroe caído y de todos los muertos que no llegaron a la tierra prometida. Adorno recoge el sentido común cuando escribe que ningún avance humano puede hacer justicia a quien muere por la causa. Los derechos del muerto, del caído, acaban protestando contra las explicaciones biocéntricas de la razón y de la religión.

No se puede hablar de la muerte en Occidente sin referencia al cristianismo, una religión determinada por la muerte "y que expresará con la mayor violencia, simplicidad y universalidad el ansia de inmortalidad y el odio de la muerte", como dice Edgar Morin.

La muerte cristiana

Sin embargo, y pese a su propia historia, el cristianismo es una religión que excepcionalmente mira a la muerte desde la perspectiva de los muertos. El cristianismo tiene en el centro de su simbolismo a un crucificado cuyo primer acto es "descender a los infiernos" y solidarizarse con los muertos. Los cristianos llaman a sus celebraciónes memorial, donde recuerdan la pasión, muerte y resurrección. Según esta religión, la historia de la libertad, ejemplificada en el término resurrección, es un episodio lógico e históricamente subsiguiendo a los de la muerte y pasión. Con esto se quiere dar a entender el fundamento patético de la libertad. Y en este caso el dolor de la víctima no queda diluido en la libertad de futuras generaciones, sino que exige la propia liberación -salvación-. La muerte y el dolor no pertenecen a la prehistoria de la libertad, como si fuera el precio que hubiera que pagar para que la disfruten los que vienen detrás, ni se resuelven en una explicación ideológica que se queda tan satisfecha cuando descubre la etiología de la muerte- o de las guerras, sino que pone al phatos, a la muerte y al dolor, como sujetos del sentido y de la realización.

Esta solidaridad de la muerte hacia atrás (distinta de la solidaridad hacia adelante que hemos visto en el pensamiento religioso general y filosófico) no parece. que resucite a los muertos cuando se la celebra. Eso es verdad, de ahí que el tema de la muerte siga siendo uno sobre el que nadie se apunta un tanto. Pero puede romper la dinámica darwinista dominante que da por bien empleados los sudores, las guerras, las muertes de hombres y hasta su plusvalía significativa con tal de que "la cosa marche". El darwinismo social nutre a una cultura de vencedores donde los caídos sólo sirven de felpudo del "reino de la felicidad". En un mundo así, los ignorados derechos de los vencidos (por la muerte, la guerra o los más fuertes) se suelen transformar en peligrosos gérmenes letales que amenazan a los mismos sobrevivientes. Quien justifique sacrificios de vidas pasadas para objetivos presentes no tiene por qué detenerse ante el sacrificio de los presentes para objetivos futuros.

La muerte se encuentra, pues, en la encrucijada de un tratamiento darwinista o emancipador de la vida. El ganador puede, al igual que los antiguos, festejar sus triunfos libando el néctar olímpico en las calaveras de los vencidos; nada impide entonces pensar que estén brindando por la propia ruina. Pero el ciudada no de a pie también puede pres tar oídos al grito de los vencidos que claman por sus derechos. La inevitable conciencia de culpabi lidad que acarrea la memoria pas sionis multiplica el respeto por la vida y baja los humos de la gene ración afortunada.

Reyes Mate es doctor en Filosofía y Teología.

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